La carpeta
La primera vez que me encontré a Oscar, en realidad me vio él a mí. Yo iba apresuradamente caminando con la cabeza agachada bajo la fina llovizna que me había sorprendido durante el trayecto hacia el trabajo, cuando de pronto, tropecé con un tipo gordo con gabardina que se me había puesto delante.
-Perdón- le dije sin levantar la cabeza.
-¡Qué coño perdón! Llevo media hora llamándote ¿No te enterabas?- me gritó casi al oído.
Le miré a la cara pero no le reconocí. La verdad es que soy un pésimo fisonomista e incapaz de acordarme del aspecto de alguien que hubiese conocido la semana anterior. El gordo llevaba un gran paraguas negro y, bajo el otro brazo, una llamativa carpeta plastificada de color verde fluorescente por la que se iban deslizando algunas gotas de lluvia.
-Oscar, soy Oscar.
Yo seguía igual.
-Del colegio, tío. Tú, tan despistado como siempre.
Ahora sí le recordé. Oscar era un niño de mi clase que ya apuntaba para gordito desde pequeño. No había tenido mucha relación con él, ya que yo pertenecía al grupo de los despectivamente llamados “empollones” y Oscar, aunque tenía una inteligencia natural agudizada, no prestaba demasiada atención a los estudios y se dedicaba más bien a explorar los incipientes placeres prohibidos de las “rabonas”, los primeros cigarrillos, o los pellizcos apresurados en las enjutas nalgas de las niñas.
-¡Ah, claro, Oscar! ¿Qué tal te va?- me arrepentí al mismo tiempo que preguntaba, porque intuía que era de los que te contestaban con profusión de detalles y yo ya llegaba tarde al trabajo por segunda vez en esta semana, por lo que tendría que tragarme un nuevo rapapolvo de mi jefecillo, que empezaba a tenerme ojeriza.
Efectivamente, Oscar me explicó con pelos y señales todo lo que había hecho desde que salimos del colegio mientras yo miraba la carpeta verde y los acuosos dibujos que iban dejando las gotas de agua sobre ella. Me dijo que había tenido varios trabajos pero que en ninguno se había encontrado a gusto y que él no era persona de dejar el culo sentado en una silla para toda la vida mientras le explotaban por un sueldo miserable. Me dijo que había fundado varias empresas, con algunas de las cuales había ganado mucho dinero, pero que lo había invertido en algunas otras ruinosas por culpa de socios que le salieron demasiado apegados a la caja. Me dijo que últimamente andaba muy liado porque tenía el proyecto definitivo, el que le haría rico para el resto de su vida. Me habló de las nuevas tecnologías, de internet, de una página web que estaba creando que sería una revolución mundial y de no se cuantas cosas más, pero todo ello aliñado con tópicos y lugares comunes, con vaguedades y generalidades que ya empezaban a distraerme, así que, sin dejar de mirar la carpeta chillona, le dije:
-Perdona, Oscar, pero llego tarde al trabajo, otro día nos llamamos y hablamos con más tranquilidad- por supuesto sin intención de darle mi número de teléfono.
-Pero ¿dónde trabajas que no te puedes permitir ni tomar un café con un amigo de la infancia?- alegó sin apartarse de mi camino, con lo que me obligó a la incomoda y descortés solución de rodearlo para poder huir.
-En la oficina de un abogado- contesté alejándome de él-. Nos llamamos ¿eh? Nos llamamos.
Sin volver la vista atrás y acelerando el paso aún oí su vozarrón despreciativo: “Así que tú eres uno de esos con el culo pegado a la silla, anda vuelve, que te voy a proponer un negocio...”
* * *
La segunda vez que vi a Oscar tampoco lo hubiera reconocido a no ser por la carpeta fluorescente. Habían pasado seis meses, era por la tarde y el sol aún calentaba. Yo volvía contento del trabajo porque mi nuevo jefe (al anterior lo habían despedido) había reconocido mi callada labor y me había subido el sueldo. Pensaba darle la buena noticia a mi mujer e irnos a celebrarlo cenando gambas y langostinos a la marisquería de la esquina, algo que no podíamos permitirnos muy a menudo, cuando observé que, delante de mí, caminaba un hombre con pasos extraviados y hablando solo y que, a pesar de la buena temperatura, llevaba una gabardina que parecía que no era suya, sino de alguien mucho más grueso. Quise adelantarlo cuanto antes, pero al llegar a su altura, me di cuenta de que llevaba una carpeta verde fluorescente bajo el brazo y no pude reprimir mirarlo a la cara.
-¿Oscar? –titubeé.
Era él aunque no podía creerlo. Estaba delgado, demacrado casi, con las facciones descolgadas del que ha sido gordo y adelgaza mucho en poco tiempo. Tenía la mirada perdida, el pelo revuelto y la ropa sucia, y aquella descolorida y vieja gabardina le daba el aspecto de un pordiosero que vagaba por las calles.
-Oscar, soy yo- insistí.
Al reconocerme, pareció sorprendido, como si despertase de un profundo letargo, e intentó recomponerse e incluso esbozar una sonrisa:
-¿Qué pasa tío?- su voz no era tan potente como la otra vez.
