La anciana que golpeó a mi puerta, se alegró mucho cuando me vio. ¿Quién era ella? ¿Acaso algún familiar que yo no conocía?
-¿Es usted Fernando? –preguntó con voz cascada. Yo asentí y le pregunté, por mi parte, con quien tenía el gusto de hablar.
-Soy Lupe. ¿Acaso no me reconoces?
Traté de encontrar en mis recuerdos a alguien que se llamara así, pero fue en vano.
-En realidad, no recuerdo a nadie con ese nombre- le respondí.
-¿Cómo puedes ser tan ingrato? ¿Acaso ya te olvidaste de aquellas tardes en que te llevé de la mano por las calles del barrio? ¿Me borraste de tu memoria, pequeño canalla?
La mujer rió destemplada y dejó ver una dentadura escasa y amarillenta. Lupe, Lupe ¿Quién era ella? Nunca tuvimos empleada ¿era acaso alguna antigua vecina?
-En esos paseos, mi pequeño niño, tú me decías que yo era muy bonita, que te gustaría ser grande –tenías recién cinco años- y –créeme- yo me ilusionaba contigo, te imaginaba un mocetón buen mozo y yo una mujer algo mayor pero bien conservada.
Hilaba e hilaba recuerdos, mas, no encontraba nada que me relacionara con aquella mujer.
-Lo siento, señora. Pienso… estoy casi seguro que usted me confunde.
-¡Nooo, mi señor! –aquí la mujer abrió tamaños ojos y se abalanzó sobre mí. Creí estar delante de una loca,-Me gustaría que estuviera presente acá la señora Panchita para que te tirara las orejas.
La señora Panchita a la que aludía la mujer, es mi madre. El desconcierto se me vino encima como una plaga de langostas.
La mujer buscó entre sus ropas y sacó una fotografía desteñida. Luego, haciendo un gesto que no atiné a descifrar, me la extendió. Mi estupor llegó a tope. En esa postal añeja aparecía un niño, era yo. Al lado, sujetándome de la cintura, una muchacha morena, delgada y bastante atractiva, sonreía con gracia.
-¿Me reconoces ahora, rufián?
Claro que la reconocí, era ella, la hija de nuestros arrendadores, una chica de quince o dieciséis años que visitaba a menudo nuestra casa y me hacía arrumacos y me regalaba dulces y todo eso.
-Si, ahora recuerdo- le dije. En realidad, la situación era embarazosa. ¿Qué más podía decir? Le pregunté por sus padres, ambos fallecidos según me confesó.
-Pero seamos prácticos, mi pequeño príncipe…
Me molestaba en demasía que se tomara tantas licencias. Después de todo, los sucesos aquellos habían transcurrido hacía una porrada de años. Yo frisaba los sesenta y ella, representaba por lo menos unos setenta y cinco o más. No venía al caso hacer tanto alarde por un hecho anecdótico.
-Bueno. El asunto es que por fin te encuentro y según me he enterado, estás soltero aún.
-Solterón diría yo- repuse, desconcertado.
-Eso me parece estupendo. Habla muy bien de ti. Yo, por mi parte, también he conservado ese estado y para que sepas, sigo siendo virgen.
-No- me dije –estoy delante de una loca rematada.
-Ha sido un placer, estimada señora, pero ahora debo ocuparme de algunos menesteres y…
-¿Cómo? ¿Me estás despidiendo? ¿Después de todos estos años? ¿Después de tan larga espera?
-Lo siento, no quise ofenderla, perdone usted.
-Es preciso entonces que yo sea clara y precisa. Vengo a cobrarte la palabra.
-¿Qué?
La mujer se aproximó aún más y pude ver el estrago que los años habían hecho en su físico. De la muchachita hermosa de la fotografía, no quedaba nada, absolutamente nada. Su vetustez era extrema y pensé que la demencia senil comenzaba a rondar su apolillado cerebro.
-Un día, que recuerdo como si fuera ahora, me miraste con tus ojitos tiernos y dijiste que cuando crecieras, te casarías conmigo. Y yo, ilusionada como estaba de ese mocetón que imaginaba que serías, sonreí y te dije que te esperaría y que un día te cobraría la palabra.
Me quedé mudo ante tamaña declaración. A decir verdad, un escalofrío de espanto recorrió mis vértebras y se quedó allí, sólido y gélido como una porción del Polo Sur. ¿Qué podía responder a eso? ¿Qué loca podría tomar en serio las palabras de un niño de cinco años? Mi cabeza giró enloquecida y en segundos, pensé que mi vida corría peligro, que la mujer, desquiciada, me apuñalaría para saciar su despecho.
-Un niño es un hombre y un hombre siempre respeta la palabra empeñada-dijo la anciana, mordiendo cada una de sus palabras.
-Un niño es un niño y el discernimiento de un infante no está en discusión en estos momentos- repliqué, enfadado.
La mujer rió una vez más y de entre sus refajos extrajo un papel amarillento.
-Tuve la precaución de conservar este documento. Por años, lo he llevado entre mi seno. Mi figura se ha marchitado, no así la esperanza. Con voz cascada, leyó lo siguiente:
-“Yo, Fernando Cupertino, me casaré con la Lupe en cuanto tenga la edad para ello. Que mi condición de hombre sea puesta en garantía para todos sus efectos”.
-¿Yo redacté eso? ¡Esas palabras no corresponden al vocabulario de un niño de cinco años!
-Si me permites, deberé recordarte que siempre se te consideró un niño genio. Aprendiste a leer a los tres años y leías el periódico todos los días. Ello te permitió dominar un gran número de palabras.
-Me parece que esta conversación no tiene sentido y me temo que debemos dejarla hasta acá- le dije, ya en el colmo de la exasperación.
-Pues bien. Hazlo, cierra la puerta y olvida tus promesas. Pero, desde ahora, el peso de la ignominia hará escarnio de ti. Nunca más podrás empeñar la palabra sin que el descrédito te asalte como el más fiero de los criminales. Cierra la puerta que yo me encargaré que tu honra sea pisoteada como si fuese un escupitajo.
Me quedé en el umbral sin atinar a nada. La mirada de la mujer parecía despedir furiosas chispas. Lo que vivía en esos momentos, era una pesadilla.
-“Un niño es un hombre y un hombre siempre respeta la palabra empeñada”- repetí con una voz ronca, que en nada se parecía a la de ese cándido niño de cinco años que, muchos años atrás se había comprometido con esa mujer. Y luego besé a la que hoy es mi esposa, cumpliendo con un juramento que emergió desde las profundidades de un pasado remoto…
(Y el hijo de la gran perra también está presente los domingos.Mis felicitaciones por la abnegación).
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