2º Parte: Frotsu-gra.
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La historia hasta ahora...
La hermosa Caterina, presencia como un ángel aparece de la nada y puede distinguirlo con claridad a pesar de ser ciega. Pero despierta la rabia y temor de sus vecinos que la acusan de tratar con el demonio. Termina sus días quemada en la hoguera pero ella sólo lamenta no haber ayudado a su amigo. Su hermano Claudio vuelve de la guerra santa justo en el momento en que su hermana menor está siendo asesinada. Inteligente y sensato, no puede creer en las acusaciones y empieza a pensar que su hermana fue usada por algún hombre sin escrúpulos. Va al lugar donde ella vio la aparición y espera, loco de rabia. Al final, luego de días de desesperación y fiebre, él aparece. Cuando intenta matarlo, los dos atraviesan un agujero en el espacio y caen en otro mundo.
Siglos más tarde, una joven de diecisiete años, Amelia, se ve arrancada de su mundo cotidiano y arrastrada hacia una extraña aventura. El monstruo que se le aparece pretende cobrar venganza porque su clan fue asesinado por Claudio, que supuestamente es su ancestro. Grenio intenta matarla pero en el proceso, ambos son transportados al otro lado. Amelia es ayudada por un monje tuké, Tobía, que dice saber cómo puede volver a la Tierra. Juntos inician un viaje, plagado de peligros, hasta su monasterio en las montañas. Dos veces ella es salvada por Bulen, que tiene apariencia de ángel. Pero tanto monstruos (troga) como ángeles (kishime) intentan acabar con ella, a raíz de una confusa profecía. Mientras tanto, Grenio la sigue como su sombra.
En el monasterio, son atacados por trogas liderados por la seductora Fretsa, quien también quiere vengarse de Grenio. Se roban unas piedras impidiendo que la joven vuelva a su hogar. El Gran Tuké muere salvando a Amelia de Fretsa, y Grenio queda en deuda.
Cáp. 1 – Ieneri y el sucesor
–¿Por qué vamos a esa ciudad, Tobía? –preguntó Amelia luego de cavilar por largo rato, mientras cabalgaban al sur a través de una llanura amarilla que se extendía por todo el horizonte.
El tuké se arregló los pliegues del turbante que estaba usando en lugar de su habitual capucha, y contestó con sobriedad: –Luego de las pérdidas que tuvimos... el tuké que quedó encargado no está al tanto de mucho. Por suerte, el siguiente tuké en cuanto a sabiduría y conocimientos, no estaba en el templo porque se encuentra investigando en la ciudad de Ieneri. Así que por un lado vamos a llevarle malas noticias y pedirle que vuelva de inmediato para suceder al Gran Tuké, y además, necesitamos encontrar pistas de dónde están las gemas robadas.
“Es eso lo que te estaba preguntando. ¿Por qué íbamos a encontrar pistas en esa ciudad?”
–¿Los troga pueden estar en ese sitio?
Tobía rió a carcajadas a causa de esta pregunta.
–No... Esa es la razón por la que nuestro amigo –señaló con la cabeza a Grenio, a quien podían divisar como una sombra en la lejanía–, tiene esa cara de mal humor. Los troga viven muy lejos de todo contacto con los humanos, no se mezclan.
Amelia recordó que en los pueblos de humanos en que había estado, a los troga los consideraban demonios y rehuían de ellos, con buenos motivos.
–Entonces, ¿para qué nos sigue? ¿No será por lo que dijo...? –se cortó para no mencionar al Gran Tuké, no quería que Tobía recordara su dolor.
–Tal vez... –dijo él pensativo, y terminó con una sonrisa– no te quiere perder de vista.
Tobía evocó la conversación que había tenido con Grenio cuando todavía sus compañeros estaban ocupados removiendo los cuerpos del patio para preparar su funeral, entre ellos el de su superior. Enojado, se había atrevido a increparle, por qué no lo había impedido. Con tranquilidad, Grenio le dijo que no se preocupara, que él se encargaría de arreglarse con Fretsa. Pero a Tobía no le interesaba la revancha, quería saber qué pasaría con las piedras, sin las cuales Amelia estaría varada en ese planeta. Claro que a Grenio no le interesaba que Amelia regresara a su hogar, porque entonces estaría fuera de su alcance. Pero quería saber qué intenciones tenían esos troga para atacar el templo, robar las gemas e intentar matar a su presa. Así que le dijo a Tobía que, hasta aclararlo, haría caso a la última voluntad del Gran Tuké. Y que las palabras de Fretsa al marcharse, le hacían pensar que habían sido contratados por alguien, alguien a quien ella temía. Por tanto, tenía que ser un personaje bastante poderoso y respetable.
Ieneri, que Amelia reconocía como el lugar donde su posible ancestro Claudio había mandado hacer el retrato que ella había visto en el monasterio, era una pequeña ciudad ubicada a dos días de viaje de las montañas. Ellos habían descendido muy temprano el día anterior, así que Tobía calculaba que si habían viajado en la dirección correcta, esa misma tarde podrían divisarla.
El sol estaba cerca del horizonte cuando en la lejanía, envuelta en una neblina color malva, Ieneri se alzó frente a sus ojos. Esa ciudad debía haber conocido tiempos mejores, pero muchos siglos atrás. Estaba compuesta por unas cuantas ruinas, que a lo lejos habían tomado por majestuosos palacios en forma de cúpula, pero al acercarse notaron que sólo quedaban pedazos de muro y techos agujereados. En torno a estos edificios decrépitos, a lo largo de los años se habían ido acumulando pequeñas aldeas, construidas una y otra vez sobre los restos de las anteriores. Cerca del asentamiento y de los toldos que señalaban un gran mercado, un camino de tierra partía de la ciudad y se abría en varias direcciones. Más allá, se extendía un río que reflejaba el sol poniente en sus aguas quietas.
Amelia desmontó y palmeó el cuello del caballo, el fiel animal que se había salvado de milagro del ataque troga. Lo habían encontrado los monjes, escondido y asustado. Al parecer había salido huyendo en el primer momento y la puerta se había cerrado dejándolo encerrado dentro de un pabellón. Todavía cuidaba bien de la espada de Claudio.
Tobía miró alrededor. La luz se estaba acabando y tenían que encontrar un lugar para comer y dormir. Guiando a sus caballos por la brida, se internaron en el mercado, donde la mayoría de los dueños se preparaban para la noche, guardando sus bienes y descorriendo los toldos. A lo lejos, en las tortuosas callejas de la ciudad, algunos faroles empezaban a encenderse en los hogares más pudientes. El tuké se acercó a un hombre gordo que controlaba a tres muchachos mientras recogían los cueros y pieles de su puesto.
–¿Qué quieres, monje? –replicó el gordo con desdén.
–¿Cómo me reconoció? –se preguntó Tobía, mirándose el pantalón y saco con el que había pretendido hacerse pasar por un aldeano común.
El gordo estaba contemplando con aprecio a la joven que lo acompañaba, aunque se estaba preguntando si no sería un muchacho, con ese pelo tan corto y lacio. Tobía decidió dejarlo relamerse solo y preguntar a algún otro si sabía donde encontrar a Mateus.
Amelia miraba con interés los objetos y productos que todavía estaban a la venta. De pronto, alguien le tocó el hombro. Se dio vuelta y se encontró con un anciano de aspecto inofensivo, sonriente, que le estaba preguntando algo mientras señalaba la espada que sobresalía de su alforja.
–¡Oh! ¡No está a la venta! –interpuso Tobía, acercándose rápidamente, y agregó dirigiéndose a Amelia en voz baja–. Ten cuidado, aquí pueden intentar intercambiarte hasta la piel por cualquier pavada.
El viejo lo miró con reprobación, viendo que desconfiaban de él.
–Pensaba ofrecerles un buen precio por esa pieza, monje –le dijo a Tobía–. No todos los días se ve una espada así. Debió ser fabricada en la época de las grandes ciudades, tal vez aquí mismo, cuando construyeron estos palacios.
–¡Espera un momento! –lo detuvo Tobía al ver que se alejaba–. ¿Cuánto me ofreces... ¡No! Quiero decir, ¿cómo te diste cuenta de que soy un tuké?
–Porque te pareces al loco que se pasa encerrado en las ruinas del palacio grande –contestó el viejo por encima de su hombro, antes de perderse entre los puestos del mercado.
El tuké y Amelia se dirigieron al centro de Ieneri, donde se levantaban los palacios más llamativos. Ahora resultaba un lugar tenebroso, deshabitado, los muros incompletos dejando entrever interiores oscuros como boca de lobo y la luz de luna proyectando sombras misteriosas, sus pasos resonando en las calles anchas. La sensación de desolación era tal que esperaban encontrarse con los fantasmas de sus anteriores habitantes en cualquier momento.
–Ese debe ser el palacio que mencionó el viejo –señaló Tobía hacia una construcción redondeada ubicada más o menos en el centro de la ciudad, junto a una plaza cubierta de estatuas hechas pedazos.
Luego de atar su caballo a un pedazo de columna, Amelia avanzó entre las siluetas deformes que se mantenían sobre sus pedestales, carne pálida y mutilada iluminada por una luna casi llena. La plaza estaba rodeada por palacios prominentes que la observaban con severidad. Sintió como se le erizaba la piel, y dándose vuelta, quedó helada al percibir una luz espectral dentro de uno de esos edificios abandonados.
Hubo un rápido movimiento a sus espaldas y, desde lo alto de unos muros ruinosos, una sombra saltó hacia ellos. Tobía sintió un crujido de pasos y tomó el brazo de Amelia de golpe, casi matándola del susto. La muchacha lo miró con curiosidad y siguió su mirada para notar a una figura grande y oscura que se acercaba a ellos con determinación.
–¿Por qué me asustas, idiota? –lo rezongó–. ¿No ves que es Grenio?
Tobía lanzó un suspiro y le soltó el brazo. Amelia volvió a centrar su atención en el edificio donde había visto luz por un segundo, y de nuevo, notó el titilar de una lámpara o vela en el interior, ahora en el segundo piso. Ahora fue hacia la fachada, que estaba totalmente derruida a nivel de la calle y puso los pies en el interior del edificio. Tobía la siguió, reacio.
Grenio ya estaba junto a la joven, habiendo notado que en el interior había una sensación hostil. Podía oler un rastro de aceite perfumado quemado y además el tono rancio de varias personas. Sus ojos podían ver en la oscuridad con el reflejo lunar que entraba por ventanas y huecos. Notó que sus pies descalzos producían crujidos al pisar el suelo cubierto de escombros. La joven lo siguió de cerca, guiándose por su masa corporal y sin ver nada, arrastrando tras de sí a Tobía.
El troga ascendió una escalera que conducía al segundo piso, formando un arco amplio en torno al hall del palacio. Amelia sintió corrientes de aire que le golpeaban el rostro con frialdad y adivinó que había más destrucción en esos muros de la que había imaginado. Temió por la estabilidad de esa escalinata. Al fin, llegaron a un piso más firme, sostenido por columnas desde hacía cientos de años. Ahora podía seguir el tiki-tiki de los pies de Grenio sobre una superficie vidriada.
–No hay nadie... –susurró Tobía, ansioso en realidad por el silencio que mantenían sus compañeros.
Grenio le contestó con un gruñido. En ese momento, la joven volvió a notar un reflejo más adelante, como si alguien pasara de una habitación a otra con una luz de vela. Al mismo tiempo, Grenio se lanzó en esa dirección, corriendo a grandes zancadas pero sin hacer el más mínimo ruido.
Ignorante de la presencia de otros ocupantes, Mateus examinaba los muros pintados de una habitación interior recorriéndola con una pequeña vela temblorosa. Más temprano había ocupado el lugar con sus cosas, un conjunto de manuscritos y objetos que había recogido de entre las ruinas, así como botellas y bolsas de comida. La pequeña barriga que dejaba entrever su túnica no sugería que pudiera comer toda esa cantidad, ni su rostro juvenil y cuerpo pequeño que pudiera tomarse cuatro porrones de licor en una noche. Con la boca abierta, seguía los dibujos de la pared con tanta concentración que no se percató de tres sombras que cruzaban el umbral y se mezclaban en las sombras de la habitación.
Sintió un ruido y se dio vuelta pensando que eran alimañas, y al acercar su luz, se encontró con tres hombres que le sobrepasaban en kilos y altura varias veces. Mateus dejó escapar una exclamación y soltó la vela en su sorpresa, quedando sumido en la total oscuridad. Un par de manos lo tomaron por los hombros, y ya se veía arrojado por una ventana o peor, por estos que parecían del tipo más interesado en el valor material que en el conocimiento de las cosas, cuando sintió un enorme estrépito y las manos desaparecieron de su cuerpo. Escuchó varias exclamaciones ahogadas y se tiró al piso en busca de la luz.
Tardó un rato en encenderla. Cuando miró alrededor, vio que los tres hombres aterrados estaban arrinconados por una sola persona, que ya de espaldas parecía bastante corpulenta y temible. Encendió otra vela y mientras lo hacía, vio que los tres salían despavoridos por la puerta, donde habían aparecido otras dos personas que miraban la escena con asombro.
–Gracias... –empezó a agradecer a su salvador pero al darse vuelta observó que era un troga y cambiando de idea, tomó un tubo que tenía a mano y trató de golpearlo con eso.
–¡Eh... espera, Mateus! –le gritó una voz conocida, que lo salvó de hacer algo que, sin dañarlo, iba a enojar bastante a Grenio.
–¿Qué? ¿Tobía? ¿Qué haces aquí? –exclamó el tuké, soltando el objeto de madera al piso y corriendo al encuentro de su compañero. En sus ojos leyó que algo serio debía haber sucedido, como para apagar el brillo juguetón que siempre los ocupaba.– ¿Conoces a este troga? Ah, dime en qué andas metido...
Mateus presintió que iba a necesitar un refuerzo a su existencia de licor en cuanto Tobía comenzó con su relato. Miró asombrado a Grenio, porque muchas veces había escuchado la historia pero nunca imaginó conocerlo cara a cara, y aún más impresionado a la joven.
–¿Estás seguro que es descendiente de Claudio, y todo lo demás de la profecía? –preguntó en voz baja a Tobía, dudoso–. Es una mujer...
Se quedó pensativo. Las noticias eran terribles, que las cosas hubieran llegado a un punto donde los tukés eran invadidos, cuando en quinientos años nadie se había ocupado de ellos, implicaba que lo que él creía era cierto. Pero no les diría todavía.
–Bueno... –dijo, desperezándose–. A pesar de todas estas malas nuevas, muchachos, es hora de recuperar fuerzas para partir mañana, ¿no? Supongo que no habrá más ladrones, después del susto que se llevaron con este troga –comenzó a esparcir la comida de una bolsa frente a sí y tomó una botella a medio vaciar–. Vamos, sírvanse. Estaremos a gusto en este palacio, todo para nosotros.
