“No estoy aquí, esto no está pasando” era lo único que repetía una y otra vez mientras el vehículo daba vueltas sin control. No se en que momento terminé en tan preocupante situación, pero todo se tornó extraño desde que conocí a Liliana (o así me gusta decirle, pero también podría ser Natalia). Oscuras las luces de la calle por falta de luz, oscura su ropa por exceso de pasión, oscura mi alma por falta de ti. Le hablé y ella me ignoró, así fue como entró en mi carro. Cada palabra que eventualmente salió de su boca impactaba mi pecho y me dejaba una marca en el ego, de esas que sé que nunca me podría borrar. Las palabras que yo decía rebotaban en las puertas y vidrios sin siquiera tocar la belleza de mi copiloto, gotas de lluvia que veía caer a salvo desde su cuarto a través de una ventana que probablemente estaría empañada. No hubo charla, solo monólogos interrumpidos por monólogos y declaraciones de amor interrumpidas por bofetadas verbales. Lágrimas cayeron y carcajadas retumbaron; nos conocimos en minutos lo que no hubiéramos logrado en milenios. Todo llegó a su cumbre cuando en un instante me robó un abrazo, un beso, un suspiro, un segundo y dos palpitaciones. Después de eso solo recuerdo un fuerte golpe, el carro descontrolado, su frase repetida en serie infinita y no verla más. Cuando me trajeron al hospital me dijeron que eso me pasaba por conducir ebrio, pero no estaba ebrio, solo estaba enamorado. Piensan que estoy loco porque les hablo de Liliana. Astuta como ninguna hizo la jugarreta final: no haber estado ahí, como si eso no hubiera pasado.