A lo lejos entre el murmullo de la gente, se lograba escuchar Fito Páez y los gritos que iban y venían de cocineros y garzones. Él se encontraba allí desde hace varios minutos, y ella no daba señales de vida. Aquel recuerdo del último verano lo torturaba desde que había puesto un pie en la capital, y con paciencia había aguardado el momento de poder verla. Todo había sido tan mágico, desconcertante, o como ella misma dijo, “irreal”. Se habían conocido hace tan poco, y era tanto lo vivido. En realidad el tiempo se había vuelto confuso, porque la vida disfrutada durante aquellos días era más larga y rica que un año entero. Días y noches de playas y estrellas, interminables juegos de cartas, canciones, olores a vainilla, verdaderas maratones, y esa amnesia tan deseada frente a su pasado frío y denso. El cuidado y la tardanza del momento del “te quiero”, y del mismo beso que disfrutaron en la oscuridad de la noche sin luna. Ese afán medio masoquista de aplazar aquellas cosas con las que más disfrutaba. Por lo menos, en aquel café eso creyó el señor de aquel rincón tibio y oscuro. Ya iba más de media hora cuando decidió emprender camino hacia su casa, después de todo, más que claro tenía que lo vivido en el verano era realmente irreal. Pensó en dejar una nota, pero desistió pronto, pues el mensaje que acababa de recibir en su teléfono confirmaba su hipótesis. La cita jamás llegaría.