Aún cuando la tarde del sies de agosto seguía bastante llena de polvo y al borde del ocaso, la conciencia no entumecía mis lamentos. Ya era de sospecharse, yo nunca terminaría de escribir la novela que le prometí escribir y jamás tendría el coraje para decírcelo. El olor a claveles entremezclaba la nicotina impura de mi tabaco. Al parecer el presupuesto familiar no había alcanzado para una mejor oferta, al rededor del refugio de cal la tierra humedecida traspasaba el olor putrefacto que entumecía los vientos del lamento. Ya miles de personas habían ido a llorarlo, todos menos yo, su propio hijo. Siempre pensé que escribir sería parte de mi negocio y así complacería la expectativas de mi familia. Pero ya era tarde, ahora ya me había dado por vencido y había dejado atrás los fuegos de tinta que él me había encomendado. Supongo que se quedaría sin final y la novela que él había empezado moriría en el olvido, acompañando los huesos del mismo cementerio en que él se refugiaba. > Perdóname padre< Ya no había nada por hacer, ahora seguiría mi camino vuelta a casa y pensaría en cómo quemar las obras que aún me ligaban a la tristeza de los fuegos de tinta y que tarde o temprano jamás podría apagar.