Amelia miró alrededor, y sintió escalofríos. Estaba oscuro y frío. Grenio permaneció parado cerca de una pared, lo más lejos posible del resto. Por su parte, los dos tukés pronto se encontraron a sus anchas, conversando y tratando de acabar con las provisiones a toda velocidad. Así que, resolviendo ignorar el ambiente tétrico, la joven se acercó a la ronda y dispuso de su buena porción de alimentos y bebida. Más tarde, Mateus repartió sus mantas con el tuké y la joven y se acomodaron en un rincón protegido del frío nocturno.
Cáp. 2 – Los humanos
Amelia se despertó con un grito sordo. En su sueño había visto un campo helado, iluminado con una luz blanca-azulada, donde cuerpos caídos se retorcían, como si hubieran sido perseguidos y alcanzados al fin por algo espantoso. Ella, estaba parada junto a un cuerpo de mujer caído de bruces, desnuda, la espalda atravesada de lado a lado y un lago de sangre que asomaba por debajo, tiñendo la nieve que cubría el paisaje. Retrocedía un paso para evitar mancharse los pies y al hacerlo notaba que sus manos estaban cubiertas de sangre fresca, caliente. Quería gritar pero tenía la garganta atenazada por una mano helada. Cerró los ojos un instante y al abrirlos, se encontraba en una aldea llena de sol y fuego. El humo envolvía las casas y los techos de paja se desvanecían en llamas. Corría para alcanzar a un grupo de personas que huían de algo que los aterrorizaba y no era el fuego. Corrían dentro de las llamas para evitarlo. En ese momento, se dio vuelta y se enfrentó al diablo mismo, enorme, los ojos amarillos y los dientes brillantes de saliva. Le decía algo y extendía una mano hacia ella, clavándosela en el estómago. Ella gritó de dolor y se levantó de su rincón, todavía sosteniéndose la herida fatal.
Tardó un poco en recuperar la respiración normal y parar el latido loco de su corazón. Entonces se dio cuenta que todavía estaba oscuro y que se hallaba en Ieneri, en ese planeta extraño, junto a los dos tukés.
Mateus la estudiaba desde hacía cierto rato, moviéndose inquieta en su sueño, murmurando palabras que la joven no debería conocer.
–¿Estás bien?
Amelia notó con sobresalto que Mateus la observaba serio. Asintió.
–Si no puedes dormir, acompáñame. Te mostraré lo que estudiaba aquí...
Amelia decidió seguirlo, tras comprobar que Grenio no se hallaba cerca. Siempre se iba por ahí mientras dormían, pero al final regresaba siempre, consideró contrariada. Mateus la guió hacia un piso superior del palacio, formado por amplias habitaciones con ventanas en forma de ojiva.
–Tú vienes de un mundo donde los humanos han desarrollado civilizaciones como esta, tal vez mucho más adelantadas ¿no? –comentó el tuké acercándose a contemplar los restos de Ieneri plateados por la luz de luna–. Me pregunto aún por qué pasó esto, cómo es que la gente que construyó este palacio terminó convertida en esos campesinos que ves allá afuera.
Entre la ciudad y el río se extendía una toldería abigarrada de donde salía humo de varias fogatas. Los animales de pastoreo y de carga gemían en sus resguardos, muy cerca de sus dueños.
–Más que edificios, esta civilización poseía tesoros que nosotros ni imaginamos. Eso he podido estudiar a partir de sus escritos y pinturas. Pero... ahora ese tiempo se ha acabado y tengo que volver al templo.
Amelia notó la decepción en su voz. Parecía preferir estudiar estos edificios abandonados que ser el Gran Tuké. En silencio, Mateus caminó hasta unas escaleras de caracol que ascendían un piso más. Pisando con cuidado, salieron a una terraza ubicada en la base del techo de cúpula.
La joven quedó boquiabierta, contemplando el espectacular paisaje que se distinguía desde esa altura. En el cielo negro como terciopelo, las estrellas estaban coronadas por dos lunas. Una llena y grande, la otra más pequeña y en fase menguante. El río parecía un espejo atravesando la llanura. Sintió la brisa acariciando su rostro y cabello con aroma a hierba. Se sentó junto a la cornisa.
–Dime, ¿qué soñabas?
Nerviosa, la joven tardó unos momentos en contestar.
–¿Algo que ya habías visto antes?
Amelia negó con la cabeza.
–No, solo en sueños –miró el horizonte–. Desde que estoy aquí tengo esas pesadillas. Parecen escenas de batallas, de muertes... No sé si es por nervios o este lugar me hace ver cosas.
Mateus meditó un largo rato. Amelia ya había sacado el tema de su cabeza, cuando él replicó:
–Puede tratarse de sueños premonitorios.
–¡Qué! –exclamó ella, dándose vuelta de inmediato para mirarlo a los ojos, extrañamente asustada e irritada–. ¿De algo que todavía no sucedió? ¡Imposible!
Grenio se había ido de la habitación en cuanto los otros se durmieron, no muy ansioso por dormir junto a esa mujer. Había recorrido el palacio con curiosidad, porque no entendía qué le veían de interesante los humanos, en especial ese tuké. Luego había descubierto una salida al techo y escaló hasta la cima. Sentado allá arriba, había presenciado la conversación de Amelia y Mateus. Aunque no comprendía ese idioma que hablaba ella, se dio cuenta de que ella estaba impresionada por algo que le dijo el tuké. Luego él volvió adentro, dejándola sola.
Amelia se recostó contra la cúpula, tranquila. Allí afuera no sentía la opresión de las tinieblas, y aunque tenía miedo de quedarse dormida a esa altura, pronto cayó en un letargo.
El troga percibió que se iba quedando dormida por la respiración regular. Estaban solos y en un lugar peligroso. La tentación era muy grande, pero qué satisfacción tendría si cometía un acto tan alevoso contra una mujer débil. De alguna forma estaba condenado a su presencia y aunque no quería dar su brazo a torcer, las palabras del tuké hacían mella en su determinación. ¿Acaso había algo más que él no sabía acerca de su clan? ¿La venganza que habían buscado por cuatro generaciones, tenía sentido, no? Tenía que tenerlo, sino, ¿qué haría de su vida que no tenía otro fin?
Desde pequeño se había propuesto ser el que terminara con esa historia. Nunca le había interesado otra cosa que prepararse como guerrero hábil y ecuánime, para ganar con honor su batalla. No pensaba en otra cosa, ni amigos ni mujeres, y se dijo, que ya era viejo para cambiar de estilo. Aturdido por esos pensamientos que le hacían dudar en contra de su designio, de su destino, comenzó a descender a los saltos, alcanzando el suelo en unos segundos. Daría una vuelta para despejar la mente y aclarar las ideas, libre de esa mujer.
Los ladrones salieron de las ruinas de Ieneri espantados. Tan solo al alcanzar el muelle, abajo del cual se reunían para contar sus ganancias, tomaron un respiro y se pusieron a comentar lo que habían visto. No tenían intención de molestar de nuevo al monje, pero en eso se dieron cuenta de que tenían compañía. Un hombre gordo, sentado encima del muelle, había escuchado su conversación. Lo reconocieron como uno de los mayores mercaderes del lugar, alguien que les hubiera pagado bien por los objetos que iban a robar. Este se rió de su historia de que el lugar estaba maldito, diciendo que eran unos tontos por asustarse de un solo demonio, que en su ciudad natal estaban acostumbrados a lidiar con esas bestias y que no eran ningunos seres sobrenaturales. Provocados por su burla, los tres aceptaron volver a Ieneri, pero antes, batieron todo el campamento en busca de otros colaboradores.
Asistidos por el amanecer que les dio nueva confianza, un grupo de veinte hombres armados se dirigió hacia la plaza central, dividiéndose en una calle para llegar por dos extremos.
Amelia se había despertado muy temprano, sobresaltada de encontrarse a descubierto en la terraza. Buscó el camino hasta la habitación donde dormían los tukés, y los encontró preparando los atados de Mateus para el viaje. Saludó, dobló su manta y les avisó que iría a ver cómo estaban los caballos, que habían pasado la noche afuera.
Luego de bajar los derruidos escalones hasta la planta baja, se detuvo al escuchar que el animal relinchaba.
Grenio había salido de la ciudad por el lado menos poblado, dio una vuelta por el campo y estuvo un rato en el río, donde consiguió algo de comer y se dio un baño helado. Luego había retornado a Ieneri y se había quedado dormido en una terraza alta, a unos cientos de metros de la plaza. Al alba, la luz lo sobresaltó y decidió ir a ver qué estaban haciendo los humanos. Pero a los pocos metros sintió un rumor de pasos. Saltó de techo en techo hasta llegar a un edificio desde donde podía dominar la explanada de esculturas rotas y en ese momento escuchó que el caballo se quejaba. Miró abajo y no vio a nadie.
En un segundo llegó hasta el animal y tocó su cuello, preguntándose qué lo había asustado.
Desde su posición, oculta tras el muro de palacio, Amelia vio con asombro que de la nada, salía una cantidad de hombres que rodearon al troga, que parecía no haberse percatado de su presencia. El viento soplaba de su lado, por eso no había olido a los humanos. La joven titubeó un segundo, conteniendo en el acto su reacción de pegar un grito para avisarle.
Grenio no tardó en darse cuenta de que estaba rodeado y giró, gruñendo. Algunos hombres, los más cercanos, retrocedieron ante esta visión a pesar de estar armados con lanzas gruesas, pero enseguida uno que hacía de jefe les gritó algo y recuperaron el ánimo. El troga avanzó un paso, tirando golpes de puño en ambas direcciones que dejaron a tres noqueados en el piso. Pero esta vez venían preparados. A un grito del jefe, cuatro hombres desplegaron una red que cayó prolija sobre Grenio. Al intentar moverse, se enredó más. Los hombres tiraron del extremo de la red y esta se cerró sobre sus piernas, haciéndole perder el equilibrio.
Gritando de contento al ver que ya lo tenían derrotado, no se percataron de que el troga, furioso, atravesó los hilos con sus garras y emergió de nuevo, mucho más fuerte que antes. Al percatarse, un par salió corriendo despavorido. Los tres de la noche anterior, miraron incrédulos, y no confiando tanto en sus armas contra este monstruo, comenzaron a apartarse. Grenio tomó una lanza y la quebró con una sola mano, luego tomó a su dueño por la cintura y lo revoleó en el aire, arrojándolo contra los demás. En la confusión que se creó, se alejó corriendo para ganar terreno.
Amelia vio que el grupo lo perseguía calle abajo y se animó a dejar su resguardo. ¿Qué querían, venían por ellos o sólo querían cazar al troga? –se preguntó mientras corría al otro lado de la plaza. Levantando la cabeza, notó que los tukés habían observado todo desde una abertura en el piso superior. La joven calmó a su fiel caballo, que la miraba con ojos acuosos. “No me digas que te importa esa bestia, caballito...”. Si eran ladrones, al menos no lo eran de caballos. Tomó a los dos animales y los condujo a la puerta del palacio.
Los dos tukés y Amelia salieron de Ieneri con prudencia, para no encontrarse con más bandidos, llevando la adorada carga de Mateus en el caballo de Tobía.
–¿Qué tanto miras? –preguntó Tobía a Amelia, fijándose en que se fijaba en cada esquina y cada hueco–. ¿Estás preocupada por Grenio? –agregó con tono burlón.
Ella le dirigió una mirada fulminante.
–No creo que sea vencido por unos humanos comunes –continuó Tobía, aunque en su voz había más duda que certeza.
La mañana mostraba un campo de esplendoroso color amarillo, con pastos altos que flameaban a impulsos de una brisa templada. La ciudad empezaba a tomar vida a sus espaldas. Mateus, que había estado callado largo rato, los sorprendió al decir:
–Creo que debemos separarnos aquí.
Los otros dos se pararon a mirarlo, extrañados. Luego de una pausa, Tobía exclamó, confuso:
–¡Mateus... me dijiste que...!
–No trato de escaparme de mis deberes, Tobía –sonrió el otro–. Lo que dije es que yo iré al monasterio. Uds. deben ir a buscar las gemas, para que esta joven pueda volver a su tierra. ¿No es lo que más deseas? –Amelia asintió, y Mateus agregó con una expresión sombría–. De otro modo, comenzará el fin del mundo.
Tobía lanzó una exclamación, Amelia se quedó helada.
Mateus volvió a sonreír.
–O algo así...
–¿Es en serio? –inquirió Tobía.
–Sí, ¿cuándo no hablo yo en serio? Escuchen, la profecía no es lo que Uds. piensan, porque los tukés han estado equivocados todo el tiempo. De algún modo confundieron la verdadera profecía con las últimas palabras de Claudio en este mundo.
–¿No es un historia sobre la deuda entre la familia de Claudio y el clan Grenio?
–No... Es decir, mi teoría luego de haber estudiado los mitos de distintas regiones, es que en ese entonces, a partir de la pelea entre Claudio y Grenio, surgió la idea de que corríamos alguna clase de peligro y que si una relación de esa naturaleza volvía a repetirse, traería consigo una gran desgracia. Los trogas lo creen, pero están satisfechos con que el humano muera a manos del clan Grenio. Son muy simples en su razonamiento. Los kishime también creen, por eso tratan de impedir la existencia de... –miró a Amelia, que se había reclinado contra su caballo, pálida– esta mujer en el mundo.
–Eso es una tontería –replicó con ímpetu Tobía, y luego se interrumpió–. Quiero decir, con todo respeto... Si quisieran librarse de esta joven, por qué alguien impediría que vuelva a la Tierra. ¿Eh?
–No discutas, Tobía, que todavía te falta mucho que estudiar. Toma este mapa –contestó Mateus arrojándole un tubo de lienzo–, te servirá. Ahora, los dejo. Vayan a Frotsu-gra.
Amelia estaba disgustada con esta extraña historia del monje. Quería mandarlos solos en un viaje a quien sabe donde, y cómo iban a recuperar esas gemas aunque las pudieran hallar.
–Pero, todo esto es un mito ¿no? –le preguntó al tuké que ya había montado con sus cosas y comenzaba a alejarse–. En realidad, no existe ningún peligro ¿verdad?
Él la miró con cara de esfinge y contestó, mientras se seguía alejando:
–Cuando puedas decirme con seguridad que tus sueños son sólo sueños, entonces te contestaré con tranquilidad que estos cuentos son una simple superstición.
–Bueno... –dijo Tobía, que arrodillado, miraba el mapa y miraba el campo a su alrededor, totalmente perdido–. Ahora debemos ponernos en marcha hacia...
–¿Qué es Frutsogar? –preguntó ella, también inclinándose para ver el mapa.
–¿Frotsu-gra? –una sombra cayó sobre ellos.
Miraron por encima del hombro, sorprendidos de encontrarse con el troga en ese lugar. No presentaba heridas, y Amelia consideró con un escalofrío qué habría sido de los humanos.
–Así es, Grenio –repuso Tobía–. Vamos a la tierra de los troga.
Cáp. 3 – La aldea
Expulsados de las tierras fértiles por el crecimiento de los pueblos humanos y su desarrollo en grandes civilizaciones, los trogas se habían instalado hacía más de mil años en las zonas alejadas, en la costa del mar y en los climas más fríos. Frotsu se trataba de un lugar de acceso bastante difícil para los humanos, por lo que sólo ojos troga se habían posado sobre el complejo de casas y monumentos situado en un punto de la costa este del continente. Para sus constructores, era un centro de reunión en tiempos difíciles, y de ceremonias para las alianzas entre clanes, que se daban de vez en cuando. Gran parte de la población vivía allí o en las islas cercanas. Sólo unos pocos habían decidido vagar por el mundo y otros tantos habían sido expulsados de su comarca por su comportamiento.
