1
Una mosca entra a la peluquería. Hace gran escándalo con su zumbido de mosca gorda. La peluquera no presta atención y sigue cortando el cabello del cliente. El constante zumbido exaspera a éste a tal grado de que le grita a la peluquera, ordenándole que la mate. La peluquera deja el peine en el sillón, le quita la pechera al cliente y le dice que se vaya.
Al otro día entran otras dos moscas y aletean, junto con la que ya estaba ahí, por todo el establecimiento. La peluquera sólo se espanta las moscas con la mano, sin soltar las tijeras. Los parroquianos no soportan mucho tiempo ese zumbido; salen del local haciendo gran escándalo.
Al día siguiente entran cuatro moscas más. Toda la tarde aletean. Ningún cliente llega ese día. La peluquera permanece sentada en su sillón.
Otras dieciséis moscas entran al cuarto día. La peluquera se pasa la tarde viendo un punto en la pared desde donde está sentada. Al quinto llegan doscientas cincuenta y seis. Al sexto otras sesenta y cinco mil quinientos treinta y seis.
El séptimo día se abre la puerta por última vez. La peluquera toma sus cosas y se va. Deja adentro una infinidad de moscas que chocan entre sí.
2.
Cuando era chico, mamá siempre me llevaba a la “estética” a que me cortaran el pelo. El señor que me lo cortaba y mamá siempre platicaban mientras yo me veía al espejo o los veía a ellos, y pensaba en lo aburrido que sería después esperar, afuera de esa pequeña placita donde se encontraba la “estética”, a que el señor le cortara el pelo a mamá. Siempre se tardaba el doble, o a veces el triple de tiempo con mamá, y siempre me decían que esperara afuera.
En esa placita no había otros niños con quien jugar, y nunca vi otro de los establecimientos abierto en todas las ocasiones que mamá me llevaba a que me cortaran el pelo. Tampoco podía entretenerme viendo cómo se lo cortaban a mamá, porque cerraban las cortinas y ponían llave a la puerta. No me quedaba más que esperar sentado en el suelo.
Al llegar a casa, papá nos preguntaba a dónde habíamos ido. Mamá siempre le decía que a que me cortaran el pelo. Nunca mencionó que a ella también se lo cortaban.
3.
Un hombre se tira frente a la puerta de la peluquería. Ahí se queda durante varias semanas. La peluquera, para abrir su negocio, tiene que rodear al hombre que obstruye la entrada. Muchos clientes le piden que lo quite de ahí, porque los atemoriza. La peluquera dice que sí, pero no hace nada por quitarlo. Otros preguntan con curiosidad por ese hombre. La peluquera contesta que no sabe. Todos, al entrar o salir, lo saltan o rodean sin decirle nada.
La peluquera no se atreve a hablar con ese hombre. Está aterrorizada, a tal punto de hacerse a la idea de que, si llega a tocarlo, algo malo ocurriría con ella, la clientela o la ciudad, o hasta con el mundo entero. Por eso cada vez hace rodeos más largos al momento de abrir el negocio.
Se dice a sí misma que el hombre se irá de allí cuando empiece a llover. Pero empieza a llover, y el hombre no mueve un solo músculo. La ropa que llevaba cuando se tiró ahí afuera ya está sucia y llena de polvo. Con la lluvia, un olor penetrante a sudor aparece en el lugar. La barba y las uñas le han crecido en gran medida.
Un día, después de ocho meses, el hombre, como si hubiera despertado de un largo sueño, se estira y levanta la cabeza. Así permanece unos segundos. Después se levanta por completo, se sacude el polvo y entra a la peluquería. Ante el asombro de una clienta que espera a que surta efecto el tinte en su cabello, y de la misma peluquera, el hombre se sienta en la silla. Toma una vieja revista, se ve al espejo y pide un corte de pelo sencillo y una afeitada.
4.
Un muchacho de ojos pequeños y muy juntos pide que le corten el cabello. La peluquera le coloca la pechera y le pregunta cómo va a querer su corte. El muchacho dice, secamente, “corto”. La peluquera, que ya ha tratado antes con este tipo de personas, no habla más para no molestarlo. El muchacho toma una revista y la hojea sin interés. La peluquera usa la máquina rasuradora con el peine del número 1.5, y luego retoca el trabajo con peine y tijeras. Al terminar de cortar con las tijeras las puntas largas que quedaron de la máquina rasuradora, con un rastrillo quita la patilla y rasura la nuca.
“¿Así?”, pregunta cuando termina. “Más corto”, dice el muchacho después de dar una ojeada al espejo y tornar a la lectura de la revista. La peluquera cambia el peine de la máquina al número 1 y repasa con él toda la cabeza. Después toma el peine y las tijeras. Como antes, corta las puntas que la máquina dejó.
