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“Sepultado entre nubarrones de desorden,
el prodigioso miligramo
brillaba en el olvido…”
J.J. Arreola
OLVIDAR TRES LETRAS.
Hacía más de dos años que la casa parecía una tumba. Desde la explosión del polvorín El Amo no articulaba palabra. Venía haciendo las cosas de costumbre, pero sin hablar. Ordenaba con señas y nos daba instrucciones ayudándose de su bastón de marfil. Al principio nos fue difícil a los criados entender su código, pero a esas fechas ya nos habíamos acostumbrado. Aquélla ocasión, durante la comida, en presencia de los doce sirvientes, me recriminó que hurgara en su biblioteca –cosa que ya era para mí una secreta costumbre, fuente de insospechados placeres – arrebatando de mis manos un ejemplar de Las flores del mal de Baudelaire, y sentenció amenazante el escarmiento para quien osare profanar su santuario, acometiendo contra mis dedos una veintena de violentos bastonazos. Su discurso fue breve y claro; lo dijo sin decirlo, hablando con el poder de su silencio, patentizando su condición de Amo y Señor. Yo me tuve que dirigir sin chistar a mi esquina de castigo, a esperar órdenes. Nana Carmelita me dirigió una mirada de amonestación, luego puso la mesa y se sentó junto a El Amo para darle de comer. Él masticaba las papillas sin emoción, sin cadencia, acompañando el juego de maxilares con gestos frugales, parcos hasta el patetismo. Los criados murmuraban que el amo había perdido el sentido del gusto cuando lo del polvorín, y decían que todo le sabía a zacate. Noté entonces que lucía un poco ansioso; se quedó un buen rato saboreando un bocado, y luego de pasarlo trabajosamente, dijo a Nana Carmelita:
-- Pásame la…la… la…
-- ¿?
-- Sí mujer, la… la…
Ella, confundida tanto por la sorpresa que le produjo escuchar nuevamente esa voz ronca y gargajienta, como por la ambigüedad de la petición, le acercó docenas de objetos que sacó sabe dios de dónde. “Cuando iba yo a crér que juera eso…pobre lamo, pasó munchos trabajos para vida de hacerse entender…”
El Amo se puso frenético. Arrojaba las cosas por doquier. Tal parecía que por eso de no usar las palabras estaba trabado en un nombre común que no atinaba a pronunciar. Inicialmente, de plano me aguanté la risa, pero luego sentí una gran pena por ese hombre que no podía recordar una simple palabra, yo sabía cuál era, pero no la dije; me parecía curioso que al dictador, al déspota, lo tuviera preso de la frustración la dificultad de proferir un monosílabo. No obstante, siendo hombre culto e inteligente, fue capaz de construir tal estructura gramatical:
---Quiero de eso Nana…de ese elemento granuloso y blancuzco que se disuelve en la boca con miles de pequeños estallidos de calor que se transforman en escozores intensos y fugaces… quiero sentir el acre y viscoso escurrir que estimula las secreciones bucales… deseo probar por última vez de ese caldillo crepitante que sabe a mar…
Después, el hombre sobrio, arbitrario y cruel, menguó totalmente para convertirse en un muñeco lloroso y desesperado que se aferraba al cuerpo de Nana Carmelita.
Más tarde, al mirar su cuerpo tendido en el salón, me sentí obligado interiormente a profesar mayor admiración al Dandy, quien, en una situación análoga de confusión mental, tuvo que recordar completa la palabra mostaza, que tiene siete letras y que, por cierto, también fue lo último que se le oyó decir.
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