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Era sábado por la noche, cumpleaños de Enrique, uno de sus mejores amigos.
Enrique cumplía cincuenta y siete años y, en más de un sentido, era la antítesis de Alejandro. Casado en segundas nupcias con Manuela, con hijos adolescentes fruto de su primer matrimonio, con una vida sedentaria y tranquila. Era el jefe de redacción de una de las publicaciones para las que escribía Alejandro, típico ogro a la hora del cierre de edición pero oreja gentil cuando su amigo lo necesitaba. Cuando se divorció, Alejandro había sido su pilar aún a pesar de la corta edad que tenía. Por aquel entonces los quince años de diferencia eran enormes, pero a sus veinticinco el Tano, como lo llamaba cariñosamente, era un tipo bien plantado en la vida, práctico y sólido.
Juntos se habían emborrachado y habían cantado a los gritos llorando sus penas de amor, juntos se habían gastado sus magros sueldos de periodistas en cabarets de cuarta categoría con señoritas de dudosa reputación, juntos habían celebrado la incorporación de Enrique a aquella editorial y su renacimiento al amor. Enrique quería como a un hermano desde entonces a Alejandro, y por eso le dolía el alma al verlo tan solo. No comprendía esa tozudez de su amigo de no buscar alguien con quien compartir sus ternuras y sus asperezas. Era entonces cuando se transformaba en una “comadrona casamentera”. Ya había agotado las reservas de amigas solteras de su segunda esposa e incluso se había arriesgado a llamar a algunas amigas de su ex pareja, ahora el trámite se había extendido a las compañeras de redacción. El tema se había convertido prácticamente en un hobby para Enrique, como apostar en el casino. Ponía sus fichas en una dama en particular, preparaba la trampa y calculaba cuánto tiempo duraría, abrigando siempre la esperanza que esa fuera la definitiva.
La cena con los amigos se había programado, por idea de Manuela, en un resto-bar muy de moda. Excelentes pizzas, ambiente cálido y tranquilo, decoración sobria y minimalista, y por si fuera poco tenía el añadido de una exquisita música, un bar estupendo y una pequeña pista de baile que los sábados por la madrugada desbordaba como en las mejores discos. Alejandro se bajó del taxi oliendo el aire con nerviosismo, como un ciervo antes que el puma se abalance sobre su cuello. Se imaginó que su amigo no iba a dejar pasar semejante oportunidad para por enésima vez ofrecerle una dama y cuando lo llamó por teléfono esa mañana, algo en la insistencia de Enrique en confirmar su presencia en la cena lo terminó por delatar. -El catálogo y la paciencia que tiene son inagotables, pensó mientras abría la puerta del local.
Una mano en alto y la voz ronca de Enrique gritando “¡Tano!” lo guió hacia un grupo de gente cerca de la barra en el sector del bar. Muchos estaban en pareja, los ojos negros de Alejandro repasaron los rostros maquillados de las mujeres, reconociendo a algunas y temiendo encontrarse con la que seguramente sería su cita a ciegas esa noche. Se acercó a su amigo y fundió en un abrazo que no necesitó de palabras. Enrique le presentó a algunas personas y dejó que Alejandro saludara a sus propios conocidos. Después lo tomó del brazo y lo condujo con cautela a un extremo de la reunión, allí estaba. Su nombre era Virginia, trabajaba en la redacción como correctora, rondaba los treinta, alta y bonita en su estilo, algo formal para vestirse pero con una voz sensual y una mirada azul sugestiva. Alejandro dedujo que a Virginia ya le habían explicado qué clase de hueso duro de roer era él, sonrió por puro compromiso y preguntó un par de nimiedades circunstanciales después que Enrique se escabulló para dejarlos solos. Virginia evidentemente era un tanto tímida porque respondió lo justo y necesario para después sumirse en un silencio incómodo para los dos. Permanecieron así, uno al lado del otro mirándose de soslayo, Alejandro pensando mil posibles preguntas e insultando mentalmente a su amigo por ponerlo en situaciones tan penosas. Después de unos minutos así, notó que tenía la boca seca y se alegró por encontrar una excusa fabulosa para alejarse, pero ella sonrió y le pidió que por favor le trajera un vodka con hielo.
–Apuesta fuerte para vencer su timidez, pensó él mientras se escurría entre los invitados para acercarse a la barra. Mientras que el barman servía el trago de Virginia y su Martini se acodó en la barra y prestó atención a su entorno, la diversidad era asombrosa: matrimonios mayores o jóvenes con niños corriendo entre las mesas, grupos de hombres solos, algunos en evidente cacería tramposa y otros orgullosamente gay, mujeres de mediana edad, probablemente esposas rebeldes que habían conseguido dejar a sus hijos en casa al cuidado de los padres o de los abuelos, o divorciadas a la pesca del siguiente candidato, pequeños grupos de jóvenes con risas sonoras … Ante una seña del barman giró para recibir las copas, fue por eso que no la vio venir.
CONTINUARÁ |