A fines de 1989, con mi poca experiencia en esto tan difícil y hermoso a la vez, me refiero a eso a lo que nos gusta llamar “vida”, nada me había preparado para lo que debía experimentar, el terrible dolor que mi alma estaba a punto de afrontar, llegó totalmente sin anuncio.
Aunque nunca tuve verdaderos “problemas familiares”, no me llevaba muy bien con mis hermanos, mis papás siempre me quisieron pero en ese momento sentía que no me prestaban la suficiente atención (no los culpo, estoy seguro que no era fácil satisfacer la de tres revoltosos hijos), sin embargo había alguien que siempre estaba ahí para escuchar, para jugar, para quererme y ayudarme, su nombre era Adela Epifanía Méndez de Ponce, “Lilita” como le decíamos los que más la apreciábamos, mi abuela paterna. Toda la semana esperaba con ansias los días que iba a pasar con ella en su casa, sabía que me daría todos los gustos, que a la mañana iba a tener el desayuno servido (leche chocolateada en un vaso que tenía forma de bota con un sorbete a un lado, nunca voy a olvidarlo) y que siempre tendría aquel paseo por la plaza de su mano.
Mujer de vida ejemplar, dulce y comprensiva, ésa era mi abuela, de la que yo estaba y aún estoy muy orgulloso.
Fue de repente, en realidad no recuerdo bien en qué momento, pero de un día para el otro, mi amada abuela Lilita se encontró internada a causa de su delicada salud.
Con lujo de detalle recuerdo haber pasado el cumpleaños de mi hermana en esa pequeña sala de hospital.
Tiempo después me enteré que iban a operarla, en mi casa había mucha tensión, y para evitarnos la angustia (aunque les voy a confesar que yo no estaba muy preocupado, mis viejos habían hecho un muy buen trabajo con mi cabecita para que me quedara tranquilo), mi otra abuela, nos llevó a mi hermana y a mi al parque. Luego de pasear por unas horas decidimos regresar, en el camino nos encontramos con una imagen de La Virgen detrás de un cristal y rodeada de flores, allí Sonia (ése es el nombre de mi otra abuela) nos preguntó si queríamos orar por la salud de Lilita, y así lo hicimos (cabe destacar la bondad de la abuela Sonia que no siendo Católica nos recordó que la fe es más que importante para nuestros deseos).
Cuando llegamos mi papá llamó a toda la familia a reunirse en el living comedor, me resultó muy extraño, supongo que porque nunca habíamos tenido una reunión familiar “por decreto” de mi viejo, y no me imaginaba qué clase de noticia iba a escuchar. Una vez que todos nos hubimos sentado él dijo “se hizo todo lo posible, pero la abuela Lilita falleció”. Se me erizó la piel instintivamente, no sabía lo que esa palabra significaba, pero al ver que mi mamá rompió en llanto y mis hermanos así lo hicieron también mis ojos comenzaron a humedecerse, pero aún seguía confundido, así es que pregunté en voz alta “¿qué es falleció?”. Aunque no puedo asegurarlo, juraría que mi viejo no estaba llorando cuando me respondió “La abuela se murió Juan”.
Ése momento cambió mi vida para siempre, la muerte se había presentado por primera vez, y era horrible.
Días después de su fallecimiento fue año nuevo, recuerdo que me encontraba con mi papá y mi hermana en el balcón de nuestro departamento, donde pasamos aquella festividad, los tres mirábamos hacia diferentes direcciones de ese pequeño recinto desde el cual podía verse el extenso y oscuro cielo, el silencio se adueñó por un momento de nuestras vidas, yo pensaba en mi abuelita, que ya no la tendría más conmigo, que nunca más iba a esperar con ansias los días que pasaba con ella porque ya no los habría... Rompí el silencio diciendo que la extrañaba mucho, María Luján, mi hermana, apoyó el sentimiento mientras miraba a su padre, entonces, éste nos pidió que observáramos a las estrellas, que desde una de ellas estaba Lilita mirándonos y esperando lo mejor para cada uno de nosotros, desesperado pregunté en cuál estaba y el solo contestó: “En la que más brilla Juan”, busqué hasta que diferencié de las demás la estrella que más brillaba en la noche y señalándola con mi dedo índice dije “¿En esa?”, “si Juan, en esa” fue su contestación.
Nunca sabré qué estrella señalé en ese momento, pero desde esa noche, primero de enero de 1990, en las noches de los días en qué más problemas me acogen siempre voy a ese balcón y busco la estrella más brillante, sé que no importa que sea o no la misma de aquel año nuevo, porque Lilita siempre escucha lo que tengo que decir y desde arriba me sigue ayudando.
La persona que tanto me había enseñado en tan poco tiempo me dejó una última lección: “La vida tiene un final, no así el amor”.
ACLARACIÓN: Está mal escrito, no me preocupé por corregirlo cuando lo transcribí del diario...
Apropósito ¿Suena muy patético que un hombre tenga un diario íntimo? |