Paula sale de casa deprisa. Encara la boca de metro que a esas horas se desayuna engullendo transeúntes como un ogro hambriento, y desciende las escaleras a la velocidad que marca la víctima inmediatamente anterior. Alcanza el último tramo de escaleras mecánicas al tiempo en que Núñez de Balboa y su tropa se adentran en la aventura de escalar contra la fiebre y el sol, la última cordillera del istmo. En ese mismo instante, Paula corona el andén y escucha el pitido del tren que invade con estruendo la estación. Espera paciente la salida de los que bajan, y acompasa su entrada en el vagón a las prisas y empujones de los que suben. Balboa ordena a sus hombres que se detengan. Despacio, con el corazón palpitante, con la bandera en la mano izquierda y la espada en la derecha, asciende en solitario la última colina en medio del orbe inmenso. Paula conquista la estación que señala el fin de trayecto. Abandona el vagón y sale a la calle. Sólo un par de pasos más. Cuando gana la cumbre, se abre ante su vista un panorama inigualable: tras los edificios semigrises, tras las verdes colinas y la frondosidad tropical, yace inacabable un disco reluciente: el legendario y buscado Mar del Sur, perseguido por Colón desde hace años. Mira orgullosa hacia el infinito, sabiendo que sus ojos son los primeros en los que se refleja el azul profundo de la avenida.