Cuando dio el día de los muertos en la ciudad de Guayaquil, el señor José Moreira recostado, con sus codos sobre los muslos, pensaba cabizbajo en la larga pesadumbre de los años, en su recalcitrante y abyecta soledad, así como en esa luz que penetraba perezosa por la ventana sucia de la habitación, porque la acusaba de ser Dios entrando descalzo.
Unos ojos vidriosos y oscuros, y una calva brillante eran acentuadas por el lustroso resplandor de su guayabera blanca. Sobre una silla de mimbre su cuerpo octogenario se posaba rugoso y cansino, y a la vez, era testigo de esa purulenta sensación de muerte que paseaba a raudales por los rincones polvorientos de su casa de madera, en el centro de la ciudad.
Los niños, hijos de padres alcohólicos o cirróticos en su mayoría, practicaban penales contra los pilares de hormigón de la casa esquinera, donde funcionaba desde hace añares una distribuidora farmacéutica, que, ahora, según se decía, había entrado en el lucroso negocio del lavado de dinero. Nicho de mercado cubierto -se imaginaban esos rumores que decían los dueños del lugar-
Como a unos doscientos metros más al norte se aparecía el calmado y poco vanidoso Río Guayas, con esa capa de color chocolate o color sucio, en el que viajó alguna vez un aro de letrina, ese que de alguna forma, enamoró a la pareja de esposos para siempre, cuando al reírse jóvenes e insolentes del símbolo reiterativo de la ciudad, luego de un largo silencio, se les ocurrió la divertida idea de casarse. El esposo ya tiene ochenta años y se llama José Moreira.
Esta mañana, el sol sube en enojo. Ya se ven frente al cementerio, el que está enclavado en el centro de la urbe, unos ramos rojizos y blanquiazules, esplender ante ese sol decididamente amarillo. Sobre las turbas que recuerdan que tienen muerto, es más sobre los que hoy por el hado de esas extrañas convicciones, imaginan es el único día que lo pueden hacer, allí pende volátil y lisonjero el astro que le da nombre al sistema actual.
Apestoso a asfalto, a vaho de balde con jugo de rosas, la puerta que reza NOVIS PORTAS aguarda la visita de don José Moreira. Esa puerta conduce, a su vez, a la tumba de su esposa muerta.
La cavilación se va desviando del rumbo, del cauce que originalmente lo hizo sentarse de cara a la ventana. Quería sentirse triste, deshacer la amargura entre las manos al enlazarlas, al hacer puño, al golpear una de sus paredes de yeso, quebrándolas. Pero aunque el efecto de la tristeza llega solícita y oportunamente, esta se bifurca hasta su descendencia, y de allí da nuevos vuelcos, en giros de bichos innombrables, pero que se le apetecían como esos moscardones verdes, que desafían la física con el batir de sus repugnantes alas, al posarse sobre la nariz, mirando fijamente a los ojos.
Uno de estas miradas a los ojos era su hija Dayana, quien hacía dos años trabajaba para la corona de España, en una casa de tejado rojizo, y de paredes de bloques de armiñito, rodeado de hilos de hojas de plantas, en donde cuidaba a un anciano igual que él, de nombre Alberto. Recordaba estrujándola contra su pecho, a esa carta –una de las tres lacónicas misivas que ella había enviado- que decía al terminar: -Te quiero mucho, viejito…
Ella que le enviaba a él sólo, un sobre con postal de Barcelona, conteniendo 6 billetes de 50 euros al mes, esta vez, recordando la fecha que transcurre había preparado una carta con motivo y debajo de ésta una foto escaneada de su madre como post data.
Sin embargo la carta no llegaría hasta bien entrado el mediodía del Lunes, a pesar de que éste día se presenta urgido, un sábado.
Al erguirse de su silla de mimbre, recorre la habitación, va hasta la cocina en busca de un vaso de agua. Abre los estantes superiores del sitio, hecho con puertas de madera apolillada, espantando a una familia de pequeñas cucarachas con caparazones brillantes, en busca de esos vasos de coca cola que tienen a futbolistas pateando balones. En las esquinas de aquél espacio, larvas de color esmeralda proyectan el nacimiento de una nueva familia, y a él, que no suele ser malicioso, se le cruza la idea de que así paren aquí las mujeres: cucarachas que nadie quiere… Se arrepiente veloz de esta idea, se acusa de pesimista y de poco patriota, hasta de mal padre. Ah! Y sin embargo es cierto…
No se percata del diminuto punto inmóvil en el culo del vaso, mientras se sirve de una olla gastada, el agua. Sin saber que se ha tragado una hormiga roja, se dirige a su habitación, está en busca de sus zapatos de cuero negro. Frente al espejo de cuerpo entero, observa su pantalón azul y los bolsillos raídos de su guayabera blanca, los vellos enhiestos que le salen de las orejas y esa arruga que le brota del cuello, del que a su vez brota, un repugnante racimo de vellos hirsutos.
