Esa guitarra colgada, es toda una amenaza para mí. Imagino las bellas melodías que podrían arrancársele y que se desgranarían como fumarola de plata para el que quisiera escucharlas. Para mí es una amenaza, porque ignoro sus secretos y las veces que me he atrevido a tañer las cuerdas, lo único que he conseguido es que se me enreden en los dedos, creándose, con ello, una sinfonía de desconciertos.
Me fascina contemplar esa guitarra colgada a la pared, acumulando el polvo de los días y una telaraña que registra patética el abandono, al tejer una minúscula tela en una de sus aristas. Me fascina contemplar sus maderas pulcras y barnizadas con maestría, mas, permanece muda en ese rincón, esperando al ser amable que la haga hablar y cantar.
La guitarra muda es como la mujer bella que aguarda en el ventanal a su príncipe adorado, ese ser edificado con neblina y con trazos idealizados por su imaginación, hombre de músculos más livianos que la brisa que refresca aquellos sueños, hombre de labios fabricados para cantar una romanza y alabar los dones de la bella.
Esa guitarra colgada en el muro es, para mí, la imagen de la frustración, el minuto de silencio que se perpetuó en ese recinto, para cubrirse de polvo y telarañas.
Algún día, alguien la desprenderá de ese lugar como quien corta un racimo de uvas y gajo a gajo y nota a nota, la irá reconciliando con su naturaleza. Entonces, emergerá aquella canción, algo desafinada que, tras algunos estirones de sus cuerdas adormecidas, recobrará su justeza y hermosura. Y ya no será una amenaza para mis manos y sí un arrobo para mis oídos que, jubilosos, le abrirán paso a ese río de notas arracimadas que le cantan al amor…
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