Aún en las tardes navideñas puedo percibir el olor a mazapán si me concentro y me envuelvo en ese celofán eterno que significa ser niño, volar al pasado, rememorar los días en que la Navidad ejercía la mágica influencia de volvernos ingenuos. Con frecuencia consuelo mis caídas con estas reminiscencias.
Mi niñez tuvo letras de partituras dulces, imágenes de zapatillas de ballet en afiches de un cuarto de colores rosa, fotos de sonrisas auténticas en las gavetas donde también se guardaban otros objetos dignos de recordatorio, tarjetas de bautizo que mi abuela celosamente conservaba con la idea de copiarlas algún día para algún evento importante propio, el cual nunca llegaba, o si llegaba, jamás se le ocurría buscar en esos cajones el patrón que un día dijo que era el mejor y que iba a utilizar.
Un piso más abajo, muy temprano en las mañanas de diciembre, comenzaba la faena de aquella pastelería que durante años fue invitada fija en los acontecimientos de la familia. Inigualable era la textura de las miniaturas realizadas con tan exquisita mezcla toledana de almendras crudas horneadas. Mi mente repasa las múltiples formas que exhibían en aquellos mostradores… empiñonados, de yema, figurillas de animales diversos, rellenos y simples. A mediados del mes, realizaban figuras enormes que mostraban en una vitrina visible a la acera.
Una tarde escuché de labios de un anciano el relato de la historia del manjar de Toledo. Hablaba el noble hombre de las propiedades maravillosas que se contaban en Las Mil y una Noches como, por ejemplo, soportar los ayunos del Ramadán o como afrodisíaco para poder hacer frente a los derechos conyugales de forma satisfactoria.
Conforme avanzaban los días, los salones de mi casa se engalanaban de rojos y verdes mezclados, salpicaduras de colgantes plateados chorreaban al árbol y una lluvia de escarcha se escurría en cada uno de los adornos. Los aromas se confundían en el pasillo de una estrecha habitación que fungía de cocina. Olores de almíbar, sonidos de molinos de maíz, en antesala a los alimentos salados, y entre cocción y cocción, el mazapán haciendo presencia como símbolo de mi “niño” escondido.
Aún no puedo comprender muchos de mis miedos, de mis fracasos, quizás no dejé que me invadiera por completo el vértigo de un rascacielos, irracional, inexplicable y cambié mis expresiones de chiquilla por las marcas inexpugnables del tiempo, cicatrices que hoy barnizo con memorias de dulces de almendras con la esperanza de borrarlas para siempre.
Mis días tempranos, manchados ya de un ocre de leña, llevan el sabor del mazapán… cremosa mezcla de triturados de semillas nobles, grasas, dulces. Manjares disueltos en mi paladar que aún saboreo, que procuran paz, cándidas noches de espera, de apertura de obsequios que con astucia escondían tras un sofá del salón, abreviaturas de una adultez temprana que desinfló los sueños mordidos, pigmentos de girasoles sobre mis pestañas… sabores de mazapán, que nunca se irán y están en mi en los días en que espero con ansias la aparición de la estrella, que no es otra cosa que un sueño extraviado que se niega a volver con las manos vacías.
Acuarela
…bordeando azules bajo la llovizna.
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