Esta vez fui yo el que insistió en invitarlo a una cerveza, claramente espoleado por la curiosidad, mientras él aceptaba no muy convencido, casi reacio y desconfiado. Entramos en un bar cercano y nos sentamos ante una mesa cerca de la ventana. Oscar se colocó la carpeta sobre las piernas y la cubrió con su brazo izquierdo, como si guardase un tesoro que tuviera que proteger. Se acercó el camarero y yo pedí cualquier cosa pero Oscar se demoró un buen rato con la carta de las tapas, aparentemente le costaba elegir, ya no era la persona habladora y decidida que me había abordado unos meses antes. En voz baja me preguntó:
-¿Puedo pedir dos tapas?
-Claro, hombre, claro.
Cuando el camarero se fue con la comanda nos quedamos mirándonos. Oscar seguía jugueteando con la carta de las tapas. Quise tratarle con normalidad:
-¿Cómo te va?
-No me has llamado. Me dijiste que ibas a llamar.
Aquello me cogió por sorpresa y quise escabullirme como pude con las excusas habituales, que si no había tenido tiempo, que si perdí su número... Pero no me dio tiempo. Siguió hablando:
-Tú sigues siendo un esclavo a sueldo. Si me hubieses llamado, ahora seríamos ricos, estaríamos nadando en la abundancia, viviendo en un paraíso fiscal, pero, claro, el señorito estaba muy ocupado para atender a un buen amigo de la infancia –comenzaba a recobrar parte de su aplomo y en sus ojos aparecía un brillo intenso-. Pero no te vas a salvar, ni tú ni los demás, yo lo sé todo, lo he descubierto todo...
Llegó el camarero con las cervezas y las tapas y Oscar calló repentinamente. Miró al camarero con descaro y fiereza mientras apretaba con más fuerza si cabe la carpeta. Cuando nos quedamos solos yo bebí y él empezó a comer sus bocadillos atropelladamente, como un animal hambriento, pero siguió hablando y escupiendo trocitos de pan y filete.
-Este también es de los tuyos, también está en el ajo, pero no lo vais a conseguir, nunca me arrancareis mi secreto- ahora golpeaba con la mano la carpeta verde-, queréis haceros ricos con mis ideas, con mis inventos revolucionarios y dejarme a mí en la estacada, tirado en el fango...
-Pero ¿de qué hablas?
-¡No te hagas el tonto!- ya estaba gritando, los clientes del bar nos miraban y el camarero se colocó cerca de nosotros con las piernas abiertas y los brazos en jarra-. Sabes muy bien de lo que hablo, tú y todos los de la conspiración, no me engañáis, no, no.
-Oscar, tú no estás bien- me atreví a apuntar.
Aquello fue el colmo. Se puso rápidamente de pie, golpeando patosamente la mesa con las piernas y derramando las cervezas. Agarró fuerte la carpeta contra su pecho y se fue despacio hacia la calle a la vez que me gritaba:
-¡Asesino! ¡Tú y los tuyos sabéis que guardo un secreto de estado que está protegido por la propiedad intelectual y no parareis hasta asesinarme! No lo conseguiréis, no, ¡Tengo mis contactos!- y salió dando un manotazo en el cristal de la puerta del bar.
* * *
La última vez que estuve con Oscar, él ya no pudo verme, porque estaba dentro de un flamante ataúd de caoba y rodeado de unos pocos familiares, en una aséptica habitación del tanatorio. Me avisó otro antiguo compañero del colegio con el que si guardaba cierta amistad y juntos fuimos a presentar el pésame a la familia. Allí, sentado entre gente mayor y gorda, que no conocía de nada me pregunté qué clase de persona había sido Oscar. No sabía si se había casado o si tenía hijos. Creo que nosotros dos éramos los únicos amigos, por así decir, que habíamos asistido al velatorio, ya que no había más gente de nuestra edad. En el sofá, a mi izquierda, había una señora gorda vestida completamente de negro que se inclinó sobre mí para hablar con otra igualmente gorda y enlutada que estaba a mi derecha, ignorando completamente mi presencia entre ellas, que quizás ni siquiera habían advertido.
-Yo ya se lo decía a su madre, este niño te va a dar un disgusto, este niño se droga- a la señora le costaba trabajo respirar y sus enormes pechos subían y bajaban junto a mi cara –Ya se lo decía yo ¿por qué no se casa este niño? ¿todavía no tiene novia? Pero, claro, a una nunca le echan cuenta...
La otra señora siguió como si continuase el guión del mismo monólogo:
-¿Y por qué no trabaja este niño? Todo el día y toda la noche sentado con el ordenador ese. Y qué ropa me llevaba, pobrecito mío, con esa gabardina que parecía un hámster. Y no se afeitaba, y no se peinaba ¿Y adonde iba siempre con esa carpeta tan fea?
Aquello me interesó:
-¿Qué llevaba en la carpeta?- pregunté.
-¡Qué va a llevar, alma de cántaro! Nada, estaba vacía.
Salí en cuanto pude del tanatorio y en la calle aspiré una bocanada de aire. Se me ocurrió que quizás la vida de algunas personas, de Oscar tal vez, era como aquella carpeta fluorescente, brillante por fuera, pero vacía. Pero no era hora de filosofías baratas, mi mujer me esperaba para ir con los niños a la marisquería.
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