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En la época en que dijeron que si Dios hubiera querido que el hombre volara le hubiera dado alas se olvidaron de algo... Dios nos dio sueños. A cada cual el suyo.
El mío, mi sueño, creció conmigo desde que ambos éramos niños. O, mejor dicho, yo niño y él cachorro. En el principio de mis años pasábamos casi todo el día juntos. Obediente me cuidaba como si yo, en realidad, fuera de él y no al revés.
Cuando estuve en edad de comenzar el colegio él, paciente, me esperaba todo el día en casa, atento, expectante a que yo me desentendiera de las obligaciones que la vida me ponía por delante y, entonces sí, jugábamos, juntos, hermanados, en paraísos desconocidos para los que no lo tenían a él, que era mío.
Seguí creciendo. A medida que lo hacia tenía menos tiempo para él. Obligaciones de oficina, tiempos de gimnasio; hubo un tiempo en que, incluso, temí que por mi desaprensión se escapara. Así que tomé una mala decisión: lo metí en una caja de cartón. Lo encerré. No estoy seguro de poder explicar el por qué ... ¡o si lo estoy! Me daba vergüenza que me vieran con él y dijeran despectivamente: “¿Así que ese es tu sueño!” Por eso lo encerré ahí. Y porque un amigo, libro él, me dijo que si a los sueños no los cuidás bien se te van con otro. Que los sueños pueden ser como la más infiel de las mujeres. Sí, por todo lo metí entre esas paredes de cartón, le enchufé la tapa y lo até bien fuerte con hilo chanchero. Como lo quería guardado, pero vivo, hice un par de agujeritos en la caja para que pudiera respirar.
Primero puse la caja, de buen tamaño, sobre la mesita de café del living. Total si alguien me preguntaba qué guardaba ahí podía decir cualquier cosa.
Recuerdo que llegaba a mi casa y me acercaba a la prisión de mi sueño y le hablaba. Lo consolaba con palabras que inspiraran calma, le hacía alguna caricia a través del cartón, como si la prisión fuera parte de la piel del prisionero.
Repensándolo, me doy cuenta que eso era una estupidez. Pero muchas veces las cosas se dan sobre la marcha y no te dás cuenta de lo que estás haciendo.
Mi sueño lloraba. A veces, en mitad de una noche en que el dormir se negaba a darme paz, lo escuchaba gemir, sollozar pidiendo ser libre. Y yo, una de esas noches, cansado de sudar frio, me levanté de la cama con el torso desnudo y, en el más helado invierno que recuerde, llevé la caja al sótano.
Solamente quería dormir. No quería hacerle daño.





Lo juro.
Por un tiempito casi me olvidé de él.
De vez en cuando sentía algún ruido que provenía de allá abajo. Abría la puerta del sótano, apretaba la tecla de la llave de la luz y gritaba, hacia abajo claro, un “¡Callate!” bien fuerte. Él lloriqueaba, otras veces, y yo, realmente, ya no sabía como proceder. Llegué al punto de pasearme con los oidos tapados por mis manos y gritándole que “¡Ya basta!” Obviamente suplicarle tampoco servía.
Esta última noche lo dejé de escuchar. Admito que no pegué un ojo, preocupado porque le hubiera pasado algo, pero sin atreverme a bajar y mirar. En eso estaba cuando, al filo de la madrugada, sentí una explosión, como de una caja grande de cartón que revienta. Ahí sí, me senté de un salto y la modorra despareció como si nunca hubiera existido.
Parado frente a la entrada del sótano apreté la tecla de la luz. No encendió. Escuché un gruñido lento, pesado, que se movía en lo profundo. Ahora él, mi mimado, mi olvidado a medias, me desafiaba a hacerle frente. No soy un loquito temerario; tampoco soy un cobarde. Tragué saliva. Por un segundo creí que iría a buscar una linterna. No. No mas disuasiones. Empecé a bajar en la desnuda oscuridad, tanteando escalón por escalón, con mis pies calzando ojotas, por esa escalera sin barandilla. La gravedad del gruñido aumentó algo el volumen. No me iba a perdonar tanto abandono. Bueno. ¡Si así debe ser que así sea! Conozco ese sótano de memoria, pero con luz. En la oscuridad se me volvía incierto, lleno de lugares donde la lamparita del techo nunca se había atrevido a hurgar. Estaba completando el descenso, solo, en los últimos peldaños, y empecé a descubrir olores nuevos en el sitio. Indefinibles. Olores como de sexo frustrado y derramado en soledad. Olores de cosas a medio construir y abandonadas para que la humedad y el óxido del tiempo las pudra y las arruine. Olores de amor que se volvió odio. Olores de aire caliente que no sale de mis pulmones. Olores de proximidad de monstruo peludo y lleno de filosos dientes, y garras con pezuñas que destrozan el cuerpo de un desprevenido que baja a la madrugada a su sótano, a ver qué pasó con la criatura a la que le negó su amor durante tantos años.

Texto agregado el 12-02-2007, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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