Observa todos sus defectos con la natural indigencia que le da la vejez, a pesar de que sabría que al salir, los chicos que jugaban fútbol desviarían accidentalmente, por esa congénita maldad del hombre, el balón de fútbol contra su bastón de cabeza de bronce, con el fin de hacerlo caer. A pesar que sabía de que de él se compadecerían con un silencio, las señoras que a gritos conversaban desde los balcones de extremo a extremo de la calle. Con ese silencio que parecía decir: -Ya le ha de quedar poco tiempo para que Dios se lo lleve al viejito Moreira. O aquello de: - Qué ingrata la hija esa que tiene, dejarlo solo después de que metió la pata con el Enrique (abortó)…
Frases de esas, era cierto, volaban intangibles con las miradas que lo veían pasar. El balón sin embargo, pasó muy lejos desde donde él caminaba.
Ya frente a la puerta del panteón, duda como siempre en entrar, - Es que no te quiero ver así- Se decía, al recordar con gusto, esa misma frase que ella le había soltado al prender la luz de la habitación, luego de hacer por primera vez el amor, en aquél tiempo, que de lo inmemorial, parecía haberse sucedido en otra vida.
Al subir las escaleras del Cementerio General legiones de recuerdos le hacían latir su dócil corazón de anciano. Eso y el repentino ejercicio al que no lo tenía acostumbrado la casa en la que vive, la que es de un solo piso.
Frente al polvoriento epitafio, que había pagado con sucres, repasa su última despedida: -A la única mujer que amé y que se me ha adelantado en el camino hacia el Señor, Junto a tu hija que será como tú la hubieras querido. Te decimos adiós para siempre, amada Claudia- Lee una y otra vez ese ominoso epitafio, mandado a escribir luego de una semana de impenitente alcoholismo, la frase de despedida está intitulado con: Claudia Vásquez (1926-1982). Algo le dice que esta es la última vez que la vendrá a visitar. Luego de rozar la tumba, haciendo con las manos un mudra, Un viento leve le acaricia el rostro, y en el horizonte del cielo parpadeante, tres rayos de sol iluminan el ascético rincón donde José Moreira está decidiendo, cortar camino, y alcanzarla a Claudia de una buena vez, para el fin de esta tarde.
El lapislázuli en forma de medalla, agarrada a una cadena, se le introducía en medio de los senos enormes, los que eran levantados por una especie de corsé, debajo de la blusa de color celeste. Su cabello negro caía en cascadas orladas con pinzas de colores, sobre sus anchos hombros, mientras su dedo índice rozaba discretamente el talle de su cintura, cuando al ver a lo lejos al cliente del local, se le insinuaba como una quinceañera, ignorando sus treinta y tres años recién cumplidos y la hija muerta que tenía en algún lugar de la República del Ecuador.
Dayana practicando esa estúpida vanidad dilatoria, se mostraba tras el escaparate del local que ofrecía conjuntos de ropa casual, con todo el ímpetu del que es capaz una mujer que se sabe condenada a la soltería indeseada. De Enrique recuerda poco, y no se desengaña con esa generalización conformista, que condena a los hombres a ser seres destinados al dominio y al desenfado de su descalabro hormonal, cuyo ulterior objetivo sólo es la procreación, como de sus ahora, amigas obesas españolas, parece escuchar como una letanía. Para ella la idea del amor todavía tiene algún mérito. Hombre como ella se lo figuraba, era algo más que una trampa, un hombre era esa sensación de realización a la que ella aún aspiraba, aunque sin esperanza, como se le ocurría que era a los estadistas de la migración, que se ufanaban de esas cifras de migrantes en las que ella se encontraba que no consiguen marido extranjero. Pues, si bien no recuerda las virtudes amatorias del mentado Enrique, sí es capaz de imaginar, y más aún, fijar en este hijo de migrante sueco, al prospecto de Hombre. Barba rala, pecho de plató, hombros en ángulo recto, ojos verdiazules, en una tarde perdida entre el olor viril, de su sudor profuso, luego de hacerle gentilmente el amor.
