El exceso de eventos felices colmaba con creces el vaso de lo creíble. Nunca, desde aquel terrible día había estado Lorenzo tan contento. Nunca desde ese día, había recibido tan buenas noticias.
A primera hora del día la llamada de su hijo confirmando el nuevo empleo, dos años habían pasado, dos largos años desempleado, por fin podrían cubrir las básicas necesidades de la familia, lo que quedaba de ella. Su hijo trabajando, que orgulloso se sentía Lorenzo del muchacho.
Unas horas más tarde, la llamada del abogado notificando que el seguro, finalmente y tras amargas luchas y kilómetros de papelería legal, pagaría la cantidad completa, la cantidad que ellos habían solicitado y que realmente les correspondía.
Al filo del medio día la visita de la Lula, la única hija, tan igual a su madre perdida dos años atrás, que le contaba llorando de alegría que Juancito, su novio, le había pedido que se casaran.
El hombre no podía creer tanta alegría junta – esto es un sueño- dijo y tomando un tenedor de la mesa lo clavo en su pierna, no sintió nada... no sintió nada.
Las lagrimas brotaron de sus ojos tan espesas como la sangre que manchaba su pantalón y corría en loca carrera a estrellarse contra el suelo. No, no era un sueño, el pobre Lorenzo no había vivido un sueño, el pobre Lorenzo quedaba condenado de manera irremisible a verse atado con su parálisis a una silla de ruedas.
|