Cielo abierto
La luna era un ojo radiante que nacía en la hoja de un cuchillo en medio del negro azulado atestado de estrellas y abajo todo nieve y la verticalidad perenne y estoica de los árboles, afuera.
Adentro chupaba el culo con las rodillas en la alfombra y toda ella en la cama arañaba las sábanas azules mientras los dedos de Omar separaban las nalgas dóciles para que la lengua pudiera acceder al gusto interno y el viento helado esbozaba un capricho en el vidrio como si quisiera meterse a morder al calor de aquella habitación (entonces el culo le mordía la lengua), y el cielo como una babosa colosal sobre la montaña como encerrando en un puño de sombras a la pequeña y cuadradita luz de caramelo que era la casa.
Sabes lo que viene, sabes que debiste saberlo desde hace tiempo mas no querías verlo. Puedes leerlo si quieres. Ahora.
Ni aun cuando el aliento hubiese dejado de elevarse en una nube imbécil los ojos se habrían vuelto hacia el pasado: esos ojos casi golpeaban la ventana.
Aún la plata gaseosa de la luna encanecía la nieve mancillada de huellas como un queso (afuera) cuando Omar estudiaba el carmesí baboso de la vagina con los dedos y Natalia como si el universo funcionara entre sus piernas. Como si el pasado estuviera oculto del otro lado de sus ojos para siempre aunque no soportaba pensar en ello.
Y lo recuerdas. Bajaste del auto y caminaste horas por la nieve y con el viento en contra del rumbo de esas huellas, tan de día que el aire encandilaba a la vez que calaba hondo de frío en la nariz: buscabas tu presa, y entonces también sabías lo que venía. Tan azul tan blanco y tanto verde que se desbarrancaba por aquellos troncos que no pudiste imaginar mejor perfección, y sólo tú desentonabas.
Construían el brillo que sólo las lenguas pueden darse el gusto de lucir en los paisajes rugosos que hace la piel sin ascos ni sonseras; y bocanadas de carne se hacían besos a veces, como pensamientos de sangre embravecida o limbos del transcurrir un fuego al cielo desmembrándose en llamas para hacerse uno y los dedos en la boca, y de esas pieles un abrigo de bebida tibia y salada, y del aire una nada tupida y ruda de disipadas sonrisas (por el fuego), y se dejaban hacer los movimientos como solos (adentro).
También amabas el trueno del disparo en ese tiempo. No podías impedir que la adrenalina de saberlo guiara al lujo de la muerte por la montaña, tu lujo, el que te llevaba de las narices como aquel gusano helado que hacía el céfiro hostil hasta la laringe y te mantenía tieso y alerta, tenaz. Ahora sabes que no guiabas, que había una fuerza que te cargaba con el fusil y el cuchillo pero la luminosidad era tanta que parecía imposible que algo se fuera de tus manos. Te llevó meses escribirlo con lujo de detalles. Puedes leerlo si quieres. Ahora. Porque entonces ya estabas algo viejo y no lo sabías o no podías controlarlo. Natalia tampoco parecía notarlo con esos ojos tan lozanos porque eso sí parecías controlarlo, o tal vez era que ella no necesitaba verlo. Y sucedió.
La primera vez había sido en la misma casa y cuando Omar convalecía de la herida. Ella no podía controlarse y sin embargo mantenía la mesura del marido bastante mayor y a penas si podía ver en esos ojos el dolor que sólo el pánico de sí mismo pudo causarle; el viejo hombre tenía eso en el rostro entero y Natalia tenía a Omar como un ardor íntimo. Omar acostado en la pieza de servicio y ella con la vianda y los analgésicos y simplemente descubrió el cuerpo hasta la cintura. Los médicos del poblado habían aconsejado que no se agitase, que se estuviera tranquilo; entonces ella lo hizo por él, tomó la verga y no cesó hasta paladear la grumosa leche salada mientras el estío alcanzaba lejanos recuerdos y la paja resultaba exquisita y luego metió los dedos empapados de su orgasmo en la boca del hombre y lo besó empapada de semen y supo que no cesarían jamás esos temblores mientras el verano empapaba de cielo la casa y las flores.
Hasta que descubriste al hermoso animal. Tenías que acercarte varios metros y esos árboles, entre esos árboles como monstruos de palo vivaz y cómplices y la nieve esponjosa de primavera. Estaba en tu mira como mirándote, no podías fallar esa vez porque sabías como todas esas veces lo que venía y el cuchillo para llevarte el trofeo con todo el aire para ti y la nubecilla boba que era tu aliento entrecortado porque en ese momento, en el momento previo al trueno del disparo había que paralizar el respiro y el tiempo, lo recuerdas bien, como ahora: resbalaste y no hubo más ciervo en la mira de vidrio pero el tiro salió y eso significaba el fin de la jornada porque el animal se esfumaría y fue la primera vez que pensaste en que quizás estabas algo viejo mientras que algo azul como el de las sábanas de Natalia se hacía una bola a unos cien metros no era parte del paisaje tan natural y tuyo. Y fuiste a ver y allí estaba.
Y como de costumbre vaciaba su cerebro de sangre y pecados que iban a explotarle la vagina y las tetas en el tamaño del hombre todo para ella toda para él todo fragor tras aquella ventana de la casa de caramelo donde el viento afuera no alcanzaba a morder el aire y un cuchillo reflejaba la luna. Acabaste de verlos otra vez pero sigues allí en aquella primavera cuando acudiste al bulto a unos cien metros y siquiera pudiste dudar que esa bala era de tu fusil y ese alpinista estaba malherido y el terror de salirte de ti mismo. Vamos, lo has escrito, no fue lo del accidente, miraste sus orejas, menos mal que no sangraban porque eso era muerte. Y luego el pánico y la visión del cuchillo, ibas a hacerlo, ibas a eliminar toda clase de testimonio en tu contra, estuviste a unos centímetros pero no sabías lo que hacías y ese cielo tan abierto que no te ha dejado en paz, el cielo que se abrió en sus ojos cuando ibas a degollarlo y en realidad estabas metiendo a Omar en tu vida y así fue que en resumidas cuentas no pudiste dejarlo ahí. Y sabes que la amas y jamás dejarás de hacerlo y jamás podrás contarle a Natalia lo que estuviste a punto de hacer y es así como comprendes que ella tampoco te contará lo que ya sabes. Entonces sabes que no puedes matar a quien de tu gatillo ha acabado con tu tiempo. Vuelves sobre tus pisadas con todo el aplomo y los hombros como cargando el cuerpo que hace dos veranos cargaste herido y ahora tumbado exhausto junto a Natalia que parece feliz, sabes que ése es tu mayor anhelo; también sabes que ese cuerpo debería ser el tuyo, y que lo es en algún modo.
|