Hay yacía, en una cuna de oro, mecida por una mano extraña y con la textura de la corteza de los árboles centenarios, miraba el cielo por del tragaluz en el techo del cuarto pero no distinguía más que las nubes grises. La mujer extraña seguía meciendo la cuna y de cuando en cuando asomaba sus cabellos negros y gastados, y entre ellos, su cara dulce y arrugada como una pasa, solo que esta era pálida como un anima. Sus melancólicos ojos parecían añorar los viejos cerezos silvestres que se veían en la sima de la montaña a través del sucio cristal de la ventana sur del cuarto.
Lo que sin duda destacaba era la inocente alegría que irradiaban aquellos ojos azules que miraban fijamente una mariposa posada en el tragaluz, pero el sonido sordo, casi inaudible de una lagrima al chocar contra la dura tela de los abrigos, impulso a la mirada de la niña a seguir el trayecto de de una segunda lagrima que caía como si llevara el peso de la pena del alma de esa extraña mujer.
Una corriente fría, como las que quitan el aliento y anuncian un encuentro mágico, recorrió todos los pasillos de la vieja casa hasta llegar al cuarto y golpeo la puerta como pidiendo permiso para entrar, y la mujer extraña cayo, frente a la expectante mirada de la pequeña.
Los grandes ventanales al norte de la habitación, se abrieron de par en par, y una criatura de alas negras entro por ellos, y con sus fríos labios, beso la tersa piel de la frente de la niña, tomo el anciano y cansado de la mujer y por el mismo ventanal que entro, salio emprendiendo el vuelo y dejando el ambiente con olor a muerte y a miedo pero con un aire a paz.
La imagen permaneció nítida en la mente de la niña, que se convirtió en mujer y que hasta ese momento no se había percatado de que aun seguía enserada en la misma habitación. |