Los tres viajeros debieron de surcar la extensa llanura amarilla por tres días antes de alcanzar otro pueblo humano. Amelia vio con alegría la presencia de campos arados y animales pastando a lo lejos. Habían dependido para subsistir de los pequeños animales de pradera que cazaba Grenio y de algunas raíces, puesto que habían descubierto al empezar su viaje, que Mateus se había llevado en su caballo todas las provisiones que sobraron de su estancia en Ieneri.
–¡Una aldea! –señaló la joven, al ver aparecer un grupo de chozas en el horizonte–. ¡Se acabó el campamento de supervivencia! Bueno... ¿esta vez trajiste dinero, Tobías, verdad?
–¿Dinero? –repitió Tobía, confuso–. Aquí no se usa eso. Ja, ja, ya veremos que podemos intercambiar por algo de comer.
Grenio no pareció contento con la cercanía del poblado. En realidad, Amelia nunca lo había visto sonreír. Tal vez ellos no sonreían; y tampoco podía leer su expresión. Pero asumió que debía estar preocupado, recordando su última visita a una ciudad.
El troga no tenía miedo de estos humanos. Por lo que podía observar ahora, iban hacia una pequeña aldea con unos cultivos pobres. Pero su instinto le decía que había algo amenazador acerca de ella.
Mientras pasaban junto al campo de cultivo, los sorprendió una voz. Un anciano se había levantado de entre las espigas verdes que estaba desmalezando, posición desde la cual venía observándolos hacía rato.
–Qué grupo más extraño –comentó, cubriéndose los ojos del sol–. ¿Adónde se dirigen?
No parecía asustado por el troga, notó Amelia, mirándolo con tanta curiosidad como él a ellos.
–Al Nahiesa –mintió Tobía–. Yo me llamo Tobía, y esta es mi hermana Amelia. Ah... ella no habla nuestro idioma porque la mandamos criar al norte. Y este otro, es su dote.
–¿Dote?
–Sí, ¿no cree que es toda una curiosidad? Seguro que le puedo encontrar un excelente marido a mi hermana.
–Bueno, yo nunca había visto un... un... Ah, ¿por qué no pasan por mi casa a descansar? Voy a adelantarme para avisarle a mis hijas que preparen comida –el viejo salió con gran agilidad hacia el poblado.
Viéndolo alejarse, Grenio comentó al tuké:
–Ella no habla tu idioma, pero yo lo entiendo bastante bien.
–Ah, sí –se rió Tobía–. Tendría que haber dicho que eras la mascota del grupo.
–No veo la diferencia.
Las hijas del hombre habían dejado sus tareas cotidianas para recibir a los huéspedes, con especial curiosidad al ver que venían de muy lejos y que traían a una criatura extraña. Nunca en su vida los miembros de la aldea habían visto un troga, y no le tenían recelo porque no lo vinculaban con historias de demonios y supersticiones similares. Bajo la sombra de un alero de su choza, dispusieron comida, bebida y los convidaron a sentarse. Amelia y Tobía aceptaron con gusto, y el tuké no tardó en entretener a toda la familia y vecinos con su cháchara. Por su lado, Grenio declinó comer nada, y se fue a sentar un poco apartado del resto, a la sombra de un árbol.
Los humanos pasaron la noche en la casa del anciano que los había recibido con tanta generosidad. Al día siguiente, luego de una calurosa despedida por parte de todo el pueblo, el anciano les dio algunas provisiones, agradecido por su compañía:
–¿Necesitan alguna otra cosa? Apreciamos el entretenimiento, porque estamos tan apartados de toda persona, aquí en el desierto. Un muchacho se ha ofrecido a acompañarlos hasta el paso de Krut, ya saben, por ahí pueden cortar camino para cruzar el Nahiesa.
Tobía intentó rechazar su ayuda, contando con su propio mapa y la presencia de Grenio, que al menos sabría cómo llegar a su casa, pero no hubo forma de hacerlo sin parecer descortés. Además, no hacía daño, pensó Tobía. El joven los acompañó a la salida del poblado, donde se les unió el troga, y empezaron la marcha.
Grenio había observado al joven con sospecha desde que apareció. Se preguntó por qué le causaba tanta desconfianza este joven de apariencia inofensiva. Sin embargo, era bastante hábil escogiendo el camino. Más que el monje inútil que hasta ahora los había llevado en zigzag.
A pesar de que la aldea parecía estar en el medio de la nada, muy pronto alcanzaron a ver unas elevaciones en la distancia. Por la noche llegaron a las primeras estribaciones de un macizo de montañas no muy altas, de tono ocre, encendidas de un color rojo por el sol poniente. Los humanos armaron su campamento a una cierta altura, listos para cruzar el paso la mañana siguiente y salvar el río Nahiesa en sus fuentes.
Como siempre, Grenio buscó evitar la presencia de la joven y se escabulló entre los arbustos que crecían en la ladera del monte. Los frutos de esa vegetación eran de su gusto. La noche era refrescante y tranquila. Se arrellanó contra una roca, cayendo en un letargo enseguida. Entonces, mientras caía a plomo en el sueño, percibió algo que lo puso alerta.
Se incorporó de un salto y corrió ladera abajo antes de percatarse de lo que hacía, y se detuvo al borde de la zona iluminada por la fogata que había armado el joven humano.
El muchacho se había levantado de su nido y había reptado hasta donde Amelia dormía plácidamente. En el momento en que Grenio lo sorprendió con un refunfuño, el humano tenía un cuchillo listo para degollarla.
El joven se detuvo en su movimiento, Amelia y Tobía se despertaron con el ruido. Ella se sorprendió al tener a alguien encima, y luego vio el brillo de la hoja de metal y se horrorizó. Gimió e intentó huir, pero el joven la sujetó con fuerza del cuello. Tobía miró incrédulo:
–¿Por qué? –exclamó.
–Kishime –contestó el troga, los ojos iluminados de rabia al darse cuenta que lo había engañado todo el tiempo, ocultando de alguna forma que se trataba de un íncubo–. Ya no es un aldeano.
Mientras explicaba esto, Grenio saltó la fogata y le dio un empujón al joven, que salió volando de su posición sobre el pecho de Amelia. Tocó tierra, rodó, y volvió a cargar, esta vez contra el troga, que lo esperó confiado. El kishime sonrió y Grenio sintió un escalofrío; como antes, algo lo alertaba. A la vez que recibía al joven con un buen golpe, notó que dos manchones de color blanco se dirigían hacia él por los costados. Los vio por el rabillo del ojo, mientras sentía una voz en su cabeza.
Dio un salto hacia atrás, preparado para enfrentarse a estos dos nuevos kishime que le pedían que muriera. Parecían tan delgados que podía quebrarlos al medio con una sola mano. Eran pálidos, ojos grises, vestidos de blanco y con largo cabello rubio. Si no fuera porque las últimas veces que se había confiado habían resultado muy peligrosas, el troga hubiera encontrado su apariencia ridícula.
Mientras tanto, Tobía empujaba a Amelia hacia su montura, para escapar lejos de la batalla.
Ella intentó protestar, pero viendo que habían aparecido otros dos intrusos, y que el joven que la había atacado se incorporaba para seguirlos, decidió hacer lo que decía el tuké.
Grenio sacó su daga y se dispuso a pelear. Sin embargo, alcanzarlos con su filo le resultó muy difícil. No sólo eran buenos espadachines y poseían excelentes armas, sino que se le desvanecían de las manos en cuanto intentaba herirlos o atraparlos. Ejecutando una danza etérea, los kishime blandían su espada, eludían sus golpes y se desmaterializaban para aparecer del otro lado. Esto exigía que no sólo debiera defenderse de dos adversarios, sino reaccionar con velocidad para evitar ser atravesado por la espalda.
Al darse vuelta una vez más, Grenio se halló de espaldas contra el fuego y rodeado. En el último segundo, esquivó la doble estocada con la que planeaban liquidarlo y dio un paso atrás. Se paró sobre la fogata y pateó los leños, haciendo volar las brasas en su dirección. Notó que retrocedieron, distraídos o quemados por las mariposas de fuego. Uno de ellos se desvaneció, tratando de atraparlo por el otro lado. Grenio aprovechó el mismo momento para lanzarse contra el otro, tomarlo de la garganta con la mano derecha y apretar su cuello. Se volteó y extendió el brazo libre a tiempo de parar el ataque de su otro enemigo.
El caballo corrió con dificultad, resbalando sobre los guijarros que se desprendían del suelo, chocando con raíces y arbustos, subiendo. Cargado con Tobía y Amelia le costaba más, pero la joven no quiso que el tuké tratara de escapar por su cuenta, sin ayuda. El joven los perseguía saltando los obstáculos, conocedor del terreno.
El troga tenía las manos ocupadas, asfixiando a un enemigo y defendiéndose del otro, y vio con preocupación que del aire surgía una luminiscencia y luciérnagas brillantes, que se solidificaron en una figura nebulosa. El aire tembló y la figura se aclaró mientras desaparecía el resplandor.
Bulen contempló la escena con serenidad.
–Veo que tienes todo controlado –comunicó a la mente de Grenio, hablando con ironía, a la vez que se desvanecía tal y como había llegado.
Recuperándose de la sorpresa, Grenio se dio cuenta de que había sido herido en un brazo. Tenía que soltar al kishime, que aún se resistía a ser asfixiado, para utilizar su mano hábil. Lanzando un gemido de frustración, arrojó al kishime contra el piso. Este cayó de rodillas, tosiendo. El otro ya lo atacaba a gran velocidad. Apenas pudo esquivar un golpe y el próximo lo hirió en el hombro izquierdo. Entretenido en la lucha, no se dio cuenta de que el otro kishime ya no estaba en el lugar donde lo había arrojado. De pronto, se vio aferrado por detrás del cuello. El kishime parecía alargar sus brazos para poder apresarlo, y eran tan inamovibles como una piedra. Grenio sintió asco al estar tan cerca de su enemigo, como si algo se revolviera dentro de su pecho. Se resistió con sus puños al ser atacado de frente por el otro kishime, logrando sacarle la espada de la mano con un tirón. La hoja salió volando y se fue a clavar a varios metros de distancia. Pero aún sin su arma, el kishime no se preocupó porque tenía otros métodos. Pasó su mano frente al rostro de Grenio, que seguía inmovilizado, y brotó un haz de luz y calor que lo cegó. El otro kishime lo soltó y se tambaleó, con un dolor que parecía pasarle de los ojos al cráneo, quemándole la cabeza. Arrodillado, se colocó una mano sobre los párpados chamuscados. Estaba indefenso frente a dos enemigos. Percibía su olor y presencia pero no podía verlos. No atinó a huir, atontado brevemente por el dolor.
El caballo se frenó con brusquedad, lanzando un chillido. Amelia se sostuvo apenas, advirtiendo a la vez que se habían dirigido hacia un barranco. Delante de ellos se abría una cavidad oscura, de la que no se veía el fondo, de unos tres metros de ancho.
–Tenemos que saltar –dijo Tobía, luego de bajarse del caballo y pararse en el borde del barranco–. Tomar carrera y hacer que salte.
Amelia miró atrás preocupada, no muy convencida de su idea además. Sentía pasos acercándose con ligereza. No tenían tiempo de intentar esa maniobra. El joven apareció frente a ellos, amenazante. Tobía se acercó y se colocó delante de la joven, protector. El caballo relinchó. Amelia notó la espada colgada junto al lomo del animal. Ahora era un momento donde reconocía que necesitaba conocer su uso.
Tobía tragó saliva al ver adelantarse al joven. Quería protegerla, pero dudaba de sus capacidades, llegada la hora del enfrentamiento. ¿Qué haría, lanzarse contra el hombre o esperar que él intentara algo?
Sorprendiendo a los tres, el aire se enturbió entre ellos, tapándoles la visión, y una figura se interpuso entre el kishime y el monje. Amelia se dio cuenta de que conocía a esta persona. El íncubo se detuvo, preguntándose qué hacía aquí otro kishime. Bulen levantó un brazo y lanzó una descarga de energía contra el joven, que salió volando por la onda expansiva y terminó inconsciente entre los arbustos. En esa forma humana, no tenía ninguna fortaleza. Bulen se volvió, y pasó junto a Tobía, que estaba fascinado, y Amelia, que lo miraba con admiración, sin decir palabra. Caminó hacia el barranco y lo cruzó de un salto como si flotara en el aire, alejándose luego por el otro lado.
El caballo relinchó y bufó, impaciente. Luego comenzó a regresar por el camino que habían seguido. Amelia intentó detenerlo.
–Vamos a seguirlo –sugirió Tobía–. Confío en su instinto, ya debe haber pasado el peligro.
–O no quiere que lo obliguemos a saltar.
Grenio sintió de nuevo la sensación de náusea, como un revoltijo en el pecho. El corazón le latía con fuerza, nunca había estado en una situación de tanta desventaja. Podía morir. Todas estas sensaciones se cruzaron por un momento en su cabeza y a la vez, empezaron a zumbarle los oídos. No veía, no olía, no escuchaba, estaba en un pozo negro como si estuviera inconsciente y sin embargo, notó que podía percibir lo que sucedía a su alrededor como si lo imaginara en su cabeza y su cuerpo respondía automáticamente como si supiera de antemano lo que tenía que hacer.
Luego de cegarlo, el kishime vio que su compañero lo soltaba y el troga caía arrodillado, sosteniéndose la cabeza. Se puso de acuerdo con su colega y le cedió el puesto, para que le cortara la cabeza. El otro kishime se acercó resuelto, levantó su espada en alto y la descargó sobre el cuello del troga. En el instante en que la hoja relampagueaba sobre él, Grenio se movió muy rápido hacia atrás, salvando su cabeza, y sin ver, tomó al kishime del brazo. El otro le lanzó una onda de calor pero en lugar de quemarlo, la luz pareció rebotar en torno al troga como si un escudo lo protegiera y le devolvió el golpe. Atónito, el kishime recibió su propia energía y luego vio cómo el troga ensartaba a su compañero con su propia arma. Al ver su cuerpo inerte caer arrodillado, sostenido por la espada que atravesaba su cabeza, y la extraña invulnerabilidad del troga a sus ataques, el kishime resolvió desaparecer de allí.
Grenio dejó de sentir el zumbido de la sangre en sus oídos y volvió a escuchar normalmente, así como a oler y entendió que por un rato, su cuerpo parecía no haber estado bajo su voluntad. Se preguntó qué le habría pasado. Caminó unos pasos, pero ahora no veía nada y no tenía la misma percepción de antes. Se detuvo. Escuchó pasos, pero no eran kishime por lo ruidosos. Luego voces.
