Te veo a través de las azules y fantasmagóricas figuras que forma la fragante niebla que surge del cigarrillo que sostengo. Me pierdo en tus ojos imaginando cómo se ven los míos después de tanto verte. Lentamente el hijo de la vid adormece mis sentidos y me elevo entre confusas imágenes que se superponen caóticamente, como notas de una orquesta conducida por un director psicótico. Y así me desconecto del mundo. Y así me encuentra el nuevo sol, muy despacio iluminando la vida ahora completamente invertida. Veo tus ojos, tu hermoso rostro en contraste con el gris y el rosa del cielo. Caminas en el aire y una pequeña gota de rocío desafía la gravedad suspendida eternamente en tu mejilla. El sutil vaho en el frío aire acerca recuerdos, imágenes de una vida anterior en tus brazos, en tus espaldas. Recuerdos de hielo y plata sumergidos profundamente en mi inconsciente. Recuerdos de oro y sangre flotando en el límite de la razón. Lentamente me encuentra la evasiva cordura, rescatándome. Un estremecedor chasquido en la oscuridad de la que aún no me puedo liberar completamente. Muy despacio, temeroso, preocupado por los efectos que mi indecisa acción pueda tener sobre el mundo presiono el suelo con fuerza para que nuevamente el cielo esté arriba y la tierra esté abajo. Con violencia aterradora una mano gigante comprime mi cerebro y mis entrañas. Un interminable caudal de recuerdos mal acomodados brota de mi boca y se estrella contra el húmedo asfalto. Por un microsegundo veo la repulsión en tu rostro. Después, como siempre, tu expresión siempre cariñosa, reflejo del amor incondicional que por algún motivo casi olvidado me profesas. Culpable. Así me siento. De mis labios nace una promesa vana. Un pacto mil veces firmado y mil veces olvidado. De tus labios nace un suspiro y las mil veces pronunciadas palabras que se me clavan en el alma como agujas en un muñeco vudú: "Si, claro. No tomo nunca más. No te creo, amor. Ya no te creo".