Cuando éste le dice, con ese acento agringado que le abre en exceso la boca para pronunciar las vocales: -Hola Dayana, supe que hoy era tu cumpleaños, así que te traje esto… espero te guste-
Así el muy torpe le regala un abrigo de lana de oveja, que dice Ecuador y donde debajo está el volcán Chimborazo: -Me costó mucho- agregó como para darse importancia.
Ella piensa que de ir al Ecuador hasta se lo regalaban, y que ya tenía dos abrigos con ese motivo, a los que no sacaba por vergüenza. No sea que la confundieran con una emigrante sólo porque paseaba a un anciano en silla de ruedas o porque su piel cobriza no se decidía a palidecer desde que llegó, hace ya dos años…Cuando piensa luego de añares en Ecuador, por ese torpe regalo y el flirteo con el hijo de suecos ese, se le viene la imagen de su padre José, y una extraña admonición se le aventura en la faz, y la indispone del estómago. Se despide rápidamente de las amigas de la tienda de ropas aquella, y junto al viejito al borde del infarto –quien ha estado en todo este tiempo mirando un punto muerto, sin distinguir los rastros de su memoria también difunta- emprende carrera hasta la casa donde éste vivía, pidiendo prestado el baño de la casa.
El romántico hombre escandinavo profiere un par de maldiciones contra la tercer mundista aquella, que ni siquiera le ha devuelto una sonrisa, por su extravagante y costoso obsequio. Los señores de la casa, minutos después de que ella ha salido, limpian el baño, con dos sonoros chisguetes de desinfectante.
De sus amigos, apenas uno vivía, el Rafa para él, Don Rafael para el resto del planeta, -Ese viejo puerco, para su familia-. No es que él haya sido el mejor de sus amigos, pero en vista de lo arbitraria que resulta La Señora –como él llama a la muerte- por sucesión le toca ocupar ese puesto, a Rafa, conocida la muerte de Miguel hace dos decenios, por un infarto post amatorio. –Murió contento el sabido ese…- se dijo en el velorio. Se lo repetía a Claudia quien aquel año en curso también moriría. Como se decía, a Rafael es a quien elige para viajar como el humo hasta las esquinas de las paredes, y de allí, luego de suspenderse por un momento, escapar por la ventana en una bocanada.
-Hola Rosita ¿puedo visitarlo al Rafa?- Le pregunta José a la hija del Rafa.
-Hola don José, pues Lo ibamos a llevar donde la Margarita… como hoy es el día…pero si quiere puede venir antes. Nosotros aquí lo esperamos- Contesta ella, mientras piensa que no tiene ningún sentido que él venga, o que ellos los lleven, en vista del voraz Alzheimer que lo aqueja a su padre, quien ha defecado al momento de escuchar el nombre de José. Mientras le quitan los pantalones para limpiarlo por segunda vez en este día de los muertos, él repite mascullando: ¡el Pepe, el Pepe, el Pepe!…con esa voz afónica, y esos ojos ampliamente abiertos, que ya no ven nada.
Sentados y pegados de hombros, parecieran dos bebés, que a su vez, observan el innombrable fenómeno de los días. Ahora en el patio de la familia del vejete Don Rafael, sentados como están, viendo al ancho cielo, de nubes cortadas en filas de plumones, mientras boga el sol hacia el cenit.
Daría esta impresión finalmente, de no ser porque cuando Don José empieza a sacar unas fotos amarillas y blanquinegras con bordes de puntos rojizos o naranjas, le empieza a explicar al Rafa- quien asiente en silencio como si en verdad lo escuchara- los detalles de quien toma la foto, de lo que estaban haciendo, y esas anécdotas de las que ni ellos mismos reparaban desde que se había muerto la Claudia, y desde que él ya no reconocía a sus propios hijos, con cada una de los centenares de fotos que él había llevado.
Rosita, la hija, los miraba detrás del ventanal sin poder contener un puchero, el arrugar de sus mejillas y ese fruncir del ceño. Porque era dolorosamente hermoso ver a esos dos dedicarse esa fiesta del alma que son los recuerdos. Quizás por eso los dejaron allí, mientras ellos la iban a visitar a su madre la Margarita, con los nietos de ésta, al cementerio.
Luego de estar en eso un par de horas, Don José, decide abrirse junto a su amigo, una botella de whisky, que colgaba al revés en el bar de su hija. A pesar de que le duele verlo así, no lo compadece, tiene la idea de que algo escucha, de que algo intuye; sobretodo cuando al tenderle el brazo con el vaso marrón del whisky, éste alza el suyo tembloroso para asirlo contra su abdomen y no dejarlo caer. Y brindan:
- ¡Por este amor que aún te ama!
