Miro a través de la ventana, hacia el patio interior, y reconozco tu silueta inmóvil debajo de la jacaranda. Tus brazos, que siempre fueron largos, ahora parecen más extensos. Tu cuerpo se predice a través de la delgada blusa que te cubre. Puedo adivinar el tamaño de tus pezones por debajo de la tela y la forma de tus pechos descansando sobre las costillas. Nunca entendí cómo podías usar aquellas delgadas blusas en tiempos tan fríos. Mi vista recorre, lenta, cada parte de tu cuerpo y a veces se queda en un punto durante varios minutos, tal vez horas. Te contemplo y logro sentir la tibieza de tus montes, el ardor de tu oleaje, el mismo que me provoca explosiones en la entrepierna.
Me gusta saber que estás ahí, que no te has ido, que no quieres hacerlo.
Me levanto temblando porque, además, durante toda la noche, estuve acostado sobre las gélidas losas de la cocina. Ahora comprendo tus eternas quejas de que la casa parecía un hielo. Extraño el café con leche que solías prepararme por las mañanas antes de acudir al trabajo. También extraño los huevos con jamón que religiosamente me preparabas los domingos y los molletes de los sábados.
¿Sabes?, durante algún tiempo llegué a pensar que nuestra vida juntos se había tornado monótona, aburrida, que recorríamos un camino circular como el de los insectos que dan vueltas alrededor de una luz y terminan muriendo al tocarla. Así pensé que era nuestra vida pero, hoy, esas creencias no cuentan; el cambio está hecho.
Los verdaderos cambios en la vida son drásticos, se hacen de tajo; sin preguntas ni permisos. Llegan de manera intempestiva, como explotando desde adentro al tiempo que dan vuelta a la rueda de la fortuna en un giro de ciento ochenta grados. Y el de nosotros no tenía por qué ser la excepción.
Apenas la semana pasada caminabas por esta misma cocina con la idea de marcharte para siempre, con la idea de sorprenderme por la mañana con la novedad de tu ausencia. Y mira, fuiste tú la sorprendida. Tus pies descalzos ya no podrán pisar las losetas de la cocina a pesar de que tanto te gustaban; recuerdo que tú misma escogiste el color. Con todo y eso te veo alegre, debe ser porque estas bajo la jacaranda que durante años te acompañó en la soledad de la casa mientras yo me ausentaba por cuestiones de trabajo. Sí, la misma jacaranda que, religiosamente, florecía en abril y era como nuestra propia hija. La sembramos juntos, ¿te acuerdas? y la vimos crecer con el paso del tiempo. Por eso la escogí a ella como sicario de tu muerte, como cómplice de algo que desde meses atrás nos lo guardábamos y lo discutíamos sin decir palabras, sólo con la mirada y el silencio. Escogí la rama más fuerte para asegurarme de que te mantengas en el aire; estoy seguro que no te dejará caer.
Me gusta mirar el patio interior y recordarte como si aún caminaras dentro de la casa. Me gusta saber que no te irás. Que somos polvo y seremos continuidad. Porque nosotros somos esta casa y la casa es nosotros y nos prometimos nunca dejarla. Lo recuerdo y entiendo que la decisión fue de ella porque ahora mismo no me permite salir de aquí, me ha obligado a permanecer estos siete días frente al ventanal que mira al patio de atrás dejando que me coma el polvo mientras a ti te devora el tiempo. |