La primera marca alfonsina vino mucho antes de haber recibido la marca de Alfonso, Esta marca del mago Zaid no es, afortunadamente, un homenaje póstumo como fue el de Inclán.
La voz impostada se pegaba al pequeño micrófono:“Un saludo y premio de consolación de un peso al piloto Jorge Cortés, que no pudo venir, porque se tuvo que ir a trabajar con su papá.”
El moderno magnetófono portátil registraba las palabras de Alfonso al término de aquella épica carrera de autos. La premiación, en medio de la algarabía transcurría entre participaciones musicales de la concurrencia, entrevistas a los participantes y risas.
El camino había sido arduo y extenso.
Durante días habíamos recorrido largas rectas, peligrosas curvas, empinadas montañas, oscuros túneles y largos pozos, estos últimos exigían arrojo y determinación así como un cálculo preciso, pues quedarse atascado en uno de ellos significaba tener que esperar a que el piloto que viniera atrás, nos sacara. Alcanzar la más próxima meta era un alivio, pues significaba no tener que repetir el reciente recorrido que perversamente había trazado el mismo Alfonso.
Él mismo había descubierto y puesto en práctica la forma de hacer estables y más veloces los carritos de plástico que comprábamos en la mercería de la esquina “ El Botón”. Su idea, que copiamos todos en cuanto la vimos, fue quitar la tapita inferior y rellenar con plastilina el cuerpo hueco de aquellos livianos autos, luego vino el buscar aligerar el roce de los ejes y hasta el buscar cambiar las llantas por las de otros modelos.
Teníamos ocho, diez, doce años, y al caer la noche las voces de nuestras madres comenzaban a llamarnos, dejando pendiente la justa para el siguiente día, previa inspección y marcación del lugar de la carreterita donde habíamos quedado. Vendrían los sueños en bandada, que compartíamos al otro día, cuando reiniciábamos los tres golpes por turno a nuestros carritos.
El mismo magnetófono ¡de cassette! que en los años setentas le había traído mi tío como la novedad que era, grabó en nuestro club, que originalmente había sido construido como casa de muñecas para Estela, decenas de cintas con voces gritonas e infantiles que por años volvimos a escuchar divertidos, pero que desafortunadamente un día robaron de su vocho, quedando en manos de quien seguramente no supo apreciarlas en su magnitud.
La creatividad de mi primo era realmente asombrosa y al paso de los años la miro con más admiración. Recuerdo también su bicicleta, customizada casi como lo hacen hoy con las Harley Davidson. A un modelo común y corriente, le fue poniendo partes para modernizarla: Pintura personalizada, manubrio alto, asiento banana, respaldo alto, y el famoso “ motorrun”, un simpático motorcito de plástico que no hacía otra cosa que emitir un sonido como de motocicleta y que después otro ingenioso, sustituyó por un envase plástico de frutsi sostenido entre la tijera y los rayos de la rueda. La bici de Alfonso era la envidia de más de uno de nosotros.
Esa misma admiración o envidia, provocó otro de los más recordados episodios de nuestra infancia. Alfonso había decorado unos huacales de fruta con árboles, lianas, toda una jungla con nada menos que la casa de Tarzán, nos había invitado a jugar y habíamos pasado horas alimentando nuestra imaginación en aquellos decorados que hoy recuerdo dignos de un pequeño set cinematográfico, pero que habían sido hechos con puro material de desperdicio, incluso los personajes, montados en leones o en panteras los vendían en el mercado de Azcapotzalco sumamente baratos . Al llegar la época de navidad , mis padres preguntaron a mi hermano Javier que iría a pedirle a los santos reyes. La respuesta quedó para la historia: “ Diez Tárzans de a peso” .
Pero puedo recordar tanta cosa, los equipos de futbol, las capas de batman que pedí a mi mamá que cosiera, y cuyo resultado no era el que yo esperaba, pero que a regañadientes terminé compartiendo con Alfonso, o ya un poco creciditos cuando íbamos al cine y que regresábamos despreciando a los autobuses. Caminábamos sin prisa seis, ocho kilómetros para que diera tiempo de fumar. Fue tiempo en que las calles eran nuestras, y en que el vocablo sufrir parecía fuera de toda realidad.
Luego detonamos el tiempo, y nos desintegramos.
Hace poco lo encontré, poco hablamos de los recuerdos, con buen humor platicamos de la vida más reciente y de lo que pronto vendrá en nuestra vejez. Medio en serio , medio en broma me dijo que les había dicho a sus hijos que cuando cumpliera los cincuenta años se dejaría el pelo largo. Al parecer no lo cumplió, pero en una más de las imitaciones que desde niños hicimos de él, yo si comencé a dejármelo crecer. Hoy en día pinta, da clases de guitarra, vende quesos, se mueve por el centro para buscar buenos precios en sus nuevas formas creativas de sobrevivir. Yo no sé si él sepa la influencia que tuvo en los que hace años fuimos niños un poco menores que él, si no es así, con esto quisiera hacérselo saber. Tampoco sé si sirve de algo que tengamos pasado y que de él quede recuerdo, pero hoy quise dejar por escrito este pedazo , por si mañana lo olvido o no pienso igual.
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