Amelia se detuvo pasmada junto al campamento. Nunca en su vida había imaginado que iba a presenciar escenas de ese tipo. Lo que primero llamó su atención fue la figura inmóvil del kishime, la sangre casi negra resbalando de su quijada a sus ropas blancas y la punta de la espada que le salía por la parte de arriba del cráneo. Sus brazos, su rostro, su mano que aún sostenía la empuñadura, parecían tan frágiles, infantiles, casi etéreos como si su carne estuviera a medio camino entre el mundo material y el místico.
Tobía se acercó al troga, notando algo extraño en su semblante.
–¿Jo sri? –le preguntó, mirándolo fijo.
Grenio gruñó y lo apartó de un manotazo. Tobía se apartó rápidamente, comprendiendo enseguida:
–¡No puedes ver nada!
Cáp. 4 – El sueño
El humano caminaba agobiado por el calor y el peso de la armadura. El sol quemaba las piedras y el polvo del desierto. Todo era marrón. El horizonte, la bestia de carga que llevaba sus armas, él mismo, nada tenía límites en este paisaje. Luego de largo rato, y una interminable caminata, el hombre divisó otra cosa que hervía en el desierto, a lo lejos. Era una figura que también hacía su cansino recorrido en el sofocante paisaje, desafiando a la muerte. El hombre siguió la figura como un faro en la noche.
La montaña, árida, inhóspita hasta su pico nevado, era la más alta de un macizo que se elevaba inesperadamente en ese desierto espacioso. Las dos figuras seguían en la lenta persecución. La bestia de carga del hombre había perecido días antes, él cargaba su espada y sus alforjas sin descansar. La figura que seguía se había percatado de su presencia y se apresuraba, sin poder perderlo. Desesperada, trataba de llegar a un lugar seguro, rezando por que el hombre cayera extenuado. Como en un mal sueño, la distancia nunca se acortaba, y nunca se alejaba.
El calor disminuía a medida que subían. El hombre se arrodilló junto a un charco formado por el anterior deshielo, contempló su rostro, cansado, hastiado de la eterna persecución. Como si se viera por primera vez, se llevó una mano al rostro barbudo, y miró unos ojos tristes, porque seguía porque no sabía cómo detenerse. Tal vez fuera la última vez y alguien terminara con su vida.
Con esta esperanza entró en una gruta, húmeda y fría, que se abría en un lado de la montaña. Sus pies resonaban al ser arrastrados pero al ver una luz al fondo, comenzó a avanzar con sigilo, la espada empuñada con ambas manos. La fuente de la luz era una fogata que iluminaba a una figura, alta y pesada, echada boca abajo, cubierta por una manta gris. Por debajo de la manta, sobresalía una cola escamosa. El hombre alzó su espada y la clavó sin compasión en la durmiente. Al momento lanzó un alarido y se sacudió, despertándose sólo para agonizar, y luego otro grito más agudo taladró los oídos del humano, atrayendo también a otro ocupante de la cueva.
–¿Qué has hecho? –preguntó una voz ominosa, resonando dentro de su cabeza.
–Termino con lo que te prometí. Acabo con tu familia como tú acabaste con la mía –el humano se puso en posición para pelear, pero si antes había actuado sin sentimiento, ahora la emoción lo embargó–. ¿Por qué? –gritó, imploró saber.
El troga tomó su espada y pareció aceptar el desafío, luego de echar una última mirada a la hembra muerta, enroscada sobre sí misma.
–¿Por qué lo haces tú? ¿Venganza? –retumbó la voz en su cabeza–. ¿Qué clase de venganza te lleva a matar a una madre?
El humano miró a su víctima, sin comprender. El grito más agudo. La hembra había muerto sin queja, enroscada en su lecho, rodeando aún con su calor y protegiendo con su cuerpo a la pequeña cría que gemía débilmente junto a su cuello, percibiendo la quietud extraña de su madre.
El hombre sintió arqueadas y cayó, sostenido de su espada, aferrando la empuñadura hasta que sus nudillos quedaron blancos, en su esfuerzo por contener el vómito y las lágrimas. Antes era un cascarón vacío, ahora era un ser despreciable. Ya ni siquiera sentía la rabia contra este ser que lo había impulsado en una venganza increíble. Y estaba enojado, muy enojado. Gritando, se alzó listo a pelear hasta terminar, aunque derramara la última gota de su sangre, no volvería atrás, pues ya sólo podía continuar. Uno más, sólo tenía que matar a uno más. El troga lo esperó, resignado, viendo que el hombre no pensaba detenerse y que esta era la última pelea.
Tobía y Grenio se hallaban sentados junto a una pequeña corriente de agua, que serpenteaba entre rocas y hierbas por una ladera de la montaña, bajando fresca del manantial. La sombra era agradable y se escuchaba el zumbar de los insectos y el murmullo de otros animales pequeños ocultos entre los matorrales.
Tobía intentaba convencer a Grenio de que podía curarlo, y discutían sobre el asunto cuando notaron que Amelia se quejaba.
La joven estaba aún dormida, aunque la mañana ya estaba avanzada, agotada por la impresión de la noche anterior. Habían avanzado poco, pero luego de cruzar las fuentes del Nahiesa, bajarían y seguirían el camino hacia el este. Amelia se removió inquieta, murmuró unas palabras y se despertó sobresaltada. Grenio había vuelto la cabeza hacia ella, y Tobía lo miró, ambos sorprendidos.
Amelia recordó donde estaba y se incorporó, dando un suspiro. Luego fue al río a lavarse el rostro y se paró junto a ellos, preguntándose qué hacían.
–Tiene la piel quemada y los párpados pegados, es lo que hace que no pueda abrir los ojos –explicó Tobía–. Estaba pensando que si el agua sola no servía, tal vez separándolos con esta daga, luego la piel cicatrizaría en su lugar y podría ver de nuevo.
–Mmm... No es que me interese mucho lo que le pase, pero ¿no será mejor que lo vea un doctor o algo así? –replicó Amelia, inclinándose para ver mejor el daño.
Se percató de que nunca había estado tan cerca del troga, a no ser cuando la capturó en la Tierra, y siendo de noche, y después por temor, nunca le había dado un buen vistazo a su apariencia. El rostro tenía una franja de piel endurecida por la quemadura en torno a los ojos, que presentaban un aspecto de tejido enfermo y pegajoso. Luego de registrar la herida, la joven se fijó en sus rasgos: era muy similar a un humano, con ojos, nariz y boca, si bien parecía sufrir los efectos de un boxeo violento, con la nariz ancha y una mandíbula gruesa, pues debía de contener dientes grandes y afilados. También se fijó en que la piel de tono muy oscuro mostraba algunas manchas alargadas que, atravesando la frente y ambas mejillas, relucían con la luz en un tornasol más claro.
–Ah... se parece a la de mi sueño –murmuró.
La imagen de la troga muerta. Era calva y tenía franjas matizadas que le cruzaban la cabeza desde la frente hasta la coronilla.
–¿Un sueño? –repitió Tobía, dejando un momento el cuchillo con el que quería practicar cirugía casera con su mano temblorosa–. Mateus mencionó algo sobre eso ¿no? ¿Por qué no me contaste sobre tus sueños?
–¿Para qué querías saber? –replicó ella, sentándose junto al río. Luego suspiró y prosiguió, cambiando a un tono apesadumbrado–. Bueno, de todas formas... Creo que estuve soñando con mi antepasado. Antes no estaba segura, pensaba que sólo eran pesadillas, pero hace un rato... Tuve un sueño tan real, como si estuviera pasando en este mismo momento.
Recordó que en el sueño, no sólo parecía otra persona como las veces anteriores, sino que al mirarse en el estanque veía el reflejo de esa persona.
–Había un hombre... un guerrero con una armadura muy antigua, y creo que llevaba una espada idéntica a esa –contó, mirando la empuñadura que en el sueño apretaba. No era igual, era la misma–. Pero entonces... –añadió con un sentimiento de desolación, se levantó y sacudiendo la cabeza, exclamó–: ¡Es horrible! ¡En verdad cometió crímenes que merecen la muerte!
La joven se detuvo, en blanco, escuchando los ecos se su propia voz. Tobía estaba preocupado. Las palabras de Mateus volvieron a su mente, desmintiendo todo lo que él creía sobre la profecía. Ya no le parecía una causa de orgullo y satisfacción haber encontrado a la joven de la profecía. Los kishime los habían tratado de asesinar dos veces por causa de esa profecía. Ahora esta joven hablaba dormida en un idioma que no debería conocer y decía soñar con un guerrero que había desaparecido hacía quinientos años. Después de todo, esto realmente podía ocasionar males para su mundo; además del sufrimiento de Amelia.
Tobía contó lo que pasaba a Grenio. Este no pareció sorprenderse y en lugar de preocuparse por ideas raras de un monje, como consideraba la teoría de Mateus, dijo que debían tener cuidado con los kishime.
–Pero ese Bulen... nos salvó –replicó el tuké.
Sulei estaba en el balcón del palacio kishime, y con los ojos fijos en el lago pero sin ver nada, pensaba en el futuro con una sonrisa en los labios. Uno de sus sirvientes se le acercó. El kishime atajó su prisa al verlo tan concentrado y esperó a que Sulei le prestara atención.
–Gosu e sofú li kishu a lime –informó el recién llegado.
–Gekimi.
Sulei partió decidido, incluso a interrumpir la sesión del consejo supremo de los kishime, el Kishu, resolviendo que las constantes partidas que enviaba para acabar con la joven humana, entorpecían sus planes. Bulen había sido reconocido por el sobreviviente del último ataque. Por suerte, no lo habían visto actuar, sólo les extrañó su presencia. Sulei subió la amplia escalinata blanca y se detuvo junto al umbral de acceso al patio interior. En la galería ya había un grupo de kishime que escuchaban desde allí las discusiones que se daban en el interior.
Sentados en unas sillas dispuestas en semicírculo, a cielo abierto, en un patio rodeado de estrados y columnas esculpidas con hojas y flores, sesionaba el consejo en pleno. Habían convocado a una asamblea de todos los kishime de alto rango y los diez habían concurrido, más por curiosidad que por certera preocupación. La posibilidad de un evento mítico y catastrófico como la profecía auguraba, despertaba su morbo, los sacudía de su habitual aburrimiento. En las gradas, había unos cuantos sirvientes y kishime de segunda jerarquía a los cuales se les había concedido permiso de entrar para dar su testimonio. Entre ellos estaba Zilene, que en ese momento contaba cómo el troga había repelido el ataque. El aura que emanaba de él era tan poderosa, decía, que había decidido cejar en su intento de matarlo y regresar.
Sulei entró al patio, con lo que se ganó la mirada de desaprobación de varios del consejo.
–File Kishu –habló con humildad, a fin de ganarse la cordialidad de la asamblea–. Disa e li kokume ti fagame to pelüshi. A sofú shaké.
Luego de consultar entre ellos por medio de un instrumento de cuerda que se iban pasando y haciendo sonar, el Kishu se pronunció:
–Te ofreces a efectuar esta tarea, Sulei, aunque está por debajo de tu rango –habló quien se sentaba en el centro del semicírculo, Koshin–. Apreciamos tu compromiso y te encomendamos evitar la profecía.
Sulei se retiró con una pequeña inclinación de cabeza y pasó, tratando de no mostrar su satisfacción, entre los kishime que ahora se habían amontonado en la galería de entrada. Luego salió del palacio por una escalinata que terminaba en medio del bosque y caminó hasta su residencia, un pabellón alargado donde tutelaba a sus partidarios. Un sirviente lo saludó con entusiasmo y lo acompañó al interior, hacia un extenso salón de techo abovedado, lleno de poltronas y divanes, con ventanas que cubrían toda la pared de un lado permitiendo disfrutar la visión del bosque y el lago sin tener que dejar el resguardo.
En el momento, el lugar se hallaba en penumbras y parecía solitario, pero Sulei avanzó y se detuvo junto a un sillón curvado donde encontró a Bulen, con los ojos cerrados, hundido entre los pliegues de su túnica. Sulei le preguntó al sirviente si ya había tomado su baño, viéndolo tan débil. El sirviente asintió y se marchó.
Bulen se despertó con las voces. Se incorporó despacio. El viaje hasta donde se hallaba el troga lo había agotado, había usado mucha energía y había necesitado varios intentos para seguir su rastro y alcanzarlo.
–Estuve en el Kishu.
–¿Hablaron de mi? –Bulen se había asustado, pensando que tal vez había puesto en peligro a Sulei por su torpeza.
–No... No te preocupes más y descansa mejor. Ahora, seremos los encargados de terminar con la profecía. Mañana nos marcharemos al sur, así no gastamos tanta energía con cada viaje.
–¿Qué? ¿El Consejo nos encarga que los matemos y te parece bien?
La respuesta de Sulei lo dejó más confuso: –No, el Consejo no nos encargó eso. Yo lo solicité.
Cáp. 5 – Noche fría
Pasado el valle del Nahiesa en su extremo más fino –una tierra pródiga, verde, perfumada de flores silvestres, regada por muchos riachuelos, y poblada, lo que alegró a los humanos porque podían conseguir comida y alojamiento por hospitalidad– tuvieron que atravesar otra zona árida. Esta vez ni pasto había en el desierto pedregoso, y luego de un par de días, los humanos empezaron a ver con preocupación una extensión de tierra que no acababa nunca.
–¿Estamos perdidos? –preguntó por centésima vez Amelia, luego de chequear la carga de alimento y agua y ver que quedaba muy poca–. ¿Sabes leer el mapa o estamos dando vueltas en círculos? Esa piedra se parece a la de hace un rato.
–Las piedras son todas iguales –replicó Tobía, que iba delante de ella–. Además, yo lo sigo a él.
Grenio encabezaba la marcha pero a unos cien metros, por lo que podía inferirse que no quería estar con ellos. Al menos, se consoló la joven, desde que empezaron el viaje no había hecho ningún intento de amenazarla. Ahora entendía, hasta cierto punto, que alguien quisiera vengarse por lo que había hecho Claudio, si se acercaba tan sólo a lo que había visto en el sueño. Pero no tenía por qué echarle la culpa a ella, que había nacido en otra época, en otra tierra, y no tenía la más remota idea de su conexión con ese hombre. Ojalá que comprendiera esto y la dejara en paz. Por otro lado, la idea del Gran Tuké de que el descendiente de Claudio volvería a pagar la deuda, le parecía improbable. ¿Qué tipo de reparación se le podía dar a una persona luego de acabar con toda su familia? ¿Qué se le podía ofrecer a un huérfano para sustituir a una madre? ¿Qué pensaría ella si le hicieran algo así a su familia?
Amelia movía los pies como una autómata, cabizbaja, mientras iba cavilando. Por eso no se dio cuenta de que Grenio se había parado a esperarlos hasta que escuchó a Tobía hablar en su idioma.
–Satla –le había comunicado el troga, con lo que Tobía se puso a mirar hacia todo lados, preguntándose dónde veía el mar.
Sus ojos habían sanado rápido, en un par de días, y no le habían quedado ni siquiera cicatrices. La piel seca se le había caído y sus párpados recompuesto como nuevos.
