Una de las cosas que más disfrutaba Octavio, además de la música, era leer.
El ritual era el mismo todas las noches; el televisor moría con un simple apretar de botón, se encendía la lámpara, se abría el libro donde lo indicaba el marcador, se releían unas frases y se seguía indefinidamente, hasta que los párrafos y las palabras se entremezclaran por el sueño.
Se dejaba llevar como dormido en un río, por las mansas corrientes de Jorge Luís Borges, con sus milenarios laberintos, sus aterradores espejos, aberrantes espejos, sus hombres creados por otros hombres en sueños, sus esferas por donde se observaba el universo entero.
Otras noches le gustaba enredarse en los marañosos misterios de Julio Cortázar. Se dejaba hundir en medio de esas soleadas oscuridades, de gatos negros y mujeres que no existen, de olores a Francia sucia y amores tortuosos.
A veces consumía medio libro en una noche de insomnio, devoraba con ansiedad a Roberto Arlt y sus desesperanzas.
La invención de Morel de Bioy Casares, fue terminada en unas pocas horas, mientras la noche, afuera, gritaba sobre motocicletas ruidosas y risas desordenadas.
Sus días corrían desinteresadamente, concurría al trabajo.
Al regreso, por fin, era la hora sagrada, una pequeña dosis de televisión, la adictiva televisión que era fulminada para luego entregarse al mundo voluptuoso de esos autores que ya no están, que desgraciadamente no construirían nunca más esas altísimas torres de letras y frases y capítulos estremecedores.
Una noche, fue sacado de la polvorienta pila, un pequeño libro que había sido titulado “El Túnel” de un tal “Ernesto Sábato”. El prologo fue superado con facilidad, pero las primeras páginas de la novela le parecieron un verdadero fracaso, se le cerraban los ojos, dominados por el aburrimiento.
A la noche siguiente, lo mismo, no lograba avanzar ni siquiera una hoja, la falta de imaginación del autor era alarmante, no existía elemento alguno que pudiera atraparlo, no como lo hacia Julio, el grandiosos Julio, ni mucho menos como lo lograba el milenario y eterno Borges.
Arrojó el libro desinteresadamente, caviló con la mirada clavada en un punto perdido del techo. De reojo vio el lomo gris de unas “Crónicas Marcianas” por Ray Bradbury.
Lo tomó con curiosidad, las primeras paginas se dejaron leer apaciblemente, pero al ir avanzando, se encontró a si mismo pensando en banalidades, en palabras dichas en el día, en rostros sonriendo y hablando, era evidente que había abandonado la lectura del ejemplar. Por esa noche lo mejor era dormir.
En el ritual de la noche siguiente, tomó un ejemplar fornido de Edgar Allan Poe, cuando terminó de deglutir el octavo cuento, le fue difícil dormir, releía mentalmente las historias tan descriptivas y alucinantes que se encerraban en el libro.
Fue inútil tratar de dormir, decidió continuar con la lectura, pero decididamente Poe no ayudaría mucho.
Se decidió por Umberto Eco con su Péndulo de Foucault. Gracias al desinterés total que le generó esa especie de mastodonte informe, Octavio concilió el sueño en la mitad de la segunda página.
En una de sus aplastadas tardes de trabajo, mientras sus ojos se achicharraban silenciosamente contra la pantalla de la computadora, se le cruzó por la mente, una idea bastante “infantil”¿Como puede ser? Es absurdo pensar así, que estupidez… ¡Pero es real!
Comenzó en ese momento, un recuento mental sobre los escritores de las más recientes noches de lectura. Con asombro descubrió que sus favoritos, los que le provocaban la absoluta satisfacción, los que devoraba implacablemente, eran nada mas ni nada menos que los autores ya fallecidos, y en contrapartida, los que le provocaban el mayor de los aburrimientos y el desinterés total eran los que aun vivían.
Era absurdo, pero inevitablemente estaba sucediendo, su amada lectura, su sagrado rito nocturno estaba siendo boicoteado, corría peligro una gran parte del mayor de sus placeres. Esto no podía seguir así, pero que solución podía existir, ninguna por supuesto.
Esa noche no quiso ni siquiera tocar un libro, la televisión fue el elemento único de la noche. Al apagarlo sintió como si hubiese dado muerte a un monstruo aberrante, que le había dejado un hueco en el alma.
Se negaba a seguir leyendo mientras perdurase ese extraño fenómeno, el de los autores vivos y muertos, por Dios que ridiculez, pero es inevitable.
Permaneció en la penumbra, quizás dos horas así, o cuatro, pensaba, trataba de ordenar ideas muy descabelladas, algunas le daban terror, otras lo hacían sonreír.
La luz ya intentaba filtrarse por las ranuras de la persiana.
Esa idea tan retorcida, que tanto horror le daba, ahora con la luz del sol era la solución más brillante que podía haber encontrado, respiró hondo en el aire de la mañana, su sonrisa era la de un hombre nuevo.
Tomó el transporte que lo llevaba hasta Tres de Febrero, luego allí combinó con el que lo depositó cómodamente en la localidad de Santos Lugares.
Tocó el timbre en una casa con el frente casi cubierto por las plantas, al rato abrió la puerta un hombre de rostro apacible, con gruesos lentes y frondoso bigote, en una mano sostenía un pincel embadurnado de óleo. ¿Qué se le ofrece joven? Preguntó prudentemente el escritor sin talento.
Lo que yo necesito señor Ernesto, es poder leer sus obras con el mismo entusiasmo, con la misma magia, con el mismo fervor que lo hago con Borges, ¿Me explico?
¿Cómo dice usted joven?
Replicó el anciano acomodándose los anteojos.
Usted perdóneme, pero es por el bien de los dos, dijo Octavio tirando hacia atrás el martillo de su Smith & Wesson.
El alucinante escritor, el autor de novelas llenas de encendido surrealismo y misteriosas sectas de ciegos y campanas nocturnas, el talentoso compositor de obras tan hipnóticas y conmovedoras cayó fulminado en el portal de su tranquila y silenciosa casa. |