- ¡Por tu vida hermosa y por lo hermosa que es la vida!
- ¡Por los amigos muertos, bien muertos, que mucho gozaron!
- ¡Por la tristeza que alumbra a la alegría y por la larga vida que es la muerte!
El Rafa asiente, tiene un rictus en los labios como si sonriera, don José está seguro de eso mientras brinda. Le da de beber él mismo, el trago, ahora que no puede llevarse el trago a los labios. Cuando se percata de que de seguir así lo podría terminar matando, decide dejar de ayudarle.
-Eso sí no, yo no te puedo hacer eso… si quieres acompañarme tendrás que hacerlo tú mismo- Le dice al momento en que le deja la botella y el vaso al lado de su pie. Es cuando, para su sorpresa, su amigo, el desmemoriado, apenas móvil, don Rafael, se encorva sobre sí buscando asir con sus huesudas manos el trago que le dieron a apurar, como tratando de decirle, -Esto lo quiero más que tú y desde hace mucho más tiempo, Pepe-. Rendido a esta milagrosa exigencia, cae en cuenta, de que después de todo, no estaría tan sólo en el último encuentro hacia la Claudia, que ya lo esperaba ansiosa.
La miseria lo rodeaba, como una masa líquida, como si fuera lluvia, aunque no lo era. También era un vaho expelido, mezcla de orine y moho, salido de entre las cloacas de su carne fláccida; mientras camina hacia la hora de su muerte, se cree tener el derecho de oler y sentir, los últimos roces pestilentes de la vida.
El puente de la ciudad tropical de Durán le había costado 4000 millones de dólares al Gobierno del Ecuador por una sobrevaloración en el contrato con la empresa constructora brasilera quien acusó al Gobierno, y a quien el Gobierno culpó a su vez, de los 2000 millones de dólares que no fueron cotizados al inicio y que terminaron por ser regalados desde el arca nacional con el dinero de los contribuyentes. La construcción de hormigón no era un milagro arquitectónico, era un pasadizo entronizado para autos, barnizado de gris, sobre el manso río guayas, lleno de lechuguinos, que le daban un aspecto de tétrica lobreguez al caer un sol redondamente anaranjado, Rodeado de un manglar, un tanto más, que exhalaba un melancólico soplido de añoranza por el pasado original de estos ecológicos parajes, que ahora se veían amenazados por este futuro de hierro y concreto, donde a la vez planeaban autos atiborrados de energía fósil.
Constaba de ocho carriles el puente llamado “Unidad Nacional”. A un costado del primer carril, dos ancianos transitarían como peatones de no ser porque uno de ellos viajaba en una silla de ruedas, impulsado por las pobres fuerzas de otro vejete con una guayabera blanca empapada de sudor. Las manivelas de dicha carroza eran de un caucho carcomido, por los mordiscos suaves e instintivos de uno de los nietos del pasajero, quien ya cumplía los nueve años. Las bocinas de los autos, entre los que se contaban en su mayoría, los modelos “burbuja” de la Fiat y la Suzuki eran alternados con el resplandor intermitente de los faros delanteros; guiños del metal motorizado que les advertía del probable arrollamiento a los corajudos ancianos que caminaban, donde no habitan los seres humanos.
Sin embargo no tenían la necesidad de aquél ramplón suicidio. El sol herido de la tarde en decadencia serían testigos de otra muerte más profunda y anormal, sobre el Puente de La Unidad Nacional, entrada destinada hacia la ciudad de Guayaquil y hacia las murallas ataviadas de oropel de los barrios adinerados de la urbe.
Una miríada de postes de luz alumbraba dicho puente, sobre las que se colgaba más de una propaganda alusiva a las elecciones del mes en curso para la dignidad de Presidente del país. Lleno de colores era, en fin, la proyección fosforescente de los carteles al derrumbarse la noche.
Ya han pasado media hora caminando sobre el puente los viejos arrugados y verrugosos. Una fila de automóviles bulliciosos rueda detrás de los ancianos en una extraña caravana, que más de uno, atribuyó a algún candidato de la campaña en progreso. El día de los muertos, no merecía tal ultraje, pues no era menos cierto que en aquella ciudad, aún se consideraba la fecha como algo sagrado y sin mácula, que no podía ser aprovechado con tales fines del proselitismo. Sí, católica y democrática decían era la población de la ciudad. A pesar de que este feriado sólo era una oportunidad para evadir la ruin rutina de la urbe, y viajar a pudrirse en otra parte, a estos cuerpos tan atados a la vida de consumo y a sus sueños de mercado.