Grenio le contestó que no lo veía, que se sentía el murmullo y el olor en el aire. La tarde se había puesto plomiza, el cielo cubierto de nubes grises que venían del océano pero que pasaron de largo sobre sus cabezas, impulsadas por un viento perfumado a sal y yodo.
Faltaba muy poco para llegar a la tierra de los troga. Allí encontraría noticias de Fretsa o su grupo, y contaba con poder sacarles por qué se metían con él, y si trabajaban para alguien. Esto le daba nuevas fuerzas, y acelerando el paso para llegar más rápido a la costa, pronto se alejó tanto de los humanos que estos lo divisaban como un punto negro en el horizonte.
–Tobía –comenzó Amelia, un poco incómoda porque se venía la noche y no se veía ningún refugio, y la temperatura empezaba a bajar–, dime ¿cómo crees que nos van a recibir a nosotros dos en ese lugar? ¿No es peligroso que vayamos?
–Seguro que es peligroso para un humano ir a meterse en la madriguera de los troga. No creo que ninguno de nosotros haya puesto nunca un pie en Frotsu-gra. Pero, creo que estaremos bien.
–¿Por qué? ¿Acaso estás esperando que este nos de una mano? Ya ni lo veo; creo que nos quiere perder en el medio del desierto.
–Ah, eso es probable –sonrió Tobía–. Pero no, creo que estaremos bien porque Mateus nos envió, y no lo habría hecho si fuera una muerte cierta.
–¿Confías tanto en él? –preguntó ella asombrada, recordando la forma en que los abandonó apenas encontrarlo.
–Sí, porque fue mi maestro, el que me enseñó todo.
Amelia ahora podía entender que le tuviera confianza, y además veía por qué tenían cosas en común, como ser tan despreocupados. En cambio, ella temblaba de pensar que tarde o temprano, se encontraría en un lugar lleno de seres como Grenio, y ningún humano.
El caballo resopló, cansado de llevar sus cosas, aunque en los últimos días su carga había disminuido bastante pues ya no tenían comida y una sola botella de agua. La tarde se había vuelto noche y el viento empezó a soplar mucho más fuerte. Cubriéndose la cabeza con un pañuelo, Amelia gritó a Tobía que se detuvieran allí. Tobía buscó al troga, lo llamó, pero este no respondió.
–¡Vamos a morirnos de frío, no podemos encender una fogata! –gritó Amelia a través del helado azote, dándose cuenta de que estaban en un descampado, sin lugar para protegerse del viento y hacer fuego.
–Vamos a quedarnos juntos –sugirió el tuké, acercándose a su oído–. Con el animal y todas nuestras ropas, podemos esperar la mañana.
La noche no era tenebrosa para muchos troga que tenían buena visión nocturna. Entre las sombras estaban protegidos, se sentían más seguros, eran los cazadores. Tavlo tenía la fuerza de un toro, y era tan macizo como uno, por eso no temía al viento. No existía la ráfaga de viento que pudiera moverlo de su lugar. Además, esa noche tenía un objetivo que lo hacía apurarse a través del inhóspito desierto, porque tenía que cazar una presa muy especial. Le habían dicho que no tenía mucho tiempo. El día anterior no había tenido suerte en captar el rastro, pero esta noche se tenía confianza.
Amelia había caído dormida, arrebujada entre unas mantas, recostada contra el vientre cálido de su caballo. Tobía seguía despierto, alerta, asustado porque no podía ver más allá de cinco centímetros de su nariz. No podía ver ni el rostro de la joven que sentía respirar profundamente a su lado. Y todo el paisaje era como un vacío negro. Para colmo de males, al aullido del viento comenzaron a sumarse gritos escalofriantes, llamadas de criaturas vivientes que no podía reconocer.
De pronto el viento paró. Tobía se sintió más calmo, notando que el frío en su cara ya no era tan intenso. Si hubiera sido más atento, se habría percatado de que también se habían callado los animales nocturnos, señal de que un cazador más peligroso que ellos rondaba cerca.
Estaba cayendo rápidamente en un sueño cuando unos ruiditos, como pisadas próximas, lo sobresaltaron. Tobía se enderezó, para oír mejor. En ese momento algunas nubes se apartaron y los rayos de luz lunar le permitieron distinguir una sombra sólida erguida a unos metros de donde estaba sentado. La miró con curiosidad, y luego asombro, al notar que se trataba de una persona de más de dos metros, casi tres, con una espalda ancha y abultada y unos brazos como troncos. Se aproximaba. Su rostro estaba a trasluz pero podía sentir su mirada, erizándole la piel de la nuca, y su aliento sibilante entre los dientes. El troga salvó los últimos metros entre ellos y lanzó un brazo contra el tuké, alzándolo por el cuello como si se tratara de un muñeco de trapo.
Tobía apenas atinó a lanzar un grito que quedó ahogado en su garganta.
–¡Am...!
El caballo fue el primero en reaccionar, resoplando. Estaba muy débil para pararse.
La joven se despertó de su tranquilo sueño, se volteó hacia el tuké y notó que no se hallaba a su lado. Enseguida se le fueron todos los rastros de sueño, viendo a este nuevo ser que los atacaba, que tenía un rostro con cuernos que le paralizó el corazón. Parecía sacado del infierno. Al momento recapacitó que se trataba de un troga y que tenía que hacer algo para ayudar a Tobía.
Tavlo se había arrojado sobre su víctima sin notar que había más de un humano. Lo primero que vio fue el rostro pálido y angélical de Tobía dormido y se acercó a cazarlo. Al reaccionar el humano, él también lo hizo y lo levantó del cuello. En el acto, pensó que era un poco extraño, porque a él le habían dicho que tenía que traer a una mujer joven que andaba con Grenio, y aunque este olía a troga, en su mente no cuadraba la idea de una mujer medio calva.
Pasado el momento de indecisión, se sorprendió al escuchar.
–¡Alto!
Amelia sorprendió al troga y también a Tobía con la decisión con que gritó su orden, sosteniendo la espada en dirección a Tavlo.
El troga soltó al tuké, que cayó todo desmadejado y sin aire, y se volteó hacia ella. La joven titubeó al enfrentarse con un troga que la superaba cuatro veces en su tamaño. La punta de la espada osciló hacia el piso, sus brazos vencidos por el gran peso que sostenía a pura fuerza de voluntad.
–¿Q-qué quieres? –lo atajó, retrocediendo a medida que él avanzaba.
Esta debía ser, calculó Tavlo. Por la forma de sostener la espada, se veía que no sabía utilizarla. Además, no debió dudar y usarla en el primer instante. Pero esta joven no despedía ningún instinto asesino ni peligrosidad, sólo era desesperación por ayudar a su amigo. El troga mostró los dientes, festejando con antelación, y alzó un brazo dispuesto a descargar un columnazo sobre ella y exterminarla.
Una luz que lo cegó interrumpió su acción, obligándolo a taparse la cara con un brazo.
El viento y la sensación de cambio de presión en el aire le resultaron familiares a Amelia, mientras la luz se disparaba a sus espaldas y se desvanecía.
Grenio apareció con aire confuso, miró dónde estaba, vio a la joven frente a él, y más allá al troga y exclamó:
–¡Onia! –en un segundo se dio cuenta de la situación y agregó, adelantándose–. Cho... pogasa su fo avla.
Amelia no sabía qué intenciones tenía Grenio. Seguro estaba hablando de ella, y su aparición había sido una bendición, pero qué haría ahora con el otro troga, no se lo imaginaba. Por las dudas, se corrió despacio y ayudó a levantar a Tobía, quien había observado atónito cómo Amelia era salvada en el último segundo.
Tavlo consideró, antes de contestar algo. Grenio era más pequeño que él y tal vez le podía ganar en una pelea, pero después de haber visto esta magia que poseía, no se atrevía a medirse con él.
–¿Te mandó Fretsa a detenernos? –preguntó Grenio, viendo que el otro no decía nada.
–Fra –negó el otro, no atreviéndose a mezclar el nombre de otro clan en una mentira–. Soy cazador, encontré a estos humanos... si tú no cuidas a tus presas, cualquiera puede venir a tomarlas.
–¿En serio? ¿Quién eres?
–Tavla.
–Ese es el nombre de un cazarrecompensas que fue expulsado de Frotsu hace décadas –murmuró Grenio, acercándose al troga que le sostuvo la mirada–. Entonces, no estabas cazando simplemente...
–No, tienes razón, jre Grenio –replicó el otro, poniéndose en posición, aunque no estaba seguro de querer una pelea con este troga–. Oí que había una buena recompensa a cambio de la cabeza de la humana que viaja con Grenio. No sabía que era tu famosa enemiga. ¿Qué piensas hacer con ella que la mantienes con vida? –agregó con sorna.
Grenio se dio media vuelta y contestó con indiferencia:
–Ni pienses que voy a pelear con alguien que se vende para otro.
Humillado, Tavlo se debatió entre atacarlo o irse de allí. Al final, se marchó, para alivio de los dos humanos que seguían expectantes sus movimientos.
–Después de todo, es un encargo de otro, como tú dices. Ya nos veremos más adelante, si mejora el precio por alguno de Uds.
Cáp. 6 – La ciudad troga
Del miedo que sentía por cómo los fueran a tratar, Amelia se había olvidado apenas cruzaron las dunas y se encontraron frente al poblado de Frotsu-gra. El día estaba encapotado, el cielo cubierto por gruesos nubarrones y una brisa constante soplaba del mar. La masa oceánica de color acero tranquilizó a la joven por su parecido con la Tierra. Podía ver algunas islas pequeñas, cubiertas de rocas y vegetación. Primero pasaron por diversos monumentos de piedra, pilares y círculos, esparcidos entre las dunas y las rocas. Luego entraron en la península, una colina que se adentraba en el mar, donde se asentaba el grueso de la ciudad, un cúmulo de edificios circulares, altos, con techos en forma de colmena. Aún con esa luz apagada, sobre los edificios de piedra gris relucían pedazos de mica y cerámica formando hermosas figuras. Las calles estaban pavimentadas con adoquines y en esa mañana se podía apreciar el movimiento.
Amelia se encontró recorriendo las calles entre los habitantes troga, que la miraban con más asombro y recelo del que ella misma sentía. Algunas ventanas se cerraron a su paso, y un grupo de curiosos los seguían. Grenio se encaminó sin dudar ni preguntar a nadie su opinión, hacia una taberna en el centro de la ciudad, donde sabía que podía averiguar de cualquiera en la ciudad. Atados en un poste frente al lugar de reunión, había un grupo de animales más grandes que caballos, con pelo largo y blanco que los cubría de la cabeza a lo pies, y pezuñas gigantes, que la joven no pudo identificar con nada que conociera. Allí colocaron a su fiel caballo, para que comiera y bebiera a su gusto. El animal miró brevemente a sus compañeros, como midiendo sus capacidades, y satisfecho consigo mismo, se puso a beber. Amelia, que no se separaba de la manga de Tobía, miraba con aprehensión a un grupo de trogas que murmuraba allí cerca. Grenio los fulminó con la mirada y sin mediar palabra, entró a la taberna.
Pasando una cortina azul, se entraba al salón principal de la planta baja, un gran círculo de tierra apisonada con algunas mesas largas para los festejos. De allí partían escaleras estrechas hacia los pisos superiores, donde se podían encontrar todo tipo de servicios. Estaba mal iluminado por un montón de lámparas de aceite que despedían un perfume sofocante. Ahora sólo una mesa del fondo estaba ocupada por un par de trogas que conversaban confidencialmente. Grenio se dirigió hacia una puerta abierta que conducía a un cuarto pequeño sin ventanas, donde el administrador se hallaba concentrado en contar una bolsita de piedras de cuarzo.
–Ja... cho Froño.
El clan Froño ofrecía una gran variedad de servicios que habían aumentado desde que los troga se habían visto constreñidos a vivir en aquel lugar alejado: prestaba bestias de carga, ofrecía mano de obra para el que necesitara arreglar su vivienda, hacía préstamos y empeños, intercambiaba cosas exóticas, piedras y cuarzo, ofrecía bebidas y comida en su salón, prestaba el lugar para reuniones entre clanes, arreglaba casamientos y lo que surgiera. También se podía estar al tanto de todo lo que sucedía en Frotsu-gra.
–Ah... cho Grenio –respondió el troga, levantando la cabeza sorprendido–. ¿Cuándo volviste a la ciudad?
–Acabo de llegar. Pero no vengo de visita. Supongo que tú, o alguien de aquí sabe dónde está Sonie Fretsa, o alguno de su grupo.
El troga lo condujo de vuelta al salón principal, considerando su pregunta. Sabía donde estaba la jefa de esos guerreros, pero se trataba de un grupo peligroso y, aún a riesgo de su honor como proveedor de servicios, tenía miedo de perder la vida. A los dos parroquianos que Grenio había visto al entrar, se habían sumado un par de jóvenes, que aguardaban parados en medio del vapor de las lámparas a que vinieran a recoger su mercancía, dos fardos de especias.
–Era eso... creí que te habías enterado del rumor de que los kishime están comprando... –decía Froño.
–¿Tu eres el famoso jre Grenio? –interrumpió uno de los recién llegados, acercándose al par con auténtica admiración.
Grenio asintió. El administrador lo iba a reprender por interrumpirlos, pero el joven se apresuró a explicar: –Creo que esos humanos que están afuera son tuyos... Porque estando prohibida su entrada en la ciudad, hay unos guerreros ahí afuera que...
Grenio ya se había dirigido a la puerta, fastidiado con esos dos que no sabían quedarse quietos. Atravesó la cortina azul, seguido por Froño quien no se quería perder de nada.
Por un rato, Amelia había notado que los troga se reunían a discutir entre ellos pero no parecían dispuestos a acercarse a ellos, como si les tuvieran asco o temor. Notó además que estos troga estaban mejor vestidos que los que había visto antes. Sus apariencias variaban, algunos tenían cola y otros cuernos, y otros tenían un rostro casi animal, pero no resultaban desagradables. Todos eran grandes, hombres y mujeres fornidos.
Pero al fin, un par más atrevidos que el resto, decidieron aproximarse para saber cómo habían llegado ahí y para qué. Tobía les respondió, simulando calma, que los habían traído por buenas razones, y que buscaban algo que habían perdido. Los dos trogas no parecieron conformarse con esto, ni siquiera al mencionar a Grenio. Se miraron entre ellos y Tobía no perdió el tiempo en recurrir a su carta oculta. Sacó de entre sus ropas una bolsita de tela y la sostuvo frente a la cara de los trogas, que la olieron con cuidado e hicieron una mueca.
–¿No es el polvo anti demonio? –preguntó Amelia, alarmada–. ¿No se lo irás a vender a ellos?
–Claro... como polvo anti kishime –sonrió Tobía, satisfecho con su idea.
Los troga parecieron considerarlo y dudando todavía, uno de ellos le arrebató la bolsita de las manos. El paquete se rajó y el polvo se esparció en el aire. Amelia estornudó. “Es pimienta...” Los troga lo aspiraron y les provocó una fuerte reacción en los ojos y nariz, más sensibles que la mucosa de los humanos. Tobía contempló como fracasaba su plan, cuando uno de ellos se lanzó contra él, rabioso. Amelia se apartó y en el mismo momento, vio pasar por su lado a otro que la dejó helada.
