PADRE INVIERNO
I
Lentamente subes, Padre Invierno,
cada paso de la torre,
allá donde avanzan las auroras
temblorosas.
Subes tu fatiga cubierto por viejo sayal
y llevas el tiempo en las alforjas.
Pero llegas triunfante y cansado,
nunca vencido.
Desde arriba,
entre brumas y ventisca
empuñas todavía
la brújula y el cetro.
La cúspide gótica te acoge
con sus piedras de volcán,
mientras brindas
con la voz del violonchelo
un andante pausado
que aplaca los truenos
para hacerlos murmullo,
huracán apagado en la cima.
II
*
No quieres, Padre Invierno,
que a tu hijo lo vuelque la tormenta.
Tienes en el cuenco de las manos
el agua de la lluvia, el rumor de todo espacio
hecho de las luces de tu cierzo.
Con tu cayado de áspera madera,
trazas los caminos de mi andanza.
Piedra y manantial se juntan
en las huellas marcadas a tu paso,
y se aparta el silbido venenoso
y se hace benigna la broza y amorosa la espina.
La flor no es más adorno de arboleda
sino resplandor de alba y zumbar de abejas,
balbuceo de llama.
**
Subes, padre del furor, padre del canto
un peldaño más hacia la cumbre
plena ahora de silencio.
La bandera inmóvil, abandonada por el viento,
multiplica sus colores y se hace atardecer.
Estás en el éter y la memoria,
y desde tu alta nube
ves brillar relámpagos lejanos,
y las voces de la tierra te cantan sin temor,
porque le diste,
no la espada con la herrumbre de la sangre,
sino el laurel de luengos años,
el corcel de tus bríos, alma sin freno.
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