Hay una sola ídola, y este es para ella.

Había sentido levemente cómo las puntitas de esos pies desplegados de forma magistral con la sutileza del silencio, entraban en los rincones más amplios de aquel lugar. Escuchaba cómo se dirigían en dirección a la biblioteca, y se paraban cuando crujían las antiguas maderas de la enorme puerta y se perdían junto al resonante canto de los grillos.

Los pies seguían en rumbo certero. No vacilaban en avanzar hacia el propósito último. Una vez situados frente al anhelo nocturno, manos y tronco se apresuraban a entrar en carrera. Los brazos se alargaban con la gracia de los siete años, entre pijamas y mantas escuetas que mostraban una pronunciada barriga.

Alcanzaban apenas el roce de unos pequeños deditos los libros del tercer piso del estante, dejándose seducir y haciéndose esperar para caer en los bracitos de la pequeña Malú. Disfrutaban con éxtasis el momento preciso en que se desplomaban e iban a dar con los doblados brazos y la barriga que se inflaba aún más para apaciguar el golpe.

Las revolucionadas letras de los libros, machacadas y con el vértigo a flor de piel, comenzaban el ritual de ordenarse y prepararse para los luceros oscuros que caerían sobre ellas. El plan de la noche ya se estaba zanjando para cuando la pequeña Malú abriera las gastadas hojas de aquel libro.

En la mente de la pequeña las palabras se vestían de realidades, vivían como siempre quisieron vivir. Eran felices en mancomunión con la ávida lectora, eran reales cuando se unían con ese pequeño mundo y el sentido se iba de un lado a otro.

El sueño terminaba las historias escritas, pero la vida en aquella mente no cesaba. El cuerpo rendido sucumbía a los brazos de aquella mujer grande que la acariciaba. No tardaba en tomarla y llevarla con la misma suavidad a su habitación, los pasos más sonoros se sentían como certezas en las madrugadas de los días.

La miraba desde la puerta todos los días y se preguntaba por qué la vida le había dado un regalo tan especial.