Un troga, que había estado viendo la escena de lejos, se interpuso entre el enojado guerrero y Tobía, convenciéndolo de que no debía destruir a una presa humana de otro clan.
–Es ese... –susurró Amelia, tratando de llamar la atención de Tobía, que estaba parado tranquilamente junto a Raño, los ojos fijos en los otros dos, que sacudían la cabeza–. ¡Tobía!
En ese momento llegó Grenio y el resto se abrió para dejarlo pasar. Una verdadera multitud, casi todo el poblado, se había concentrado en la plaza frente a la taberna.
–¡Grenio! –exclamó Raño con cierta emoción, acercándose a él.
–¿Qué haces aquí? –replicó Grenio con frialdad–. ¿Y Uds.? ¿Quién osa meterse con estos dos? Bueno, con el bajito pueden hacer lo que quieran, la joven es sólo mía.
–Ey, yo entiendo tu idioma –se quejó Tobía, adelantándose y hablando para todos–. Además, somos tus compañeros de viaje. No nos puedes tratar así.
Un murmullo se extendió por la multitud de trogas, que se vieron sacudidos por estas palabras. Notando todas las miradas fijas en él, Grenio deseó que se abriera la tierra bajo sus pies, o al menos haberle arrancado la lengua a este humano tonto. Ahora todos creían que él estaba con los humanos.
–Solo viajamos en la misma dirección –gruñó.
Algunos trogas se animaron a exigir a gritos que los echaran a todos. Y otros siguieron con que debían lanzarlos al mar o a las fieras para deshacerse de su contaminación. Dispuesto a enfrentarse con cualquiera, Grenio sacó la daga.
–¿Quién armó este lío? –preguntó una voz clara, alzándose entre los murmullos.
La gente se abrió para dar paso a una troga de piel gris-verdosa que se acumulaba en pliegues en un rostro y aparentaba tener mil años, e iba vestida con una túnica larga amarilla bordada en negro. Sus rasgos parecían esculpidos en piedra, pero transmitían más sobriedad, inteligencia y dignidad que el resto. Los ojos castaños, hundidos en sus cuencas, estudiaron al grupo con interés. Raño seguía junto a Grenio, apoyándolo. Atrás, los ocupantes de la taberna habían salido a ver el espectáculo. El troga centro de atención estaba alerta, indignado, listo para pelear. Junto a él, Tobía sonreía sarcástico, y con rostro preocupado, Amelia trataba de calmar al tuké.
La joven le devolvió la mirada a la anciana, aunque tenía un miedo terrible por no saber lo que sucedía. Enseguida percibió algo distinto en esta troga y su rostro se distendió. El resto de la multitud parecía calmarse también.
–Sonie Vlogro... –susurró Grenio, bajando un poco la cabeza.
–Has vuelto, jre Grenio. Acompañado, según veo, por el humano del que buscabas venganza tanto tiempo... sólo que es una mujer. ¿Por qué la traes contigo? ¿Vienes a buscar consejo a la cabeza de los clanes?
Grenio inspiró profundo y guardó la daga.
–Sí. Espero que Uds. me den algunas respuestas.
Cáp. 7 – Los ancianos
En el camino a la residencia del clan Vlogro, Amelia había quedado maravillada con la vida de estos seres. Siempre había considerado al troga como una bestia violenta, que se llevaba bien sólo con los animales y tenía costumbres poco sofisticadas. Pero el poblado tenía aspecto de ser una ciudad antigua, con sólidas casas y mucho arte en su diseño. Los trogas mostraban mucha actividad pero no había violencia ni griterío, se comportaban entre ellos con deferencia y respeto. En las calles había visto por primera vez pequeños, jugando en grupos, que los siguieron con gran curiosidad y temor, pues nunca habían estado en presencia de humanos.
La troga, cabeza de su clan y una de los dos jefes temporarios de la ciudad, dejó a los humanos en el patio interno de su residencia, indicándoles a unos jóvenes que vagaban allí que les dieran alimento y un lugar para dormir; y partió con Grenio de nuevo.
–¿Nos van a dejar en el establo? –inquirió Amelia, viendo que esos jóvenes admiraban su caballo y lo trataban con gran atención; lo bañaron y le dieron de comer ellos mismos.
–No creo... –respondió Tobía, que esperaba junto a ella, ambos sentados en la paja–. Es que piensan que él vale más la pena que nosotros.
–¿Nos van a encerrar en algún calabozo? –susurró ella, imaginando que Grenio no podía haber mandado nada amable para ellos.
Pero los jóvenes Vlogro, más allá de lo que podría haber opinado Grenio, consideraron que la petición de su jefa incluía darles comida en la cocina y un cuarto que, aunque pequeño y oscuro, era cálido y no tenía barrotes. Sentados en el suelo sobre unas pieles y frente a lo que parecía un guiso mal cocido, los humanos se miraron indecisos y luego se dedicaron a vaciar la fuente, ante los ojos atónitos de los trogas, que no creían que tanto como ellos comían les pudiera entrar en esos cuerpos tan enclenques.
–Esto tiene un gusto espantoso –comentó Amelia con la boca llena y escurriendo de salsa.
Tobía asintió mientras bajaba el menjunje con un trago de agua. Los dos tragaban a toda velocidad, tratando de no sentir el gusto. Al fin quedaron llenos y demolidos por el cansancio. Por suerte, también les habían cedido unas camas mullidas y frazadas calientes. Tobía se tiró a dormir mientras Amelia disfrutaba de un baño de tina, puesto que los trogas habían considerado que no querían convivir con unos humanos malolientes. La joven pensó que a fin de cuentas, eran bastante amables.
–Lo que nos cuentas es alarmante, Grenio –decía Sonie Vlogro, mirando en busca de confirmación al otro jefe y los ancianos allí reunidos–. Sabemos que los trogas y los kishime son enemigos desde tiempos inmemoriales, y un enfrentamiento cada tanto no es extraño. Incluso los encuentros con humanos no son raros. Pero si un clan se vuelve contra otro, como Fretsa, merece el destierro de esta ciudad y no puede ser mirado sino con deshonor. Mucho peor es que haya trogas que trabajen para otras razas aún en contra de nosotros mismos... la falta de vergüenza y de lealtad que demuestran, es inaceptable.
–Pero ¿tiene pruebas de que los ataques kishime que sufriste, y el ataque de Fretsa contra los humanos están relacionados? –inquirió el jefe Flosru.
–No tengo más que la creencia de que es así, porque la mujer me ofendió a mí e intentó matar a la descendiente de Claudio. Si he venido hasta aquí, es para encontrarla y arreglar cuentas con ella en persona –explicó Grenio, que se sentaba frente a los demás, de cara a una enorme pared cubierta con un mural que representaba legendarias batallas.
–Los enfrentamientos están prohibidos en Frotsu-gra –advirtió la jefa, con un fuerte ademán y un tono que lo sobresaltó un poco–. Los tiempos ya son difíciles para que haya más divisiones entre nosotros.
–Nosotros llamaremos a la mujer Fretsa para que venga a responder –añadió Flosru.
Grenio, viendo que con esto daban por cerrada la discusión, se levantó para marcharse. Un anciano, de los que hasta ahora habían estado escuchando con cara de no estar prestando atención, interpuso:
–¿Por qué no has matado todavía a tu enemiga?
Era una pregunta lógica teniendo en cuenta que luego de cuatrocientos setenta y seis años, por fin un miembro de su clan había logrado contactar a un pariente de Claudio en el otro lado. Pero Grenio no dudó en contestar:
–Es mi enemigo, pero yo no soy un troga que pueda simplemente matar a alguien más débil, no hay honor en eso. No sería una pelea, contra una mujer que ni siquiera sabe tomar una espada –suspiró–. Yo quería enfrentarme contra alguien tan bueno como Claudio, de otra forma mi clan no tendrá el desquite merecido.
El anciano asintió, como complacido por la respuesta.
–Eres digno, entonces, de tomar la decisión tú mismo –agregó otro anciano–. Pero que esa humana haya venido de otro mundo, prueba que la profecía es cierta.
–La humana debe desaparecer de este antes de que ocurra algo impensado –prosiguió el primer anciano, para sorpresa de Grenio–. Tienes que apresurarte porque el tiempo ha empezado a correr, desde que tú viajaste al otro lado.
Había anochecido y soplaba un viento gélido desde el mar. Grenio se encorvó y desafió la corriente de aire mientras caminaba por una calle sin iluminación, solo. Venía pensando en qué pasaba por la cabeza de esos ancianos, porque le asombraba que en verdad creyeran en profecías, en males inciertos. ¿Por qué y de qué manera él y esa joven humana iban a causar tanta calamidad? ¿Por qué lo presionaban para que se deshiciera de ella?
Y eso que no les había contado sobre las imágenes antiguas que veía al dormir, o del extraño suceso en que perdió el conocimiento y actuó con un poder desconocido. Mientras rumiaba todo eso, no se percató de que una sombra lo esperaba en el próximo cruce de calles.
El troga se adelantó para cruzarse en su camino.
Al levantar la vista, Grenio se encontró de frente con Fretsa. Se detuvo y llevó la mano a la daga en su cintura.
–No estoy armada –avisó ella, mostrando sus manos.
Él tiró la daga al piso y se acercó otro paso.
–Te estaba buscando.
–Lo sé. Además, supongo que ahora los jefes también estarán enojados conmigo y mi grupo. Pero, puedo justificarme ¿Recuerdas? Tú y yo tenemos algo pendiente, desde que destruiste un emblema de mi clan y nunca pagaste el agravio.
Entonces no iba a esperar que se lo pidieran dos veces. El troga lanzó un puñetazo al rostro de la mujer, que se apartó atrás de un salto, desplegando sus alas.
–¡Qué bruto! ¿Por qué mi cara? –exclamó Fretsa, corriendo hacia él para atacar con sus uñas.
–¿Para quién atacaste el templo? –replicó él, deteniendo su mano pero sin poder evitar que lo arañara en el cuello con la otra.
Le retorció el brazo y la lanzó al piso. Desde allí, Fretsa lo miró con ojos amarillos que fulguraban en la oscuridad y le dio una patada con ambas piernas, que lo envió hacia atrás tambaleándose.
–¡Te dije que por mi propio clan! –rugió ella.
Grenio recuperó el balance y se lanzó adelante, a la vez que ella se levantaba de un salto.
–¿Y las piedras también las querías para ti?
Fretsa lo frenó plantándole las manos en el pecho, y mirándolo a los ojos contestó: –Tienes razón. Las piedras eran para un kishime...
Grenio se apartó y bajó los brazos. Ahora ella parecía avergonzada de haber robado las piedras. Miraba sus pies.
–¿Quién? ¿Cómo era?
Fretsa miró hacia ambos lados como si hubiera escuchado algo. Las casas estaban cerradas y a oscuras.
–Te contaré todo, si vienes al amanecer al jardín de piedra –dijo con apuro, y salió corriendo.
Grenio no la siguió porque parecía sincera. Además no le preocupaban las intenciones de la mujer al citarlo en un lugar despoblado, fuera tenderle una trampa u ofrecerle un duelo. Ahora tenía que descansar también. Recogió su arma y caminó tranquilo hasta la casa del clan Vlogro.
Cáp. 8 – El jardín de piedra
Amelia se despertó antes del alba. Había descansado a gusto desde el anochecer, que en esos parajes era bastante temprano. Viendo que Tobía estaba aniquilado, roncando a pierna suelta en un revoltijo de pieles, decidió levantarse y salir a respirar aire fresco en el patio. Se puso encima un abrigo de pelo largo, que le quedaba enorme, y salió del cuarto sin hacer ruido.
La casa estaba invadida por las esencias del aceite de las lámparas y el humo de la estufa. Bajó algunos escalones, se detuvo en el patio, y observó que en todas las viviendas que lo rodeaban, que según le habían dicho pertenecían al mismo grupo que los había recibido, no se veía movimiento alguno.
Sintió unos pasos y al volverse, se encontró con Grenio, que había salido por otra puerta. Él entreparó un momento, la miró un instante, y se dirigió hacia la puerta exterior.
¿Adonde iría a estas horas? Estuvo un rato allí parada, envuelta en su abrigo para protegerse del intenso frío matinal, el pensamiento perdido en otro mundo y la mirada fija en el cielo medio nuboso; sin darse cuenta de que otra persona había notado la salida de Grenio y ahora se hallaba a sus espaldas, observándola.
–Glaso sega –comentó una voz áspera.
Amelia se dio vuelta y se percató de que estaba en compañía de la jefa de la casa. No parecía tener intenciones hostiles, esta anciana que economizaba movimientos, pero ella retrocedió un paso, por instinto. La troga inclinó la cabeza, en lo que Amelia consideró un saludo o una seña pacífica. Acto seguido, Sonie Vlogro palmeó dos veces y de la puerta más próxima salieron dos trogas, una mujer llevando de la mano a un pequeño. Luego la anciana le hizo una seña a Amelia para que la siguiera. La joven dudó, mirando hacia la casa, pero a la segunda seña, y viendo que los otros dos también pensaban ir con ellas, se decidió a ir.
Salieron del recinto. Amelia iba dos pasos atrás de la troga que abría la marcha caminando lentamente como en un paseo. La mujer y el pequeño las seguían con indiferencia, como si toda la vida hubieran vivido con un humano. En realidad, Sonie Vlogro les había pedido que la acompañaran, sabiendo que con el pequeño, Amelia no se sentiría tan desconfiada.
Enojado consigo mismo, porque había dormido demás y no iba a llegar antes del alba, Grenio se apresuró a dejar la ciudad por un camino que se internaba en las dunas. Un rato después, llegó al jardín de piedra, una explanada cubierta de hierba y guijarros junto al rugiente mar. Era un sitio donde la costa se elevaba y formaba un barranco que caía a pico sobre las rocas del fondo, donde las olas golpeaban sin cesar y la espuma volaba hasta arriba. Su nombre venía de las numerosas estatuas o pilares de piedra muy antiguos, que representaban efigies y emblemas de los fundadores de los clanes más renombrados.
Grenio miró entre las formas que se alzaban, tratando de distinguir una silueta viva. Caminó con cuidado entre las estatuas que dibujaban sombras engañosas en el piso. Le extrañó que Fretsa no hubiera llegado. ¿Había huído? ¿O lo esperaba agazapada, oculta tras algún monolito?
Se hallaba en el medio del jardín cuando oyó un gemido. ¿Era el viento o alguien le llamaba? Prestó atención, y esta vez pudo distinguir claramente una voz débil. Pasó entre los restos de una gran figura de piedra, y allí enfrente, tras un pilar, divisó una mano extendida en el piso. Se acercó con sigilo y rodeó la estatua.
–Arg... –gimió la troga, que derrumbada contra la piedra, exhibía una herida en el vientre.
Grenio, desconcertado, contempló la sangre que brotaba en abundancia del abdomen de la mujer que lo había citado.
–¡Fretsa! ¡Tre sa!