“¿Así?”, pregunta. “Más corto”. Enojada con la actitud de ese muchacho insolente, quita el peine de la rasuradora. Los cabellos que quedan caen tras el paso de la máquina. La peluquera ve cómo le brilla la cabeza ya calva al muchacho que, al parecer, no se ha dado cuenta.
- ¿Así?
- Más corto.
La peluquera, llena de ira, le quita al rastrillo la navaja.
5.
En esa peluquería todo es felicidad. Hay prados donde se puede retozar sin temor, un lago en medio de esos prados, cisnes nadando en el lago, y adentro de uno de los cisnes, una llave que comió por accidente, y en la llave, una inscripción donde se anuncia que fue la última llave forjada en el infierno y que nunca llegó a las manos de San Pedro, lo cual explica por qué a veces son tan injustos en el paraíso, y por qué la gente como tú o como yo busca la felicidad en otras partes, como la silla de un restaurante o de una peluquería, donde otros hacen algo por nosotros y nos sentimos mimados o, al menos, no tan solos.
6.
Una mujer muy alta tiene que agacharse para entrar a la peluquería. Lleva tenis y un conjunto deportivo, probablemente de talla extragrande. La peluquera le invita a tomar asiento. La mujer pide que le haga unos rayitos en su melena castaña y abundante.
La peluquera se da cuenta de que, aún sentada, la mujer sigue pareciendo muy alta, y la estatura de la peluquera le impide maniobrar con la cabeza que todavía le queda a unos cinco centímetros de su vista.
Quita el cojín del sillón, lo pone en el suelo e invita a la mujer alta a sentarse ahí. Sin embargo, las piernas de la mujer no caben extendidas en el piso. Las dobla con dificultad y voltea hacia arriba. Sus ojos encuentran los de la peluquera, quien por fin sonríe y comienza a trabajar.
7.
Imagina que de noche se reúnen los utensilios de la peluquera para hablar de “cosas de utensilios”. Imagina que se acercan el pomposo rizador, la máquina rasuradora y la secadora al humilde peine, al rastrillo y las tijeras, sólo para burlarse de ellos. “Ja, ja –dirían si lo imaginaras– mira a esos pobres diablos que están a punto de pasar de moda. Ya nadie los va a usar en poco tiempo, porque aparecerán compañeros eléctricos que los sustituyan”.
Imagina que el peine y las tijeras son grandes amigos, y que cada noche platican sobre la existencia y sobre Dios. Imagina que de pronto se dan cuenta de que “peine” es “peine” por su función, mas no por su esencia, y que “tijeras” no sería “tijeras” si fuera inútil. El Gran Creador, imagina que dicen, sólo los materializó para obtener un beneficio de ellos, y ellos sólo existen por su uso, no por lo que son. Pero imagina que antes del amanecer se reconfortan con la esperanza de caer algún día en manos de un asesino que clave a “tijeras” en el cuello de su víctima, o en manos de un artista que ponga un pedazo de papel entre su boca y “peine”, y de esta manera toque una melodía que reconforte a alguien. Y así “peine” y “tijeras” habrán cumplido con una función diferente a la que están destinados, y podrán burlarse aunque sea un poco del Gran Creador.
Pero de noche en la peluquería nada se oye, y ni el rizador ni la secadora, ni el rastrillo ni el espejo, se mueven o hablan. De noche en la peluquería no hay conversaciones filosóficas o deportivas entre el peine y las tijeras, que no son amigos porque son simples objetos... y de noche... tal vez... a ti te da por imaginarte cosas.
8.
Cuando era chico, mamá siempre me llevaba a la “estética” a que me cortaran el pelo. La “estética” estaba en el centro. Yo no entendía por qué me llevaba hasta allá, si a dos cuadras de la casa había un local que tenía en la entrada pintada con letras azules la palabra “Peluquería”. La muchacha que atendía allí casi nunca tenía clientes, por lo que se la pasaba toda la tarde sentada en un sillón, viendo hacia enfrente y sin moverse. Yo la veía a través de las cortinas cuando pasaba por ahí. Cuando me encargaban que fuera a la carnicería, yo siempre pasaba por ahí y me le quedaba viendo desde afuera. En todas mis visitas, ella mantuvo la misma posición. Sentada y con la vista hacia enfrente, parecía una muñeca de plástico, de esas que si las acuestas cierran los ojos.
Una vez conseguí algo de dinero y fui a cortarme el pelo. Ella me recibió con amabilidad. Me pidió que tomara asiento y me preguntó qué iba a querer. Yo le pedí un corte de pelo y, después, me desmayé.
9.
