Comencé por tu cara. Abriste la boca cuando la punta metálica tocó tu primera pigmentación. Abriste tu boca, tal vez de placer, tal vez de sorpresa. Tracé firmemente el puente de la mejilla al mentón, del mentón al labio. Transformé tu rostro con cada trazo, con cada línea.
Después la tinta tuvo su transición, de la cara al cuello, un solo punto en el cuello; del cuello a la espalda, a esa inmensidad de marcas rojas y cafés. Cuatrocientas pecas, diría yo. Y comencé mi tarea de urdir la telaraña. “Soy cuerpo que siente y golpea”, susurraste mientras yo daba forma a la espalda. Reíste un poco cuando mi pluma llegó a un lunar cerca de la axila. La línea se extendió por el brazo hasta justo arriba de tu codo, y en la muñeca, y entre los dedos medio y anular. Después regresé para continuar con el otro brazo.
Con los brazos y la espalda concluidos, decidí ascender por la curva excitante de tus nalgas, hasta posarme en la mancha que parecía una nube cargada, pequeña oscuridad amorfa que coronaba la cima de tu piel. Después bifurqué mi trazo en los muslos, en los gemelos y en un talón, a un lado del calcáneo. Tus plantas se fueron limpias.
Contemplé con orgullo lo que había hecho. Mis ojos brillaron y se humedecieron. “Todavía no”, me dije, “no es momento de llorar”. Y empuñé mi pluma con más fuerza. La parte más difícil empezaba aquí.
"Voltéate", ordené secamente. Obedeciste sin reparos. Tenías los ojos abiertos e inevitablemente se encontraron con los míos. Ojos de inseguridad, de deseo, de fatalidad. Recomencé mi tarea en una lucha sin tregua contra los pelillos que asomaban en las pantorrillas. La punta metálica se deslizó por tu cuerpo, ascendiendo... ascendiendo. Toqué la rodilla. Tú te moviste incómoda. Yo seguí sin clemencia. Atravesé el puerto de los muslos, por la parte anterior e interior. Abriste un poco las piernas para que pudiera pasar hasta el lunar de tu ingle. Empezaste a gemir, a musitar un nombre. Atravesé el vello para llegar al punto escondido, cerca de tus labios, esos labios que besaban nuestro sueño, que borraban mis pecados capitales. Traté de encontrar tu mirada, pero los ojos estaban cerrados, ajenos y llenos de placer. Tu olor cambió en ese momento.
Seguí subiendo hasta la cadera, y de la cadera al gran punto negro encima del ombligo. Fue difícil trazar una línea recta hasta los dos lunares, uno en cada pecho. El que se encontraba cerca del pezón fue particularmente estimulante, para ti, para ambos. Mi mano vaciló en ese momento, la línea se desvió hasta rozar tu areola, angelical y diabólica, lozana, rosada. Tú no abrías los ojos, te mordías el labio inferior, ya un poco sangrante, ahogando un grito.
Cerré el ciclo. La última línea la tracé con ternura, casi con amor, satisfecho con mi trabajo, mi obra, nuestra comunión. La constelación corporal había concluido. Toda tú, inocencia corporal, te transformaste en un mapa de las desidias, de las injusticias y de las pasiones de todos los tiempos. Ya no hay nada más allá de nuestro umbral sensitivo, pensé. Me levanté y me vestí. Salí del cuarto para no volver más. “Ya no te amo”, dije antes de cerrar la puerta con fuerza. La pluma fría quedó entre tu cálido cuerpo exhausto y la sábana vaporosa.
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