Reglas básicas para saber si estamos enamorados
Uno
Las oscuras y anónimas comisuras de los labios se declaran en incontrolada rebeldía creciendo inexorables hacia las orejas para dibujar una permanente e ingenua sonrisa de retrasado que amenaza con congelarnos los dientes. El heladero Nicolás, testigo cercano de todas nuestras transformaciones, será el primero en darse cuenta. Nosotros le expondremos (creo que sin éxito porque Nicolás es ateo o musulmán, no estoy seguro) el obvio y convincente argumento de que son nuestras orejas las que se acercan.
Dos
La primogénita de Newton empezará a perder su milenaria eficacia —por el uso, tal vez— y empezaremos a levantarnos lenta e imperceptiblemente del suelo. Primero, apenas una fina hoja de papel rayado de su perfumado cuaderno pasará sin traba alguna entre el piso y nuestros zapatos; después, un crayón rojo o verde (aunque el color no es determinante) franqueará sin novedad el intersticio. Estaremos completamente seguros cuando el musculoso y odiado libro de Historia Universal de Yépez Castillo pase orondo por la hendidura. En todos los casos, lo notaremos diariamente porque las suelas de los zapatos siempre parecerán nuevas.
Tres
Las leyes del monje Mendel —sobre todo la de las mutaciones— operarán rápidas e ineludibles con el efecto subsiguiente y palpable de que todo el mundo comenzará a deformarse y, por comparación, no hallaremos rostro más bello y sugerente que el de mi ángel del Cuarto B.
Cuatro
Se confirman también las leyes ópticas y los preceptos astronómicos de Galileo sobre la cercanía de los objetos celestes. La estrella radiante de su sonrisa convocará la envidia de la, antes estrella, ahora asteroide Polar y opacará cualquiera de los amaneceres. Todos los astros giran ahora a su alrededor.
Cinco
Toda la pléyade que conforma la Literatura Universal hallará apretado hospedaje en mi corazón (ahora más grande por un efecto biológico que se explica en el punto Siete). Ferozmente lucharán entre sí para apoderarse de mi mano y escribir una de las cuatrocientas mil seiscientas noventa y dos maneras, elevado a potencia logarítmica tres, de escribir te amo.
Seis
Queda firmemente demostrada la ley de la Relatividad del tiempo del señor Einstein. Jamás habían sido tan cortas esas dos horas en la pública intimidad del cine, sintiendo el mutuo aliento mientras un salvaje Nicholas Cage golpea al asesino en serie para que le diga —¡demonios, Nick!— dónde está la hija del Senador. La cercanía del rostro de mi ángel desata, violentamente, el egoísmo que mantengo reciamente amarrado en los oscuros sótanos del alma y deseo que la odiosa muchedumbre se desintegre. Sin embargo, el reloj avanza fulminante hacia el final de la tarde. Hoy es el último día de clases y mañana nos iremos, muy a mi pesar, a una prolongadísima e infinita semana de vacaciones en la playa.
—¿Para qué?, —argumento sin éxito—. El mar siempre estará ahí. ¿Qué gracia tiene un montón de agua, alga y sal jugando estúpidas persecuciones en la orilla con mi hermanito y una pelota de hule?
Siete
Están haciendo notables efectos los remedios que combaten el acné. Hoy he crecido un poco más, como dos milímetros: debe ser por esas fórmulas que mi madre prepara. Debo tener un corazón más grande o más fuerte para soportar esta locomotora en mi pecho. Mi madre me ha prohibido el Mc Donalds pero, claro, sin conocimiento de causa porque no ha visto la dedicación y el cariño con que mi ángel del Cuarto B pone papas fritas en mi boca. Creo que hasta me gustan los asquerosos nuggets de pollo.
Ultima
La cara y los ojos sangrantes de furia, el fortísimo tirón de orejas (que confirma la regla Uno) y la maldición, con exquisitos y cinematográficos efectos de boomerang, de mi madre me revelarán finalmente la ineludible verdad:
—¡Maldito seas, hijo de puta!... ¡Has aplazado todas las materias otra vez...! ¡¿Acaso estás enamorado?!...
Juan Ramón Pérez
Puerto la Cruz (Venezuela), 2003
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