Querido padre:
Hasta hace poco, cuando me asomaba al pozo, del fondo subía ese remolino de agua enguantada al que tú tanto temías y que nos obligó a poner la tapa. Pero yo no tenía miedo. Olía a cuerdas, pirindolas y agujas de cobre: tus relojes desmembrados. Dejaba que mi pelo colgara dentro y la mano líquida jugaba a enrollar sus dedos en mis rizos. A mediodía volvía a cubrir la boca del pozo para entrar en la casa, y al pasar cerca de la parra, las avispas salían detrás de la cubeta de aluminio con sus claveles pintones, y revoloteaban sobre mi cabeza como si en ella reconocieran tu olor. El olor que me dejaste cuando ya no quisiste aguantar más las peleas con mamá. Las avispas eran tus insectos favoritos. En cambio a ella la aterrorizaban por lo de sus alergias. A mí antes tampoco me gustaban. Una tarde, me columpiaba en la cuerda que ataba a un lado y a otro de los muros enfrentados, cuando una me clavó el aguijón en la cara. Yo entonces olía como mamá. Corrí por el patio buscando alivio. Pero el escozor no se me pasaba. Entonces hice algo que tú nunca supiste: quité la tapa del pozo y eché el cubo dentro. La oscuridad se alzó en un remolino que se hizo transparente, desbordó el brocal y se mezcló con mis lágrimas. Abrí la boca y tragué un buche de agua con sabor metálico. Desde ese día doy las horas y las medias. Las oigo yo pero nadie más. Dicen que tengo una mente matemática, ya ves, yo que aprendí a sumar contando con los dedos y que nunca salí de las ecuaciones de primer grado. Y es que nadie sabe que llevo tu pequeño reloj dentro, ese que colgaba de tu chaleco y al que dabas cuerda todas las noches. No sé, padre, por qué tuviste que tirarlo al pozo con los demás. Qué te habían hecho ellos. Los relojes caían y golpeaban el agua, uno detrás de otro, hasta que le llegó el turno a tu pequeño reloj. Saltó por encima del brocal, arrastrando la cadenita que te regalé para tu cumpleaños, que no sabes cuánto me costó ahorrar el dinero. Parecía un cometa con su estela plateada. Lloré mucho. Lo sabes. Siempre dijiste que cuando cumpliera los dieciocho, me lo regalarías. Pero fíjate que aquel arrebato tuyo adelantó la herencia y ahora lo llevo conmigo a todas partes. No, yo no les tenía miedo a los dedos de agua enjoyados con espirales, agujas y números romanos. De vez en cuando, les robaba una equis o un palote y lo guardaba en la arqueta que dejaste cuando decidiste dar otro paso y deshacerte de mamá. La dejaste a ella, pero también a mí. Y ahí se han ido reagrupando las piezas como si quisieran encajar un rompecabezas. Necesito que se armen las esferas y que las ruedecitas se engranen y giren a un lado y a otro. Quiero que el tiempo se cuente de nuevo con golpecitos suaves que pueda escuchar. ¿Recuerdas? Echabas una gotita de aceite en un engranaje y el mecanismo se ponía en marcha. Lo acercabas a mi oreja y a mí me fascinaba escuchar su tic-tac. Los relojes eran tu pasión desde siempre. Con las avispas te encariñaste más tarde. Creo que fue cuando mamá quemó aquel panal sobre el sumidero del patio y las larvas se retorcieron dentro de las celdillas. Dijiste que no hacía falta ser cruel y discutiste una vez más con ella. Te vi una siesta, cuando todos dormían, ocultar un panal detrás de la cubeta con claveles pintones, cerca de la parra. Lo hiciste muy bien. Las avispas salían y se quedaban sobre las uvas durante toda la tarde, sin apenas moverse, como si intuyeran que, al menor revoloteo, mamá descubriría su presencia y buscaría el nido para quemarlo. Y ahí continúan, en su viejo panal, reproduciéndose sin que nadie las moleste. Me gustaría que las vieras sobre las uvas reventadas en el suelo. Me gustaría que vieras tus viejos relojes regresados, pieza a pieza, a la arqueta. Pero querido padre, si tú no los montas, serán para siempre como muñecos desmembrados. Ahora puedes volver. Ella ya no está. Una nube de avispas la cubrió un atardecer. Huían del fuego que hice en el patio para quemar los sarmientos que había podado. Tampoco debes temer a los caprichos del pozo. Nada pueden hacerte pues si bien una vez se tragaron tus relojes, ahora, como ya te he dicho más arriba, han devuelto todas las piezas y no hacen cabriolas ni suben hasta el brocal.
Querido padre, debes regresar. Aún no cumplí los dieciocho, aunque ando cerca, y estoy sola. Sabes que si tú no vuelves, cerrarán la casa y me llevarán lejos. A mamá la tengo en el lavadero, metida en la artesa donde cubría los jamones con sal para curarlos. Yo no tengo sal, así que debes darte prisa. Te estaré esperando sentada bajo la parra. Sé que no me harás esperar.
Tu hija,
Ana
Lola Sanabria García |