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Inicio / Cuenteros Locales / albertoccarles / El jinete (una historia de preguntas y respuestas)

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Aquí, allá, no importa dónde, un día cualquiera, de pronto surge la pregunta que te impide seguir como hasta ahora. Porque ya nada de lo que haces, sientes o piensas te complace. En todos los objetos que te rodean, en cada pensamiento que elaboras o en cada emoción que te conmueve, percibes una inevitable falta de autenticidad; algo así como si en el reverso de la brillante cara de una medalla, el óxido corrosivo recordara permanentemente el irremediable destino de toda ella. No resistes esta nueva manera de percibir tu realidad, y te lanzas en furiosa carrera hacia la disolución como única posibilidad para sentir algo verídico, real. Te dejas ir, arrastrado por ese dios que ahora reverencias que es tu absoluto, completo escepticismo: “Si uno es mortal; si nada de lo que haga, sienta o piense tiene valor de por sí; si uno es invariablemente limitado, imperfecto, no existe ninguna justificación para vivir”. Y crees que lo único que puedes hacer “auténticamente”, es no perder esa perspectiva en ningún momento.
Recluido en tu departamento, pronto dejaste de cubrir tus necesidades elementales. A causa de la inanición, que aumentó tu habitual pasividad, comenzaste a sentir un constante hormigueo debajo de tu piel. Proyectaste hacia fuera esa sensación, que adquirió la forma de un tenue velo. A través de él, se perfilaron varias figuras de rasgos apenas definidos. Te acostaste boca arriba en el suelo, mientras el velo se alejaba hacia los cuatro rincones de la habitación. La sensación de cosquilleo creció y se concentró en tu línea media, desde la base del cuello hasta el bajo vientre. Poco a poco se transformó en un dolor insoportable. Para resistirlo, te aislaste en algunos acontecimientos amables de tu vida que lograste recordar. Mientras, tu piel se partía siguiendo el eje medio del cuerpo. Lentamente, como una camisa que se abre, se corrió hacia los costados, dejando al descubierto las costillas y los músculos. Presa de un dolor infernal, te desmayaste. Sangrante y vital, la piel se extendió sobre el piso de madera. Y de los cuatro rincones, apareció, por debajo del velo, una multitud de hormigas, que se acercaron, atraídas por el olor elemental. Miles de ellas llegaron para cubrir la húmeda y temblorosa membrana, hasta ennegrecerla por completo.
Cuando despertaste, la piel volvía a su sitio primitivo, encerrando en su interior a las inquietas hormigas. Ya no sentías dolor y esperabas pacientemente el final de la operación. Los bordes de la piel se aproximaban entre sí, pero tardarían en tomar contacto pues una multitud de insectos se agolpaba en ellos, intentando escapar.
Al día siguiente, los labios de la herida habían cicatrizado. No sentías hambre ni sed, y tus músculos estaban prontos. Te incorporaste y te acercaste a la ventana, a través de la cual contemplabas diariamente a la plaza, en cuyo centro se destacaba la estatua de un caballo. Por tu pecho bullían una infinidad de sensaciones nuevas que tu cerebro absorbía con deleite. Ya no necesitabas otra cosa que concentrarte en ti mismo
Entonces comprendiste que la perfección no es un estado sino un destino, que no necesariamente involucra a la raza humana, y que la muerte es un proceso natural, pero no inevitable; que los seres vivos mueren al convivir con otros, ya que existe un flujo de sentimiento mortal que cada uno irradia con mayor o menor fuerza hacia el ser vivo más próximo. Evitar absolutamente dicho sentimiento implicaría violar la mortalidad. Cubrirse,endurecerse, hacerse impermeable a ese sentimiento, y quizá acercarse a la perfección a través de la inmortalidad... Generaciones futuras tal vez podrían aseverarlo. Ahora, quizá por última vez, deberías salir al exterior y confirmar la veracidad de tus percepciones.
Impresionado por las revelaciones que se sucedían en tu interior, decidiste asomarte al exterior. Caminar por la plaza te ayudaría a reflexionar, y también podrías medir el fluido de tus congéneres.
Frente a la estatua del caballo, encontraste a un anciano, sentado en un banco. Respiraba con dificultad. Inclinado hacia delante, apoyaba ambos brazos en un bastón. Sus pelos, blancos, muy largos y revueltos, la ropa vieja y descuidada, los ojos, brillantes y enrojecidos, hablaban del desasosiego que lo embargaba. Irradiaba por todos los poros una extraordinaria dosis de sentimiento mortal, e intuiste que no dejaría de interrogarte. Efectivamente, al pasar junto a él, te clavó la mirada para preguntarte:
-Dígame, joven, usted que parece saberlo, ¿Por qué los hombres somos todavía seres imperfectos?
La pregunta te asombró mucho menos que la respuesta, que surgió espontáneamente de tus labios:
-Los hombres no son perfectos porque aún se mueven. Porque no tienen la inmovilidad de la piedra- respondiste, señalando finalmente al caballo.
-Pero... Entonces, ¿para qué o por qué nos movemos, si las cosas son así como usted dice?- inquirió nuevamente el anciano, abriendo mucho los ojos. Esperaba la respuesta con la boca entreabierta, por uno de cuyos ángulos se escurría saliva hasta la camisa. Percibiste la proximidad de su final, y el sentimiento mortal que emanaba de él te envolvió de tal manera, que comprendiste su deseo de arrastrarte hacia un desenlace común.
-Se mueven justamente para buscar esa perfección que les falta a causa de que se mueven- le respondiste, acercándote a la estatua.
-Bueno, pero usted tampoco es perfecto, pues también se mueve- agregó el viejo con el último aliento, rabiosamente. Luego se tomó el pecho con ambas manos, mientras en su pálido rostro se dibujaba una mueca de indecible dolor.
-Eso es lo que usted y tal vez otras personas pueden creer- le replicaste. Y rápidamente, sin excesivo esfuerzo, te trepaste al caballo. El sentimiento mortal no volvería a incluirte, ni la imperfección te arrastraría a través del humano destino, porque a partir de ese momento, y definitivamente, te transformaste en un jinete, en un jinete de piedra.







Texto agregado el 18-02-2004, y leído por 369 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-11-2006 Muy bello el texto.Enhorabuena***** clavelrojo
22-02-2004 Joder, que bueno, de la muerte a la reencarnación?, en Jinete. El caballo rampaba?. Saludos nomecreona
18-02-2004 Est texto me fascinó, además de concordar en casi todo. Yo lo cortaría antes del diálogo con el viejo, porque creo que es una segunda parte que se reitera y no aporta demasiado. Hasta ahí es realmente bueno y deja pensando, un beso AnaCecilia
 
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