Sube la marea
Juan recordó a Andrés, en aquellas excursiones nocturnas, más bien escapadas en una triste adolescencia, ese pequeño púber le contaba historias que escuchaba a su hermano mayor. Con la misma sorpresa Juan escuchaba aquellas historias en boca de Andresito y las mantuvo activas en su mente hasta bien avanzada dicha adolescencia, etapa al final no tan triste tras obtener aquel regalo tan anhelado. Juan, inmerso en el autoplacer en las solitarias noches de sus 13 años, eyaculaba pensando si las mujeres harían lo mismo. No se refería a la autocomplacencia, que eso ya sabía que lo practicaban las menos mojigatas, si no a la existencia de la eyaculación femenina. Tanto le obsesionó el tema que en la biblioteca se ocultaba en las últimas estanterías carcomidas a las que la bibliotecaria nunca se acercaba por los estornudos que le suscitaba el penetrante serrín de los estantes. Por fin, en un antiguo libro de los quehaceres del sexo camuflado en las tapas de un atlas de anatomía, pudo leer y releer y memorizar que algunas mujeres, tan sólo algunas eyaculaban. Esas mujeres llegaban al clímax con una gran excitación y expulsaban flujos que salían de su uretra tal como el que orina con intensidad tras la ingesta de cantidades ingentes de líquido o la mujer que rompe aguas en el parto, o cuando en las angostas calles medievales arrojaban agua al grito de "agua va". Parece que no era común ni habitual, pero existía. Y Juan se maravilló con aquella quimera como si fuera el alquimista, en este caso tras la búsqueda del líquido del placer femenino, sin preciosos metales, sólo el líquido del goce de la diosa. Tuvo encuentros y más encuentros con muchachas ávidas del goce a las que siempre dejaba extasiadas. Pero Juan no quedaba contento, ninguna de ellas empapaba las sábanas y mucho menos toallas como leía una y otra vez en manuales de sexólogos experimentados. Todo era mentira, la eyaculación femenina no existía.
Ahora Juan recuerda aquellos momentos amateur, aquellos instantes ansiosos previos al clímax de la fémina con nostalgia, escenas tiernas que le dejan buen sabor de boca.
No le compadezcan a Juan porque al fin el destino le ayudó a descubrir su ansiada espera tras la angustiada búsqueda en alcobas.
No he dicho que Juan mantuviera una relación con su quimera, sólo pudo corroborarlo gracias a la obstinada perseverancia a lo James Stewart en La ventana indiscreta. Juan era un auténtico mirón, no podía evitar soñar con lo que otros hacían en sus casas hasta bien avanzada la madurez, digamos que siempre lo fue, pero eso lo proseguiremos en otra historia. La habitación de enfrente, de un patio interior en el mismo edificio correspondía a una diminuta mujer que con el tiempo y los anteojos pudo comprobar que se trataba de una oriental. No sabía si china, japonesa o vietnamita porque la horizontalidad de los rabillos del ojo era un detalle que se le escapaba. No obstante, el cabello oscuro, la tez pálida y aquellos pechos aniñados con un pubis imberbe, se habían declarado como una lolita asiática. No entraba en sus fantasías eróticas una Madame Butterfly, pero no obstante aquella mujer tenía una vida solitaria y sin embargo una actividad sexual acelerada. Alguna vez Juan, dentro de su monotonía intento satisfacerse así mismo mientras la contemplaba con suma atención, pero vislumbraba aquella muchacha como un animal curioso. Una ventana convertida en televisor en la que emitían esa y todas las noches un documental sobre la vida sexual en la intimidad femenina. Y Juan miraba. Sus amigos le llamaban al teléfono una y otra vez para ir al cine, tomar copas, salir de viaje... Pero él se excusaba con mil dolores, porque sólo deseaba perecer delante de la ventana contemplando ya con obcecación aquella geisha hábil y diminuta.
La muchacha hacía siempre el mismo ritual con exactitud. Era una dama fetichista, con una casa llena de espejos por lo que se podría intuir cierto narcisismo que no era tal. La muchacha usaba los espejos como freno del avance de algo que no debo revelar en este párrafo. Y Juan miraba maravillado el evento. Aquella niña se colocaba en la cama tumbada y con las piernas abiertas y flexionadas, por supuesto que no hay que explicar que estaba desnuda. Exceptuando una cadena entorno a la cintura que portaba a su vez otra cadena más fina de la que colgaban tres bolas plateadas y al parecer ligeras por el manejo que tenía la muchacha con ellas, aunque bien podría ser del propio uso. Colocaba un espejo frente a ella y otros dos espejos laterales apoyados sobre la cama. Gracias que no se le ocurrió nunca colocar uno en el piecero de la cama donde colocaba su cabecita, si no Juan no habría descubierto nunca el motivo de su propia existencia.
El balanceo de las bolas plateadas se reflejaba en las aristas de los cristales, el espectro del goce, sutil juego. Juan miraba sin pudor, con las luces encendidas y la cena en la mesa, al borde de la ventana. El vouyer formaba parte del juego, Juan era imprescindible cuando se levantaba el telón. Las convulsiones llegaban, el balanceo inicial se transmitía como onda a la pelvis de la chinita y de ahí sus senos tenían un pequeño vaivén acorde al tamaño, estimulante para Juan. Sólo sentía el jadeo de sus labios, de todos los labios que tenía la asiática. Jadeo mudo, sonido imperceptible para cualquiera que no estuviera en la ventana de Juan. Y tras contornearse la hembra durante dilatados minutos, dilatadas también otras partes que no son del tiempo, Juan disfrutaba.
Se acercaba el momento, él lo sabía, juega con ventaja con los otros mirones cómplices que somos nosotros. Llegó al clímax, a ese momento que Juan nunca vivió de cerca y con ese espacio entre tendederos y cristales pudo contemplar tantas veces. Se inundaron las sábanas, el colchón, los espejos, el piso. Era una subida de marea con la llegada de la noche, con la venida de una hembra. Ese acto reconfortaba a Juan casi todos los días y aunque anhelaba tal quimera conseguida en la distancia, siempre sería el oculto cómplice. Nunca se atrevería a ir al descansillo del aposento de la oriental para ser partícipe entre los espejos del evento. Ahora se planteaba Juan si esa dama era virgen, si alguna vez algún osado muchacho colocó su cuerpo entre los espejos sin saber cuál era el juego. Pero la dama era una mujer cándida y tranquila que a pesar de lo orquestado por las noches, nunca podría hacer mal alguno. Era pura sin duda alguna y así sería. Juan quería preservar su vida y por eso no se acercó nunca a la asiática, pero de alguna forma sólo vivía para contemplarla, allí también hallaba su muerte, todos los días un poco.
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