EL HOMBRE QUE VINO DEL FRÍO
“...dicen que murió de frío:
yo sé que murió de amor”
Fragmento del poema La niña de Guatemala, José Martí.
Siempre hay seres extraños a nuestro alrededor que pocas veces miramos. No era un indigente. No. Llegó con dos maletas, botas de esquimal, un abrigo de pieles y una gorra que le cubría la cabeza. Casi nunca teníamos visitas por lo que su presencia llamaba la atención de propios y extraños. Asombraba que a pesar de la canícula el hombre no mostrara ningún rastro de sofoco por su vestimenta. Su tez ruda y curtida, y su mirada expresiva y triste, lo hacían distinto del resto de los mortales.
A su llegada deambuló por la plaza principal, dio unos pasos, se sentó en una banca y sacó una bolsa de migas de pan para alimentar a las palomas; mientras, los niños se acercaban a él y cuando descubrían su rostro emitían un llanto estridente que orillaba a las madres a apartar a los pequeños de aquel hombre. Los parroquianos no dejaban de observar al ermitaño y entre murmullos y señales reían burlonamente por el espectáculo ofrecido ante sus ojos.
Después de unos minutos fue al único hotel de la aldea, se arregló con el dueño y sacó unos billetes para saldar la cuenta. De inmediato, en su habitación, dispuso la cama 30 grados latitud norte y 48 grados longitud este, en dirección al Artico, para recordar su origen y el camino de regreso.
La vida parsimoniosa del pueblo cambió. Las mujeres vigilaban tras las ventanas cada movimiento del forastero y no faltó quien le atribuyera historias de crimen y de horror, aunque jamás se pudo comprobar ninguna de ellas.
Nunca tuvimos contacto con aquel hombre pues su idioma y vida solitaria frenaban cualquier diálogo o encuentro, sin embargo el aroma de su piel y su fisonomía tenían cierta familiaridad al grado que nos evocaba a un personaje que nos había visitado en el antaño. A pesar de su indiferencia, tomamos cariño por el hombre y éste se hizo parte del paisaje.
Como rutina, todas las mañanas, el extranjero iba al brazo del río y embarcaba mar adentro. Eligió un acantilado que por sus formas abstractas semejaba un iceberg. Ese lugar le serviría de observatorio. Él, en las alturas, inmutable, fijaba su vista en el horizonte como una estatua humana, a la espera oía cómo zumbaba el viento emanado de las profundidades y se perdía con las gaviotas en el azul océano.
Un día nuestro huésped no regresó de su expedición, razón por la cual los pescadores y yo nos congregamos para ir a su búsqueda. No tardamos mucho en encontrarlo. La escena era conmovedora y triste. Sobre la roca, yacía su cuerpo inerte. Un charco de sangre lo empapaba como una inmensa gota de aceite. Tenía un brillo ambiguo en sus ojos dispares que contrastaba con su sonrisa plena. En el regazo del forastero, unidos para siempre, reposaba una sirena albina, quien llevaba una rosa blanca sujetada a sus dientes y en su frente descansaba una corona de azahares. La sirena tenía una imagen inmaculada, ajena al mundo, y una belleza sin par, más allá de su piel escamosa de pez dorado, deshidratada por la falta de agua y por el líquido rojo en su estilada silueta que el hombre le había salpicado.
Al abrigo de la luna, encendimos las antorchas para trasladar los cuerpos sin vida. En la comisaría estaban reunidos los habitantes del pueblo quienes dieron muestras de azoro por la tragedia.
A pesar de la vida ermitaña del sujeto nadie dejó de asistir al funeral. Durante la marcha fúnebre y al toque de los tambores se transpiraba un ambiente de inmenso dolor, los pájaros dejaron de cantar y cayó un rocío de lluvia, como gotas de llanto vertidas del cielo. El silencio habló a dos voces.
Empezaron las investigaciones. Se contaban leyendas míticas, sin embargo nadie aportaba indicios para explicar los hechos. Finalmente, el hotelero entregó las valijas del hombre de nieve. Entre sus pertenencias había unas fotografías en donde el extranjero posaba con otros amigos, justamente en la plaza principal de nuestro pueblo. También hallaron unos bocetos del mar, conchas, corales, un frasco con arena, estrellas de mar, esbozos en un lienzo de la sirena recostada en el acantilado y apuntes de un diario en donde el hombre narraba las noches de desenfreno y soledad por no despertar junto a ella.
Al paso del tiempo los sucesos se encadenaron. El pueblo fue anfitrión de un encuentro de culturas del mismo Continente, en apariencia distantes. El hombre estuvo aquí, en ese encuentro. Él nunca había visto el mar, sólo tenía a su alrededor paisajes blancos durante ocho meses de invierno y, en contraste, desde la misma perspectiva, enfrentaba el deshielo interminable de temporadas cálidas.
Dicen que el mar le robó el alma y que no pensaba más que en su inmensidad. En una visita a ese recinto sagrado conoció a la sirena albina y quedó profundamente enamorado en el mismo instante que advirtió su blancura.
Las horas son inalterables y aquel encuentro de culturas terminaba. El reloj marcaba el camino de regreso a casa, lo cual implicaba dejar su alma y su amor en el rincón de los recuerdos, en el mar. Desesperado, el hombre, tomó rumbo al acantilado y con un llanto profundamente humano no pudo despedirse de su amada. En un desborde de pasión, la cargó en brazos, la ató a su espalda y huyó con ella, lejos, a su tierra natal. Vivieron momentos felices, pero el hombre no tomó en cuenta que en la vida real todo se descompone y que, literalmente, la sirena moría de frío, al percatarse de ello, la cobijó y la atavió con ropa apropiada y prendió fuego para recuperar el calor, no obstante, la sirena tenía que zambullirse en el agua para no desfallecer, entonces, él, fue a buscar una plancha de hielo y abrió un gran boquete, bajo éste emanaba una corriente de agua cuyo cauce conducía al océano. Regresó por su enamorada y la sumergió en el pozo. La sirena, con las ropas puestas, cayó en las profundidades, pero, debido al peso, no logró flotar. Abajo, las temperaturas descendían a 40 grados menos cero. El hombre del frío observaba la escena a través del espejo de hielo. Paralizado por el pánico no pudo hacer nada. La sirena murió de hipotermia mientras que la corriente la arrastraría al océano, a lugares insospechados.
El hombre corrió tras ella, después la perdió de vista, sólo alcanzó a emitir un grito desolado, se sentó por horas con la mirada perdida hasta que fue a su refugio, tomó un par de maletas y un mapa de mares y ríos. Por fin, cuando recuperó la cordura miró el atlas del mundo y tomó rumbo al Sur, por los litorales. Ese hombre caminó muchas lunas y soles, entre bosques, selvas y desiertos, no lo detuvo el hambre ni la sed ni las fronteras. La brújula que portaba paró sus agujas aquí, en la villa, y sin saber que el futuro por venir trazaba la línea del destino. La vida le ofrecería un viaje de retorno para recobrar su alma y a su amada perdida en el fondo del mar.
Ahora sus cuerpos reposan bajo el limo. En la lápida de él reza la frase “El hombre que vino del frío” y en la de ella se inscribe la leyenda “La sirena que murió de frío”. Solo sé que se amaban y que no murieron de frío. Ambos, descansan en paz. Cuando elevo la vista al cielo, veo dos estrellas fulgurantes y redondas, blancas como el alba e imagino que están allá, reunidos al calor de las brasas.
Lady López, 2007.
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