Dos segundos antes de espirar mí último aliento, pensé o mejor dicho recapacité sobre todo mi recorrido. Después de meditar el tiempo justo que mi situación de moribundo me permitía, contemplé una barca que se alejaba, acto seguido la oscuridad lleno toda la nada.
De pequeño una idea me venía siempre a la cabeza, el día de mi muerte el mundo acabaría, mis pensamientos dejarían de crear el paisaje que me rodeaba y todo carecería de sentido.
Que ilusos y que graciosos podemos ser, inocentes diría yo.
La vida te trae sin sabores que inundan la inocencia y crean angustias, según vamos madurando, acercándonos al último latido.
Es inútil quedarse contemplando la sombra que proyectamos, como inútil es querer comernos el mundo insaciablemente, sin dejar un minuto para disfrutar del aire que inunda nuestros pulmones.
Lástima, pensé, que triste darnos cuenta tan tarde, moribundos, con la mortaja puesta y un individuo con sotana diciendo palabrerías absurdas y echándonos el aliento, consumiendo el oxigeno que necesitamos para aguantar un segundo más, para que nuestra vela agote las últimas gotas de cera.
Ajeno a todo necesité que la brisa volviera a acariciar mi cuerpo mientras contemplaba la puesta de sol, cuantas cosas existirán en el mundo y simplemente deseé eso.
Ya no quedaba tiempo, todo lo éxitos y derrotas que llevé sobre mis espaldas desaparecían progresivamente, ya nada me hacía diferente del más rico o del más pobre. Del feliz o del infeliz, me unía a ellos en la infinidad inexistente del mundo que nos absorbe a todos.
Adiós, dije sin palabras despidiéndome, no de los demás si no de mi mismo, volví a ser niño a creer que después de mi no habría nada, como nada hubo antes.
Moría en paz, alejándome en la barca más allá, hacía la nada.