El troga se agachó junto a ella y le tomó la mano. La mujer tenía la mirada extraviada, pero al tocarla pareció reaccionar y lo miró a los ojos, reconociéndolo.
–Ñosu... –se disculpó, por no poder luchar con él y saldar cuentas–. Llegas tarde...
–Aguanta –replicó Grenio, quitándose el abrigo para envolverla con él.
Fretsa notó con incredulidad que la había alzado entre sus brazos y que pretendía cargarla de vuelta a la ciudad.
–Un kishime... de pelo claro y muy fuerte... él tiene las gemas –susurró Fretsa, sintiendo que las fuerzas la abandonaban y que no sobreviviría esta vez.
Grenio comenzó a caminar con su carga que no era muy liviana.
–¿Su nombre?
Sonie Vlogro y sus acompañantes recorrieron algunas calles y luego entraron en una casa. Se trataba de un recinto amplio donde se exponían sobre unas mesas, lo que a Amelia le parecieron papas y nabos. Al entrar, un troga se interpuso en su camino, molesto por la presencia de la humana, pero viendo que venía con la jefa de la ciudad, no tuvo más remedio que dejarla pasar. Aunque no disimuló su malestar y se quedó mirándola fijamente todo el rato, mientras la mujer Vlogro conversaba con otro troga y obtenía una canasta con un par de vegetales. No había mucha abundancia en esta ciudad. Sonie Vlogro agradeció al molesto troga y salió precediendo la marcha.
El pequeño vio a un grupo de chicos que se habían reunido y los miraban con curiosidad, y se fue corriendo a contarles, muy vanidoso, todo lo que sabía o imaginaba sobre los humanos que se alojaban en su casa. Amelia se sonrió, porque se percató de que los otros la señalaban asombrados. Le parecían raros y feos, jorobados, la piel que parecía cuero, las formas extrañas en su cuerpo. Tal vez pensaran lo mismo de ella. También se dio cuenta de que estaba en la misma plaza donde el día anterior los habían acosado, frente a la taverna. Se preguntó por qué la habría hecho venir esa anciana, en lo que simulaba un recorrido cotidiano. Al menos, no creía que esta gente comprara papas y luego cocinara a un humano como acompañamiento.
–Algo como... Puglen –murmuró Fretsa, dejando caer su cabeza contra el pecho de Grenio.
“¿Puglen?” Los humanos le habían dado un nombre similar, con un sonido que no podía pronunciar, al kishime que los había ayudado. Tenía que llegar rápido y tratar de que esta troga se recuperara, para describírselo y que le asegurara que se trataba de ese kishime, y dónde lo podía encontrar.
Tenía que apurarse, pensó Grenio, cerrando los ojos, y llegar a Frotsu-gra.
Amelia estaba parada a un metro de Sonie Vlogro, que le hacía indicaciones a la otra troga. Esta asintió y la anciana se volvió hacia la humana, poniendo un rostro muy raro que extrañó a la joven. En el mismo momento, Amelia notó una vibración junto a ella, una onda en el aire que la sacudió. Los troga que estaban en la plaza, caminando o conversando, se detuvieron y vieron fascinados una luz que surgía de la nada y en un destello pulsante, se desvanecía.
Grenio abrió los ojos y se encontró en medio de la ciudad. Amelia, aunque ya había presenciado esto, lo miraba sorprendida. Los demás pasaron rápidamente del asombro al terror.
La joven enseguida volvió los ojos hacia la troga que traía en brazos, desmayada. Grenio notó que allí se encontraba Vlogro y le pidió ayuda. La anciana, que se había recuperado bastante rápido del shock, murmuró:
–Es la Fretsa que buscabas –con un tono de sospecha, que no le pasó desapercibido a Grenio, y enseguida ordenó–. Mira, aquí adentro, llévala.
Grenio la cargó al interior de una vivienda pequeña y oscura, que olía a hierbas y destilados. De entre las sombras emergió un troga alto y delgado, que debía encorvarse para no chocar con el techo de su propia casa, todo cubierto de una pelusa blanca. Amelia había entrado junto con la anciana, temerosa de quedarse sola en la plaza, donde los curiosos se iban amontonando para comentar el extraño suceso. Había reconocido a la troga que asesinó al Gran Tuké y se preguntó si Grenio la había atacado, en revancha por la pelea en el monasterio. Por otro lado, se alegraba de que la hubiera encontrado, para poder saber dónde estaban las gemas que necesitaba desesperadamente.
El troga alto, curandero de profesión, extrajo unas hierbas de un bolso y las masticó. Luego colocó el emplasto sobre la herida, deteniendo la hemorragia enseguida. Tomó una botella donde se habían macerado algunas hierbas en un líquido amarillo, la destapó y la acercó a la nariz de Fretsa. La troga se despertó con un resuello, apenas sentir el olor penetrante.
Miró alrededor y se dio cuenta de que estaba en la ciudad. Grenio la observaba, serio.
–Vivirás –anunció el curandero, retirándose al fondo para preparar otro menjunje.
Sonie Vlogro se acercó al diván donde reposaba Fretsa y le preguntó si sabía el nombre de quien la había atacado.
–Sí... un kishime... para que yo no hablara.
–Pensar que un kishime se acerque tanto a Frotsu-gra, es algo que no creí llegar a ver en mi vida –suspiró la anciana, que al hablar clavó los ojos en Amelia, como si creyera que se trataba de otro signo ominoso del fin de los tiempos.
Grenio, que se hallaba junto a Fretsa, se sorprendió al oirla decir: –Gracias por traerme, Grenio.
–No te ayudé porque me simpatices –replicó él, volviendo los ojos hacia la pared.
Mirándolo fijamente, ella agregó más suave:
–Cuando termines con tu asunto, espero que vuelvas y aceptes unirte a mí.
Grenio quedó helado. Semejante proposición de una que decía sentirse agraviada por él.
No respondió. El curandero se acercó para ordenarle a la paciente que no hablara demasiado, estando todavía en peligro. Le puso un nuevo emplaste en la herida y la troga se relajó, como si el dolor hubiera desaparecido.
–¿Por qué? –preguntó Grenio, confuso.
–Porque... no hay otro guerrero tan orgulloso, honrado... Así que vuelve y acepta ser mi consorte, o al menos... luchamos por...
Sonie Vlogro había salido de la habitación, seguida de Amelia. Grenio permaneció turbado, preguntándose si hablaba en serio, con los ojos fijos en la mujer, que ahora dormía plácidamente.
Una multitud furiosa las esperaba afuera.
La Vlogro más joven se apresuró a cubrir a la anciana con su cuerpo, mientras le explicaba que unos hombres violentos pretendían tomar justicia por mano propia. No aceptaban que se le permitiera a los humanos permanecer en la ciudad, asustados por un rumor que la noche anterior se había esparcido, acerca de una desgracia que caería sobre ellos.
–¿Quién se atreve a esparcir esas tonterías? –exclamó Sonie Vlogro, indignada.
Amelia trató de ocultarse detrás de ellas, pero antes de que pudiera volver adentro, ya la habían atrapado. Un troga de piel amarilla y rostro deforme la aferró por el cuello.
Contestando a la jefa, los dos trogas que el día anterior habian discutido con Tobía, se adelantaron:
–Un troga que llegó del norte hace poco, nos contó sobre la profecía kishime y cómo ellos persiguen a Grenio por esta humana... No se enoje, Sonie, pero queremos mantener segura a la ciudad...
–Son unos pusilánimes atacando a esa mujer cuando no está con jre Grenio –se quejó la anciana, abriéndose paso sin temor entre el grupo de descontentos–. Nosotros debemos actuar unidos, siguiendo la tradición de la raza ¿Qué pretenden hacer?
La anciana contempló con incredulidad cómo se llevaban a la joven. ¿Acaso habían perdido todo el respeto por lo más sagrado de los trogas, que ahora actuaban en contra de sus palabras? Algo muy turbio estaba sucediendo.
Cáp. 9 – En la hoguera
Mientras que Amelia era arrastrada, sofocada, desesperada por no poder gritar, Tobía no la estaba pasando mucho mejor. El mismo troga que había esparcido la idea de que debían echar a los humanos de la ciudad, que no era otro que el mismo Tavlo intentando conseguir su recompensa, había acechado la casa Vlogro y en un movimiento audaz, había entrado y secuestrado al tuké. Uno de las jóvenes del clan, que se hallaba en ese momento en el establo alimentando a los animales, salió al sentir un grito. Pero no estaba acostumbrada a luchar en serio, y con un solo golpe, Tavlo la dejó fuera de combate.
Después, se retiró del recinto y caminó con tranquilidad en dirección a la salida más cercana de la ciudad, por la misma ruta que Grenio había recorrido una hora antes. Contaba con que él y otros trogas peligrosos estarían ocupados en ese momento, tratando de contener el escándalo que él mismo se había encargado de armar, predisponiendo a algunos miedosos contra los humanos.
De hecho, el grupo que tenía a Amelia, no había pensado de antemano qué hacer con los humanos. Se pusieron a discutir, entre unos que la querían arrojar al mar, a las rocas, un medio certero de deshacerse de cualquier peligro, y otros que preferían echarla de la ciudad, por miedo a lo que los ancianos podían opinar. En eso apareció Grenio, bastante enojado, las manos en la cintura y pronto a pelearse con todos y cada uno de ellos.
–¡Suelten a esa mujer! ¡La ciudad me permitió decidir qué hacer con ella! –rugió.
Amelia sintió un poco de alivio. Entendía que las intenciones de esta gente, de momento, eran más peligrosas que las de Grenio, porque estaban excitados y violentos.
Algunos dudaron, pero al final ellos eran muchos y el poder de la superstición podía más que el respeto por su nombre y por los ancianos.
–¡Tenías que matarla, no traerla hasta acá! –gritó el que la sujetaba por el cuello y el pelo, sacudiéndola mientras gesticulaba.
Amelia gimió, sosteniéndose con fuerza de sus brazos y pataleando histérica. Este troga la levantaba del cuello sin compasión, asfixiándola.
–¡Alto! –gritó Sonie Vlogro, que en ese momento había alcanzado a Grenio a duras penas.
Al mismo tiempo, el jefe Flosru apareció en la calle, acompañado de varios guerreros armados, en un intento de contener el escándalo.
La anciana se volvió hacia él, pidiéndole que los detuviera. Pero Flosru contempló a sus ciudadanos, comprendiendo que estaban movidos por el temor y la superstición y a pesar de todo, él también compartía esa sensación. Le habían contado cómo Grenio podía aparecer de la nada, y esa magia, ese driago, era algo de los kishime. Se acercó a Grenio y le puso una mano en el hombro, para calmarlo, sintiendo un poco de aprensión al tocarlo.
–Tu misma dijiste que no podemos enfrentarnos entre nosotros –susurró a Vlogro, y sugirió al resto–. Hagamos un pacto. Grenio, si no te deshaces de esta humana, deberás dejar Frotsu-gra ahora.
El troga, se sacó la mano de encima, molesto e indignado. ¿Por qué se metían en sus asuntos? ¿De quién era la venganza? No tenían derecho a echarlo de la ciudad ni a decirle qué hacer.
–No pienso salir –dijo, cruzado de brazos, actitud inflexible.
Pero los otros, viendo que contaban con apoyo de los jefes, se habían envalentonado y ahora pretendían más que sacarla de la ciudad.
–Es un cobarde... –dijo uno, oculto entre el grupo–. Su clan fue destruido por un humano y ahora no cumple con su deber.
–Sí, y todos vamos a pagar por ello –agregó otro.
Grenio se adelantó y le dio un puñetazo al que estaba más cerca, tratando de colarse entre los demás para alcanzar al que lo había insultado. Pero se vio sobrepasado y los guerreros de Flosru tuvieron que detenerlo, a riesgo de que terminara peor. Amelia notó, con desánimo, que él solo no podía enfrentarse a toda la ciudad. Esta vez, ¿aparecería alguien para salvarla en el último instante?
Grenio tuvo que soportar ser escoltado por un grupo de guerreros hacia la residencia del clan Flosru. Como no se calmaba, los jefes mandaron que lo esposaran y encadenaran, lo que no ayudó a su buen humor. Pero no quería actuar con violencia en contra de las decisiones tomadas por los cabezas de clan, aunque le parecieran injustas; no quería comportarse como aquellos que no tenían respeto por la tradición y aun traicionaban a su raza. Por eso trató de controlar su temperamento y tener paciencia. Se sentó en el sitial de piedra al cual lo habían encadenado y esperó, la cabeza apoyada en una mano.
Al rato apareció Sonie Vlogro con cara de alarma, y le comunicó que el otro humano había desaparecido. Habían mandado buscar y cuestionar a todos los que actuaron contra Amelia, pero ninguno tenía idea de dónde estaba el tuké. Lo único seguro era que se lo había llevado un troga muy fuerte.
A Grenio no le preocupaba mucho lo que le pasara a ese humano, quien además parecía tener una increíble suerte para salvarse. Ya lo encontraría cuando lo liberaran. Los ancianos habían pedido que se marchara al amanecer con la descendiente de Claudio, para evitar una revuelta en la ciudad.
Hacía horas que la tenían encerrada en esa jaula, sin haber visto a Tobía ni a los trogas de Vlogro, que al menos habían sido amables con ella. Ahora, no tenía tanto miedo como cuando estaba en manos de la turba enfurecida. En ese momento pudieron hacer cualquier cosa con ella, pero si la habían dejado encerrada era porque todavía tenían que decidir qué hacer. Pero la expectativa la estaba matando. “Estoy como al principio,” pensó, “sin comprender lo que pasa y sin poder hacer nada”. El sol caía en el horizonte, un disco rojo envuelto en la neblina gris que se alzaba de esa tierra árida. El viento empezaba a enfriarse. La joven se sentó con las piernas apretadas contra el pecho, tratando de conservar el calor. Le habían quitado el abrigo al encerrarla. No tenía espacio para pararse ni moverse. Habían colocado la jaula entre dos pilares de piedra, en un lugar abierto ubicado entre varios edificios. Toda la tarde miró sus ventanas, que permanecieron selladas. Nadie apareció para molestarla o consolarla. Estaba sola.
Las sombras de la noche se proyectaron desde los techos cercanos, alcanzando su pequeña prisión. Estaba comenzando a sentir pavor.
Suspiró. En ese cuarto no había ventanas pero Grenio calculó que ya era de noche, por el sonido del viento.
Había caído en un estado de estupor, con los ojos abiertos pero la mente vagando entre extrañas imágenes, cuando el estampido de la puerta exterior lo despertó. ¿Quién hacía visitas durante la madrugada, y con tanto estrépito? Oyó pasos que se acercaban y alguien se aproximó con una lámpara. Vio que un joven medio dormido, sosteniendo la luz, era llevado del cuello por otro troga, que parecía bastante apurado. Grenio lo reconoció y se movió hacia delante, hasta que sus cadenas lo detuvieron:
–¡Raño!
–¡Cho Grenio! –el otro troga se detuvo, sorprendido por encontrarlo en esa situación, inmovilizado. Enseguida se recuperó y gritó al joven–. ¡Rápido! ¡Trae la llave o algo! Tenemos que sacarlo de aquí.
