Se podía sentir a lo lejos los cantos y gritos de guerra de ambas hinchadas. El aire en la capital estaba denso, y cómo no estarlo si era el día que tanto habían esperado los dos equipos más populares de Chile, la final del torneo en el marco de un súper clásico. Desde temprano aquel domingo se lograban visualizar aisladamente algunos policías por donde comúnmente marchaba la “garra blanca” así como en el sector de “los de abajo”. Las micros que se incorporaban desde providencia llenas de gente alborotada, gritando hacia fuera y una que otra piedra que volaba de la vereda hacia la calle, en una camorra más que no iba a ser detenida por los verdes señores. Los niños ya se habían entrado, las señoras también, porque en el barrio que se anduviese era peligroso por los enfrentamientos de aquellos rezagados. Los típicos personajes de los semáforos pidiendo limosna para poder comprar su entrada y que terminaba en la luz verde y una patada al copiloto de uno de cuantos que no había querido soltar una moneda. Pero si no había otra forma de enfrentar aquella semana, sino con interminables conversaciones en las salas de clases, apuestas que iban y venían entre los mismos compañeros, y la emoción de otros cuantos que acudirían al partido y desde el lunes comenzaban a prepararse: picando papeles, llenando los extintores, recolectando cintas blancas y de varios colores para lanzar cuando el equipo saliera a la cancha. Todos los días la mediocre prensa deportiva de la televisión se había encargado de generar esa cuota estúpida de polémica que no falta en los partidos importantes, y el tema era obligado en cualquier almuerzo, once, o cena. En las oficinas las infaltables pollas jugando bastante dinero y la productividad nacional que se resentía económicamente aquella semana, de manera inevitable. Pero si no era el fútbol lo que se jugaba en aquel encuentro, sino el orgullo de cuantos seguidores habían de cada uno de los bandos, de tener facultad de que la historia avalara desde ese minuto en adelante una provocativa broma hacia el compañero de curso, a que su equipo saliera en las noticias de todo Sudamérica, a que pudieran jugar la copa libertadores, etc. Hace mucho tiempo que no se iba al estadio a ver fútbol, sino a ser hincha de su propia hinchada, a velar por su orgullo. Y esta vez no sería la excepción. Cuántas tragedias, fracasos laborales y espirituales eran paliadas con acudir cada domingo al estadio, y el fracaso amoroso pasaba a segundo plano si el equipo era campeón. La decadencia cultural del país se va ensombreciendo con la proyección de cuantos ven en el estadio, en las masas, la manera de liberar su ira, y su resentimiento. El deporte más lindo del mundo frente a un vacío cultural. ¿El verdadero progreso debe ser del fútbol, o primeramente de aquellos factores culturales que avalan este tipo de situaciones?