Un joven saborea su helado en una banqueta frente a la peluquería. Ve entrar al establecimiento a una mujer bien vestida. Después de un tiempo, sale la mujer, pero bastante cambiada. Se ve más joven.
El joven decide quedarse a esperar a otra mujer que lleva a su hijo de la mano a que le hagan un corte de cabello. El niño está llorando y grita diciendo que no quiere entrar. Al salir, los rasgos del niño se han endurecido, y toma la mano de su madre con una resolución y soltura que sólo se conoce del hombre maduro y satisfecho de sí mismo.
El joven ve después a una anciana que, al salir, parece bailarina de teatro de los años cuarenta, bien maquillada y con el cabello de color morado. Luego entra una señora esbelta de lentes que sale cantando en otro idioma y cargando dos niños pequeños, también con lentes. El hombre con portafolios y traje que entra después, sale convertido en un payaso que regala globos a los niños que se le acercan. El obrero cambia su casco por una corona de espinas, y una mujer de bata se transforma en un luchador forzudo y enmascarado. Entra un carro de buena marca y salen un montón de latas vacías de cerveza junto con una bolsa de desperdicios que no tarda en atraer a las ratas.
Luego entra la peluquera, pero ella no sale ya. El joven cree que lo mejor sería ir a comprar otro helado y llegar a su casa a ver la tele.
10.
A la peluquería entra un hombre que se sienta de inmediato en la silla frente al espejo. La peluquera toca automáticamente el cabello del hombre. Un movimiento brusco de éste le hace olvidar a la peluquera la clásica pregunta de “¿qué va a querer?”, y la obliga a echarse hacia atrás.
- No toque mi pelo –dice agresivo el hombre. Mientras dice esto, la señala inquisitivamente y muestra unos ojos desorbitantes.
- ¿Entonces qué quiere que haga? –pregunta sollozando la peluquera, que se llevó un gran susto.
El hombre, con tono cansado y en una rápida transición de su rostro, de la ira mostrada a una complacencia absoluta, dice acomodándose en la silla:
- Sólo quiero ver sus manos.
11.
La peluquera, en un descuido, clava las tijeras puntiagudas detrás de la oreja de un cliente. Éste se queja con un horrible alarido. La sangre brota al instante. El hombre se levanta y sale aullando de dolor. Un hoyo de medio centímetro de diámetro queda detrás de la oreja.
La sangre coagula rápidamente, pero el hoyo se hace más grande conforme el hombre camina por la calle. Un profundo dolor de cabeza se extiende desde la herida. El hombre se siente mareado. El diámetro del hoyo ya alcanza los dos centímetros. El hombre decide sentarse un rato, se siente muy cansado. El dolor le martillea los tímpanos. Termina quedándose dormido en una banca del parque central.
El hoyo es tan grande como el puño de un niño, y sigue creciendo. De adentro aparecen unos ojos brillantes. Después sale un pico, y luego unas orejas puntiagudas.
Cuando el hoyo se ha agrandado lo suficiente para que pueda salir, la lechuza abre sus alas y vuela hacia la copa de un árbol. En el parque central todos los pájaros comienzan a graznar, ante el asombro de los paseantes y peatones.
12.
Ya no hay tinte, dice la peluquera. Pero en verdad no lo dice, sólo lo piensa cuando ve entrar a la mujer que siempre va a cambiar de color su cabello. En verdad sí hay tinte todavía, y de varios colores. En verdad hay tinte de sobra, simplemente no quiere ya teñir el cabello de nadie. En verdad la peluquera odia a esa mujer sin saber por qué, tal vez porque se parece a su madre, quien la obligó a mendigar cuando era niña, a pedir dinero en las esquinas sin zapatos y con la ropa más vieja que tenía. ¡En verdad que la señora se parece a su madre!, pero no podría serlo, porque la madre tiene ya cinco años de muerta. La peluquera piensa que es enfermiza su antipatía por esa mujer, que debería considerarla como un cliente más, alguien que paga por sus servicios. Sí, debe decirle amablemente, como a todos, que se siente, y debe teñirle el cabello, y recibir el dinero, y verla partir con el cabello teñido de otro color. Sí, es sólo un cliente más, y debe hacer lo que se le hace a todos los clientes. Pero... pero...
- Ya no hay tinte.
13.
Un viejo encorvado y con bastón entra a la peluquería. Lo hace de manera lenta y pesada. La peluquera lo ve con desprecio, se niega a cortarle el poco cabello que le queda. Una hora más tarde entra un hombre elegante y con paraguas. Lo hace de manera apresurada y nerviosa. La peluquera lo mira de soslayo, se niega a cortarle el cabello. Después entra un niño albino y con una rama de árbol en la mano. Salen lágrimas de los ojos de la peluquera. Saca chocolates y juguetes de un cajón y se los ofrece al niño. Éste, entrecerrando los ojos, toma un chocolate y se va. La peluquera en vano le pide que regrese. En la noche, la peluquera se revuelca en su cama sin poder dormir. Sólo piensa en que ya es necesario conseguir un marido.