El joven se volvió hacia Raño, siseando como una serpiente, y protestó que él no era nadie para darle órdenes, y que tenía que solicitarlo al jefe de la casa. Raño se dio media vuelta, le sacó la lámpara de la mano y con calma, lo mandó de una patada hacia la entrada.
–¡Ve a buscarlo, entonces!
Grenio lo miró, sombrío.
–¿Qué ha pasado?
El viento paró como si nunca hubiese existido. Amelia se despertó bruscamente, había tenido una pesadilla, pero además, sintió un escalofrío como si algo horrible y repugnante se estuviera acercando a sus espaldas. De un salto, se arrodilló y miró hacia atrás, tratando de alejarse de los barrotes. Pero no veía nada, porque no había una luz en todo el lugar y aunque el cielo estaba estrellado, se hallaba en la sombra. Sin embargo, el escalofrío no se desvaneció, ya que comenzaba a oír un murmullo de pasos. Se aferró a los barrotes hasta que sus nudillos quedaron insensibles, las piernas hechas gelatina. Podía sentir la mirada de los monstruos en la oscuridad y el toque gélido de sus dedos en la nuca.
Empezaron a aparecer luces en las cercanías, aproximándose. Pronto se dio cuenta de que un cerco de rostros infernales, iluminados por las temblorosas llamas de las antorchas, la tenían rodeada. Abrió la boca para gritar, pero nada salió más que un gemido apagado.
Un troga se adelantó, mirándola casi con repugnancia. Luego le dio la espalda y proclamó con energía: –¡Jra tse pupe avlo to orra! –Amelia no le quitó de encima los ojos desorbitados. Parecía estar dictando su sentencia, y por el aire amenazante de esos rostros y esas manos que avanzaban hacia ella, no podía ser nada bueno.
Amelia chilló cuando un troga se acercó a la jaula, y se dio de espaldas contra los barrotes. Se había olvidado de que estaba atrapada y no podía huir. El pánico le corrió por las venas movido por su corazón acelerado. El cerco se había cerrado y contempló cómo esos ojos brillantes maniobraban en la noche, preparando su muerte de una manera terrible. Cuando se dio cuenta, deseó desmayarse, de algún modo huir de ese lugar aunque sólo fuera su mente, porque no quería morir quemada. Desesperada, les suplicó, a los que amontonaban la leña debajo de su jaula:
–¡No, no, por favor!
Pero nadie le prestó atención; decididos, colocaron el material suficiente y se retiraron. Uno se acercó y vació una vasija de combustible alrededor de la jaula y dos más se aproximaron con sus antorchas. El fuego prendió enseguida. La joven se había quedado sin voz, sin poder creer que le estaba pasando a ella. Cerró los ojos para no ver el baile voraz de las llamas que se alzaban, inexorables, lamiendo ya los bordes de la jaula. El aire que entraba por su nariz era agrio y se combinó en su boca con el gusto de las lágrimas. Hacía calor, mucho calor.
Estaban los dos solos en la habitación. Grenio bajó los ojos al piso y se quedó pensativo. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo debía reaccionar ante lo que le había dicho Raño? Este había escuchado en la taverna los planes para deshacerse de la joven antes de que llegara la mañana y se pudieran marchar. No le gustaba que otros se metieran en sus asuntos, pero tampoco tenía que salvar a un miembro del clan que exterminó al suyo, sus enemigos desde varias generaciones atrás. Aunque su primer impulso fue correr al lugar, en el instante se dio cuenta de que era absurdo, y además no podía moverse. Para cuando los jefes se pusieran en camino tal vez todo habría terminado ya. Escuchó voces afuera que lo sacaron de su abstracción.
–Se dieron cuenta... ya comenzó –comentó Raño–. El fuego purifica ¿ah?
La iban a quemar viva, imaginó. Una venganza bastante buena. Iba a experimentar un sufrimiento tan grande como el de sus antepasados al morir, a fuego y hierro, a manos de Claudio. Podía ver en su mente claramente la imagen de una mujer quemada, carbonizada. Un cadáver... pero, lo podía ver tan claramente que se asustó. Parecía que eso ya lo había visto antes, pero ¿dónde? La joven humana, de una piel tan clara como nunca había visto antes, iluminada por el fuego anaranjado, el rostro húmedo mirando al cielo. ¿De dónde la conocía? ¿Por qué se sentía tan extraño? El pecho se le llenaba de algodón, tenía la garganta tan cerrada que no podía respirar, quería gritar y su conciencia se oscurecía. Grenio recuperó la noción de donde estaba, y se dio cuenta de que estaba tironeando de la cadena como si quisiera arrancarla de la piedra. Esos sentimientos no le pertenecian y sin embargo, era uno con ellos. Sentía dolor y rabia y quería ir a salvar a la joven de cabello rojo.
Raño puso las manos como para contenerlo, pero al ver su rostro rabioso, los ojos inyectados en sangre y los dientes espumosos, se apartó rapidamente. Los otros troga que entraron también lo contemplaron; primero intentaba soltarse, frenético, luego se detuvo un instante como si recapacitara, y al siguiente momento sus ojos comenzaron a brillar. Grenio dijo algo y desapareció.
Cuando recuperó la conciencia se hallaba en un lugar abierto, rodeado de gente, frente a una fogata. Los que estaban más cerca, se habían apartado, aplastándose unos contra otros, espantados al verlo aparecer; el resto seguía contemplando el fuego y gritando. Al mirar el resplandor, de nuevo sintió algo que tironeaba dentro de su pecho, que lo impulsaba hacia delante. Su cuerpo se movía solo... Se encontró corriendo hacia el fuego, saltando y destrozando los barrotes con una mano mientras gritaba:
–¡Cat...
Amelia sintió el estrépito y la sacudida, y se encogió, pensando que era el fin. Hacía rato que su mente divagaba, tratando de escapar de ese humo y calor. Un par de brazos la alzó, pero ella no se dio cuenta de que se había salvado porque en ese momento se desmayó. Grenio miró la carga que llevaba: el rostro vuelto hacia el cielo, enrojecido por las llamas que bailaban en torno a ellos, idéntico a la joven de su cabeza. La jaula se tambaleó por el peso y la destrucción que había soportado; el troga saltó al mismo tiempo que la madera era envuelta en una llamarada.
¡Qué extraño! Recordó que no debía salvarla, en la historia la joven no era salvada pues lo que había visto antes era su cuerpo calcinado, envuelto en tela blanca y un montículo de tierra. “Laru... laru...” pensó, compadeciéndose de la joven y de los ojos que la amaban y la vieron morir. Al instante, Grenio sacudió la cabeza y recuperó la conciencia de que estaba siendo perseguido por un grupo de trogas dispuestos a matar, y que llevaba en brazos al blanco de su ira. Luego trataría de imaginar qué pasaba, si se estaba volviendo tan loco que ahora pensaba en lengua kishime.
Corriendo, llegó a una calle que permanecía silenciosa y oscura. Estaba desorientado. De pronto, una ventana se abrió a su lado y en el oscuro marco apareció una cara. Ahora iban a dar la alarma, tendría que huir como un criminal, pensó, y había actuado sin pensar.
–Peleas por ella... otra vez –dijo la persona en la ventana, de voz débil y ojos dorados como rasgados en un rostro de terciopelo rojo.
–Fretsa –murmuró él, y notando que lo miraba con calma pero con ojos acusadores, soltó a la joven que cayó al suelo como un bulto.
–Vlogro te espera en la playa de la luna... –continuó Fretsa con voz forzada. Luego extendió el brazo y dejó caer un brazalete de plata.– Toma, tal vez te sirva algún día.
–Pero yo no...
–¡Sí ya sé que no me diste una respuesta! –replicó ella, perdiendo la paciencia. Tosió un poco, todavía no podía agitarse mucho–. No es eso... idiota. Nos vemos.
La ventana se cerró y Grenio se quedó parado en la calle, sosteniendo el brazalete que Fretsa usaba en el brazo derecho, con una daga alada como clavija, en tanto a sus pies, Amelia apenas abría los ojos.
Cáp. 10 – Despedida
Todavía confusa, con la cabeza dándole vueltas, Amelia corrió tras los pasos del troga. Grenio tironeaba de su mano, apurándola, mientras ella se preguntaba qué había pasado. Recordaba una presencia luminosa que apareció frente a ella cuando ya sentía el olor a chamuscado de su pelo y ropa, y en ese momento había tenido una alucinación o un sueño, en el que veía a Claudio, cubierto de sangre, y ella era otra persona que lo sostenía, sus manos en torno a su cabeza. Luego se encontró en una calle oscura, con Grenio que la miraba impasible, como meditando qué hacer con ella. La tomó del brazo y la levantó, y a toda prisa se dirigieron a la costa. Amelia no había osado preguntarse adónde iban y qué iba a hacer con ella.
En la playa, una media luna pálida que abrazaba el mar negro, se detuvieron por un rato. Amelia miró la ciudad. No se notaba que los persiguieran, sin embargo, Grenio parecía buscar con ojos y oídos entre la bruma. De repente, una figura emergió en lo alto de la playa y bajó hacia ellos por un borde del acantilado.
–Jra, Grenio –saludó Sonie Vlogro, que se aproximaba llevando de la brida al caballo de Amelia–. Jurro to graflo arró.
Amelia se dio cuenta de que todo el rato había estado esperando a Tobía, que apareciera y le explicara qué pasaba. Pero la troga venía sola. Le entregó sus cosas y el animal a Grenio.
–¿Tobía? –preguntó ella a Grenio, que la miró sin responder, y a la anciana–: ¿Tobía? ¿El tuké?
La troga le entregó una capa que le había pertenecido. La joven la tomó y la apretó entre sus manos, comprendiendo de a poco que algo le había sucedido, y que no iba a venir. Se le formó un nudo en la garganta.
–¿Qué le pasó? –exclamó, dándose cuenta al mismo tiempo que ninguno de los dos le podía contestar.
La anciana le entregó algo a Grenio. Este miró el objeto en su mano.
–Lo encontramos en el patio luego de que se llevaron al tuké.
Sulei había ocupado uno de los palacios abandonados siglos atrás, cuando la civilización humana que se levantó de la nada volvió al polvo y la miseria. Este palacio blanco se alzaba del valle como si quisiera alcanzar el cielo. Desde sus ventanas más altas de una de sus torres, podía contemplar el valle fértil que rodeaba a un río de aguas tranquilas, y los picos que lo encerraban con sus laderas rocosas y nieves eternas. Las montañas más altas del planeta, la tierra más negra. Pero los estúpidos humanos contaminaban la vista, suspiró el kishime, mientras contemplaba sus inútiles esfuerzos por sobrevivir en caseríos, del otro lado del río.
–Deli, Sulei... –una voz monocorde interrumpió sus pensamientos–. Un enviado del consejo nos visita.
Sulei se volvió y su figura se recortó a contraluz en la ventana. Bulen había entrado en el amplio salón precediendo a un miembro del Kishu, que contemplaba el lugar con escepticismo y luego estudió a Sulei con indiferencia. Pero sus ojos fríos no podían impresionar a este kishime.
–¿Un miembro del supremo consejo ha venido hasta aquí? Debemos haber hecho algo muy bien o muy mal... –comentó Sulei, a pesar de la mirada de desaprobación del otro, quien pretendía comenzar la conversación y no ser interpelado.
Mientras hablaban caminaron y se encontraron en la mitad del salón, el cual era tan enorme que podían sentir el eco de sus voces.
–El kishu le ha otorgado la responsabilidad de acabar con la amenaza de la profecía –comenzó el recién llegado, quitándose la capa gris que lo cubría totalmente, dejando ver que además de unos cuantos collares de cristales que llevaba en el cuello y en su largo cabello, también portaba una espada–. Pero todos los reportes dicen que ha sido inútil. Que de hecho, Ud. no ha hecho nada por cumplir su tarea.
–¿Qué? ¿Creen que no estoy haciendo nada? ¿Qué estoy aquí admirando el paisaje mientras el mundo corre peligro? –Sulei fingió inquietud, mientras una sonrisa se formaba en su boca y agregó–. Bulen, llama al sirviente y dile que traiga eso.
Bulen se retiró en silencio. El enviado contempló con curiosidad a Sulei.
–¿Entiendes que no estoy aquí para darte una reprimenda? –le preguntó, tomando su espada que entre sus manos se convirtió en una hoja cristalina–. Esto ha sido considerado una burla al Kishu, Sulei.
Sulei se acercó hasta tocar la punta de la espada. “Una shala, la hoja que puede cortarnos aún cuando nos desmaterializamos”, pensó admirando el instrumento.
Un sirviente entró cargando un bulto, acompañado de Bulen, que ahora se preguntaba qué habría preparado Sulei. Sin duda, él ya había previsto que el consejo podía ponerse impaciente y tenía algo con qué controlarlos. El sirviente depositó el bulto junto a su jefe y el enviado del consejo lo miró, intrigado.
–Es mi regalo para el kishu –dijo Sulei–. Ábralo.
El enviado removió la tela que envolvía al bulto con la punta de su espada. Adentro había un cuerpo humano, joven y delgado, doblado sobre sí mismo. Lo contempló con disgusto, porque ya emanaba un olor terrible.
–No se preocupe –le dijo Sulei, sonriendo ante su cara de desagrado–. La carne es débil, ¿sabe? Se pudre fácilmente. Pero mi sirviente lo preparará en un recipiente con aceite para que lo pueda presentar al kishu como prueba de mi buen trabajo.
El enviado esperó a que el sirviente retirara el cadáver y luego, como a desgano, le hizo una ligera reverencia y al mismo tiempo se sacó un collar del cuello.
–El kishu se honra en nombrarlo para un puesto de consejero permanente, Sulei... Este es un símbolo de su nombramiento, efectivo desde este momento.
Sulei tomó el collar y se lo puso, con naturalidad. Bulen lo miraba complacido. Sulei encontró los ojos de su seguidor y sonrió.
–Gracias, mensajero –respondió al otro, que ya se preparaba a marcharse–. No tardaré en volver y ocupar mi puesto, en cuanto haya terminado con mi trabajo por aquí.
Grenio la sacó de su ensimismamiento, al levantarla y ponerla sobre la montura. La mano de Amelia tropezó con la empuñadura de la espada de Claudio y se olvidó por un momento de la tristeza por la suerte de Tobía y la incertidumbre de qué iba a hacer ahora para volver a su mundo. Claudio había matado a todos esos troga por algún motivo y ahora Grenio buscaba vengarse de él, aunque la desgracia cayera sobre la cabeza de un inocente. No podía fiarse de él; aunque no parecía dispuesto a matarla con sus propias manos, no iba a cuidarla como lo había hecho el tuké. Tenía que arreglárselas por su cuenta. Por otro lado, los dos compartían la mala suerte de ser considerados en todas partes de mal augurio.
Un golpecito en las ancas y el caballo comenzó a trotar. Amelia miró atrás. Sonie Vlogro se perfilaba sobre las dunas y saludó con la mano antes de regresar. Grenio estaba clavado en la arena blanca, los ojos fijos en la ciudad que se veía obligado a abandonar.
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