Cuando mi padre se refiere al abuelo Antonio, su padre, siempre lo hace de forma pausada, con cierto temor, como si el evocarlo con el pensamiento fuera una osadía. El miedo que alimentó en sus hijos ha dejado marcas en todos, algunas físicas, otras más graves.
Para mí, el abuelo ara un hombre serio, reservado y frío pero nunca violento. A lo largo de mi vida crucé con él pocas palabras y con el paso de los años ellas fueron tomando la forma de gestos y ademanes. Asentir levemente con la cabeza al llegar a su casa, quería decir “buenas tardes abuelito”; levantar la mirada y esbozar una sonrisa también quería decir “buenas tardes abuelito” pero solo lo usaba para despedirme.
Aquellas tardes de domingo en casa del abuelo se convertían en un bello escaparate de gestos de mi papá y de mis tíos, todos ellos mucho más complejos comparados con los que yo usaba. Esas reuniones transcurrían sin que Don Antonio dijera una sola palabra. En la comida siempre se abordaban temas diversos y para involucrarlo, mis tíos se limitaban a decirle:
— …o ¿no? Papá— y el viejo gruñía.
Lo recuerdo caminando en el comedor de su casa, con la mirada perdida; daba ocho pasos exactos hacia la cocina, después giraba sobre su eje y emprendía el mismo camino de regreso hasta el comedor con otros ocho pasos. Un día le pregunté:
—¿Qué haces?— y me contestó en tono seco —Caminando, ¿qué, no ves?
Podía pasarse horas así, y me gustaba observarlo, quería develar sus sueños con la sola mirada; lo revisaba desde los zapatos, siempre negros e impecables, hasta el último cabello de la cabeza, también negro. Era como una fotografía en movimiento que con el tiempo se iba alterando, destiñendo; primero lo noté en su andar. Lentamente se fue suavizando y los ocho pasos hasta la cocina le tomaban más tiempo; antes, con los hombros echados hacia atrás y un paso firme al caminar, parecía que realizaba una guardia militar; usaba unos lentes de carey que cada día le caían más sobre la nariz, hasta que se le salían de la cara.
Cada domingo yo tenía la sensación que había dejado sus pensamientos congelados y los había guardado en la cabeza para continuarlos el siguiente fin de semana.
En una ocasión, él y yo veníamos bajando las escaleras de su casa, él cargaba una taza de café y resbaló; rebotó sentado sobre los últimos escalones mientras su fleco se desacomodaba caprichosamente con cada golpe, al armazón de carey salió volando junto con la taza y el café. Al pie de la escalera estaban mis papás y mi hermano, sé que todos contuvimos la risa y el aire en la casa se detuvo, podía escuchar el sonido de mis párpados al pestañear, el viejo se levantó como impulsado por un resorte, se sacudió el pantalón y con el fleco sobre la cara nos gritó:
—¡Recojan este desmadre que ya se cayó el café!—
Jamás cometía errores, lo que él hacía según sus propias palabras, eran planes de los que los demás no tenían conocimiento.
Un buen día, la foto se decoloró, mi abuelo cayó enfermo y después de años de silencio, en el lecho de muerte, decidió hablar y se dirigió a cada uno de nosotros para contarnos sus sueños y sus anhelos, sus miedos y sus necedades. Cuando llegó mi turno de hablar con él, no cambió la dinámica de nuestra relación y sólo se limitó a decirme:
—Sé bueno y cuida a tu padre.
Pocas horas después murió dormido. Supuse que lo que me había dicho, habían sido sus últimas palabras.
Mi abuela y la enfermera que lo cuidaba me dijeron después que poco antes de morir, lo habían descubierto dormido en una posición bastante incómoda, por lo que decidieron enderezarlo entre las dos; una lo levantó de los pies, la otra por los hombros y a la cuenta de tres lo empujaron tan fuerte que se golpeó la cabeza con el buró de la recámara; él abrió los ojos y les dedicó a ellas sus últimas palabras:
—¡Fíjense, par de pendejas!
|