Zigzagueó la quebrada con el hielo clavado en la cara. Tenía ampollas que lo hacían sentir un cristo en la cruz. Había un sol incipiente y el frío aun no se iba. La noche que recién terminaba y su bóveda ciega, lo mantuvieron desconcertado y perdido. Por eso el hombre tuvo que desviarse de la trayectoria de los demás por miedo a perder la vida. Los bolivianos andaban armados e hicieron sonar sus fierros para intimidar al grupo.
Apenas con su cansancio sorteó la noche de cuclillas para escabullirse de la helada y aquel amanecer, a unos cinco kilómetros sendero abajo, el extraviado por fin pudo ver la costa coronada por una densa camanchaca que parecía el halo del Altísimo. Volaban los jotes cerca de un basural, girando la vista a la derecha. La noche se llevó el radiotransmisor y algo de su dignidad. La sangre seca en su camisa seducía entonces al montón de moscas que casi no lo dejaban respirar. Andaba en busca del lago de sal, por allá en el horizonte que se espejeaba con la cordillera de la costa. Andaba en busca de abrigo y comida caliente. Y ojalá de sueño. La víspera fue ardua. Frente a él, que se hallaba parado sobre un altar de piedras, se emplazaba el retén que parecía una animita por su evidente descuido y por esa soledad envolvente. Allí descansaría sus huesos después del mate re ponedor de la conciencia.
En la víspera, cuando el cansancio le mordió las pantorrillas, el hombre dejó caer su humanidad entre dos enormes piedras que hacían sombra. Con la vista clavada en el cielo y entre estertores de agotamiento, otra vez el tosco veterano metió la mano en el bolsillo para asegurarse de que las calugas siguieran allí. Luego se acurrucó como si fuera un feto agitado y durmió.
……..
Sonó como si estuvieran desgarrando una cartera. La sangre no demoró en desatar su escandalosa fuga del magullado cuerpo que yacía inerte, entre unas pircas.
La noche estaba en plenitud cuando la lámpara de yodo dejó a la vista el paisaje del desierto. Por eso los bolivianos salieron corriendo desesperados –incluido el finado-. Tampoco sus compañeros supieron qué hacer. Todos corrieron sin ningún orden, como perros quiltros. A media noche los tupidos cerros terminarían de tragarse a todos. Él, sin que nadie se diera cuenta, corrió despavorido por su vida. Ni la noche, ni las enlutadas sombras, lo escondieron de la vergüenza aquella vez. Luego caminó más, como queriendo salir del radio del desastre.
…….
El paisano había muerto. Yacía tieso boca abajo. De lejos parecía un bulto. Por eso el hombre se acercó con sigilo. A unos metros había una mochila. Con mucho cuidado hurgó en ella. Sólo encontró pan duro en hogazas y una botella con agua. No pudo encontrar arma alguna.
Más tarde, después de beberse toda el aguardiente, le clavó al fiambre el cuchillo en la guata. Fue igual que carnear un cerdo. Así lo vieron sus ojos. La misma piel, y los órganos interiores en flotación sobre un mar de sangre muerta (negra, espesa y coagulada). Igual que en las carneadas de fiestas patrias en el campo. El estómago parecía una bolsa de cuero delgado, muy similar a la tripa donde envuelven el paté de campo. Allí buscó, y allí encontró. Cincuenta calugas envueltas en globos. Las suficientes para ponerse al día con el diablo; pasar tres días encamado, ebrio como tenca; y financiarle la manicure a su mujer.
……..
En el parte, antes de bajar a la ciudad, el sujeto dejó constancia del incidente con los burreros. Antes de estampar la firma al final de la hoja, se cercioró que la caspita del diablo fuese bien encaletada entre sus genitales, para que sus superiores y demás colegas, no lo fueran a descubrir. Más tarde bebió y comió a destajo en la posada de Aguas Verdes. Al bajar del retén de la frontera, iba vestido con uniforme. Parecía milico por la gomina de membrillo en el pelo. Allí estuvo tres días. Al salir le faltaba una caluga y la mitad del alma.
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