¡Qué maravilloso habrá sido el mundo ayer! El ayer remoto, cuando fui chico. Meses y años vividos de una manera que actualmente desconozco. En aquella época abrí la ventana, sin miedo. O estaba abierta. Es probable que haya salido, aunque me parece que siempre estuve encerrado. Ahora todo es diferente. Esa ventana ya no existe y las cuatro paredes están demasiado habituadas a verme como para resignarse a abrirme algún ojo de buey. Además, no tengo demasiado interés en el exterior. Sin embargo, creo que me gustaría salir, nada más que por curiosidad. Pero aparte de esa curiosidad, producto del hastío diario, creo que no existe en mí la vocación por lo desconocido. Estoy seguro de haber salido alguna vez, pero no logro convencerme de ello. Si fuera cierto, quiere decir que no me gustó salir. O que quizá me obligaron a entrar. ¿Acaso he nacido aquí? ¿Acaso es aquí donde debo pasar el resto de mis días? No comprendo qué pudo suceder. ¡Vivirá gente allí afuera? Es probable que sí. Deben llevar una vida maravillosa, todos perfectamente desnudos.
¿Y si intentara salir? No, no vale la pena. Si no hay luz en el cuarto, no hay ventana. Si no hay una ventana, no puedo salir.
Ayer, cuando vinieron a visitarme, se me ocurrió algo. ¡Qué aburridas eran esas personas! Siempre hablando de lo mismo; siempre diciendo lo que uno sabe que van a decir. No conocen lo que es la imaginación. Al fin, ya harto de ellos, los eché. Se fueron todos en fila india, y entró cada uno en su cuarto. Dije que ayer se me ocurrió algo. Mientras dormitaba, imaginé que vivía en el campo, en una pradera interminable, sin árboles ni nada que le quitara la luz del sol. Me acostaba, me revolcaba, mordía el pasto y lo comía hasta quedar verde. Después permanecí en un estado de completa liberación. Eso fue hasta que llegaron las visitas. Siempre llegan cuando uno no las desea. No, de vez en cuando son oportunas. Son un pretexto para alargar el tiempo.
Cada día que pasa aumenta mi necesidad de salir. Pero, ¿cómo? Esta noche recorreré las paredes para encontrar la ventana. Claro que si es de noche no veré nada. Entonces... es inútil. Más vale que duerma y olvide estas ideas nuevas, que acaso me lleven a la locura.
Hoy desperté con el ánimo dispuesto para realizar algo distinto. Creo que puede ser el gran día. Comienzo a tantear las paredes. Esta es completamente lisa; la temperatura, agradable. Esta otra es rugosa y muy fría. Si encontrara la ventana aquí tendría que conseguir ropa abrigada. Pero... ¡Esta otra pared está caliente! ¡Me quema las manos! O sea que afuera hace calor y frío al mismo tiempo. Un clima así debe ser intolerable. Mejor abandono esta búsqueda inútil y pienso en otra cosa. Podría, por ejemplo apreciar a mis visitas, que se molestan en venir a verme y los despido como se ahuyenta a los perros. Sí, iré a verlos.
Salgo, sigo caminando por el corredor y golpeo en la puerta de alguien. Entonces me doy cuenta de una cosa: he salido del cuarto. Si puedo llegar al corredor, también podré salir de esta casa. Corro hacia mi cuarto; abro la puerta y al entrar, en la luz veo en el fondo otra puerta. Jamás la había visto; nunca sospeché su presencia. ¡Y yo buscaba una ventana!
Debe estar cerrada con llave. Busco en los cajones de la mesa el manojo de llaves y las pruebo: No, ésta no sirve; esta otra tampoco. No, ésta ni siquiera entra en la cerradura. Estoy como antes. No, mucho peor, pues ahora conozco la salida. Seguiré probando las llaves.
Estuve todo el día forcejeando en la cerradura. Si no descanso voy a morir o a enloquecer, Ya no me importa el clima. Aunque muera en el intento, sólo quiero una cosa: Salir.
Anoche tuve un sueño que me dio nuevas fuerzas y algo de esperanza: Estaba en este cuarto. Con insólita decisión, caminaba hacia la puerta y la abría sin utilizar las llaves. Afuera, una pradera interminable se prolongaba ante mis ojos hacia lo que parecía ser el horizonte. El pasto era alto y muy tierno, Las flores abundaban, combinando toda suerte de colores. ¡Y yo estaba completamente desnudo!
Siguiendo un impulso irresistible, me levanto de la cama y me acerco a la puerta; apoyo la mano en el picaporte, lo bajo y la puerta se abre. Sin asombrarme, como si supiera desde siempre que eso iba a suceder, salgo. La luz me enceguece. Me protejo con las manos y espero. El efecto deslumbrante es transitorio, y veo ante mis pies el pasto, alto y muy verde.
¡Siento el aroma de tantas flores! Estoy desnudo, tal como lo imaginé. Y el pasto está sabroso. No sé si todavía estoy soñando o si he llegado al paraíso. Miro hacia atrás y veo a mis amigos que me observan desde el umbral de mi cuarto haciéndose pantalla con las manos. Me alegra verlos y los llamo. Pero no me responden. Voy hacia ellos para invitarlos a salir; me miran horrorizados y huyen hacia adentro.
Corro detrás de ellos, y al entrar, la puerta de mi cuarto se cierra. El cambio repentino de la situación me confunde. A pesar de mis esfuerzos, la puerta permanece cerrada. Con una rabia loca insulto a quienes llamé mis amigos, pero ellos no se inmutan. Ríen y hablan como si nada hubiera sucedido. Advierto que he perdido el color verde y que estoy nuevamente vestido.
De improviso, me desvisto; me arranco la ropa. Simultáneamente, los veo cada vez más grandes. Voy a su encuentro; los beso y les digo que los amo. Ellos pelean para tenerme en brazos. Me besan y me colman de caricias. Yo los dejo hacer, pero observo fijamente la puerta. Espero. En un momento, la puerta se abre y tras ella aparece el rectángulo deslumbrante. Decidido, me desprendo de sus brazos y me lanzo hacia afuera. Y hallo el pasto más alto, más verde y más tierno que nunca.
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