El amor se pudre, justo como tú. Tus ojos me repelen, tus manos me asfixian, cada célula de tu ser me incomoda y el verte me es imposible. Paso otra maldita noche pensando en el tiempo perdido. Pensando en quien fui: un idiota; en quien soy: nadie; en que hice, y no me arrepiento de nada. Tu voz perforaba mi sien, se alojaba en mi cerebro como una terca alimaña que, por más daño que le hacía, se negaba a irse. Tus caricias, insípidas, frías, me quemaban la piel, no soportaba esa tortura, “te gusta” me decías, “quieres que siga” y mi cerebro imploraba que te detuvieras, que no destruyeras lo poco que quedaba de mí, pedía piedad, pero mi boca, siempre terca e insensata, te pedía que siguieras, como un autómata, sin el más mínimo sentido. Y ahí me di cuenta de todo, mi corazón controlaba mi cuerpo, mis sentimientos opacaban lo que mi cerebro indicaba, y yo sufría creyendo no hacerlo. Por eso no me arrepiento, perder mi corazón fue lo difícil, en adelante todo se volvió fácil, casi trivial; debía terminar contigo. Así que hice lo más obvio, solo necesité mis manos, las cuales, simulando caricias vacías, se acercaron a tu cuello, no lo soltaron, apretaron cada vez más. Sentía como luchabas, tu garganta intentaba gritar, pero no podía escuchar esa voz, no otra vez, así que te maté. En adelante no importó más. La policía, la cárcel, las pesadillas, todo fue un alivio. Ahora soy feliz, más que nunca, no deseo más en la vida, solo un poco de paz en las noches, un lápiz, un papel y que dejes de aparecer en mi mente.