Recorrí por varias horas los pasillos rebosantes de libros de una inmensa biblioteca cercana del lugar donde vivo. Agarraba al azar uno, lo abría con cierta timidez e intriga, muy despacio, leía varias páginas, y con dulzura inocente lo cerraba, lo acercaba a mi frente hasta que la tocara, y devolvía a su sitio, a forma de un rito muy respetuoso y sentido. Así lo hice en varias ocasiones, aunque sabía que muchos más se quedarían sin ser tocados.
Salí a la calle con los ojos cargados de lágrimas de emoción, habiendo descansado mi cuerpo y mente, deseoso de encontrar en la gente la misma entrega, el silencio y paz que cada objeto por sí mismo posee, sea natural o artificial. Lo logré después del primer intento, en cada uno y en cada una, sólo que las personas aún son muy tímidas, ingenuas y puras, y tienden a escabullirse en su intimidad, como fierecillas salvajes, cuidando de su libertad, decidiendo ser atrapadas o escapar.
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