14.
Los espejos de la peluquería se ven de frente. Uno refleja lo que el otro refleja. Si se interpone una secadora entre los dos espejos, ésta se multiplica hasta el infinito. Si se interpone un parroquiano que gusta verse al espejo, los reflejos le sonríen amablemente, y cuando el parroquiano se distrae, se burlan de él y a veces tratan de asesinarlo. Por eso la peluquera determina quitar todo lo que pudiera interponerse entre los dos espejos, y pone un letrero donde dice que se prohíbe el paso a toda persona o cosa ajena al amor infinito de los espejos, que dedican su vida a reflejarse entre sí.
15
La peluquera se enamora sin remedio de uno de los clientes. Él va cada dos meses. La peluquera lo espera con impaciencia, y mientras le corta el cabello acerca su cuerpo hasta rozar el hombro de él.
Él finge no darse cuenta. Esconde su excitación cuando la peluquera toca con pequeñas caricias su cabello y cuando roza su hombro con las formas que apenas adivina.
Un día, él se decide a invitarla a salir. La peluquera ríe nerviosa y acepta. Van al cine, luego a un restaurante. Cuando están afuera de la casa de la peluquera, él de pronto le planta un beso en la boca. La peluquera, sorprendida, se aleja instintivamente, pero después es ella la que lo besa. Mientras se están besando, él acaricia su cuello. La peluquera le corresponde pasando la mano por su espalda. Él sube una mano hacia el rostro y la otra se posa en sus pechos. Ella acaricia la espalda. Él aparta con las dos manos los mechones que caen en su cara. Ella acaricia su espalda.
Las manos de él, que toman con fuerza la cabeza de la peluquera, la obligan a separarse. Le pregunta con furia por qué sólo toca su espalda, por qué no acaricia su cabello como cuando se lo corta en la peluquería. La peluquera llora, dice balbuceante que no puede. Él le ordena que se baje del auto.
A los dos meses, la peluquera, sentada en el sillón y viendo fijamente un punto en la pared, espera en vano a su cliente.
16.
Cuando era chico, mamá siempre me llevaba a la “estética” a que me cortaran el pelo. Después que crecí, me negué a ir allá, porque estaba en el centro. Yo prefería ir a la peluquería que estaba a dos cuadras de la casa, a un lado de la carnicería. La primera y única vez que entré me desmayé. Desde que vi a la que atendía el lugar me quedé prendado. Mi amor por ella rayaba en lo estúpido: si me veía, yo siempre terminaba desmayándome. La observaba todo el tiempo tras la ventana, cuidando de que ella no me sorprendiera.
Mamá nos abandonó a papá y a mí. Se fue a vivir con el señor que me cortaba el pelo, el de la “estética”. Papá no pudo soportarlo, comenzó a beber. Yo no logré ver lo delicado de la situación, porque siempre me la pasaba afuera de la peluquería, espiando a través de las cortinas.
Mi pelo creció. Durante cinco años no me lo corté. Y mi papá ni siquiera se dio cuenta. Murió congestionado por el alcohol cuando yo tenía diecisiete. Ese mismo año derribaron el edificio donde estaban la peluquería y la carnicería. Los de inspección sanitaria así lo acordaron, por el incremento de moscas en el lugar. O al menos eso oí. Me dediqué a trabajar para mantenerme. Después me casé con cualquier mujer.
A la muchacha de la que estuve enamorado sólo la vi una vez más, pero ya fue demasiado tarde.
17.
Los de la funeraria se sorprenden cuando entran con el ataúd al establecimiento. La peluquera no se levanta de su sillón ni les ofrece la silla, ni toma el peine y las tijeras, ni les pregunta qué van a querer. Los de la funeraria dejan en el suelo el ataúd, meten a la peluquera en él y se van.
Los enterradores se sorprenden cuando entran al establecimiento. El hombre que los contrató no les dijo que debían sacar el cuerpo de un local. La peluquera no se levanta del ataúd ni les ofrece la silla, ni toma el peine y las tijeras, ni les pregunta qué van a querer. Los enterradores se echan al hombro el ataúd y salen.
En el panteón, un solo hombre va a visitar la tumba de la peluquera. Llora desconsolado, preguntándose por qué, cuando por fin logra encontrarla después de tantos años de búsqueda, a ella se le ocurre suicidarse.
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