Llegado a lo que, el señor Moreira considera es el poste de la mitad del puente. Este desenreda un cabo grueso, color añil, del respaldar anterior de la silla de ruedas, donde ha improvisado una bolsa plástica color oscuro. Lo hace con una rapidez que parece salida de otra edad, cuando él practicaba fútbol profesional en el club de un Banco que desapareció, cuando los accionistas del banco en cuestión, se declararon en quiebra, fugando del país, en esa etapa que se conoce como el Feriado Bancario. Propio del despropósito que significa el contraer matrimonio cuando aún se es un hombre incompleto y del desastre financiero antes mencionado, nuestro José Moreira se retiró del fútbol. Si aquello era una razón para la inusual diligencia con la que ata dicho cabo al vientre del poste y éste a su vez al cuello de su amigo Don Rafael, estamos ante una explicación optimista, pues bien podría ser también, que había algo de morbo ante la premura de la muerte en don José, sobretodo cuando le era notorio, el dulce cosquilleo en la base del cuello o un hormigueo que le recorría el pecho y la espalda, dejándole una extraña y deliciosa sonrisa, en la punta de la cara.
Las familias o los hombres y mujeres que viajaban en la horda de transportes, sólo intuyen la intención del señor de José Moreira sólo cuando este lanza a su amigo al fondo del río, lo de antes sólo eran imprecaciones que los condenaba a un sanatorio, o la muerte de las putas de sus madres, que de seguro habían trabajado a inicios del siglo XX cuando los dos incendios de esta ciudad que tenía la memoria también incendiada, ocurrieron.
Don José ve a su amigo Rafael Ortega caer en línea recta hacia el manso río velozmente, como un bulto de piedras ensacadas
Sin aletear siquiera, de pronto lo ve suspenderse en el aire de un sacudón, pareciera poder haber vencido la gravedad, por la ilusión que crea no poder contemplar la linea de la cuerda, absorbida por la envoltura de la noche. Pero luego lo ve bambolearse, al igual que un péndulo de tiempo sobre un piano, o como la epiglotis baila en el fondo de una garganta que profiere un alarido, con la misma elegancia fútil de un medallón transitando la distancia de unos ojos adormecidos. Prefiere no llorar, aunque siente esa comezón en los ojos, y ese ardor en los párpados que lo conminan a sentirse nostálgico y arrepentido. Felizmente recuerda lo que le ha dicho a su amigo, momentos antes, cuando le presionaba el vientre, con sus brazos repentinamente duros y ágiles: -Pronto estaré contigo, No vueles tanto, espérame-
Una madre de familia que se sentó de lado de su aburrido esposo con el que llevaba casada otros turbios diez años, ha alzado el pestillo del seguro de la puerta, ha tomado entre sus dedos la manivela que la abre, y se lanza al húmedo suelo calenturiento, en busca de prevenir el nuevo suicidio. Lo hace derramando un grito destemplado a la calle, que parece decir: ¡No! Por favor…
Su esposo quiere conminar sin conseguirlo agarrarla del brazo y decirle: No te metas en eso, amor…
Para ella es un reflejo soltarse de la comodidad del silencio y del ventilador del auto, una profusa enredadera se le ha formado en el estómago al ver al primer bulto caer. Este gesto ya lo ha tenido antes, cuando al ver los noticieros con el segmento de la crónica roja, prefiere cambiar de canal para no estimular la indignación y el suave llanto, o cuando al saber de cualquier hombre muerto, se persigna. Ahora que puede ayudar, ella salta con un espasmo, con violencia y amor puramente femeninos. Pero torpe y sin pensarlo, como suelen ser el amor y la violencia unidos, ella sale con sus finos tacones resbalando sobre el concreto.
Don José Moreira ve la vaga forma fantasmal de su amigo en el vuelo, se confunde apenas porque el otro cuerpo está aún allí abajo, dando circulares vueltas, en aros cada vez más cerrados. Se pregunta por el cómo lo pudo haber hecho tan rápido, respira hondo, al constatar que la muerte no era la cosa esa que decían los fanáticos difamadores de la La Señora, quienes la acusaban de envilecida y cruel.
Atado al otro lado del cabo, la amarra a su cuello con la misma despreocupación con la que se hace un nudo de corbata. La vocinglería de los pasajeros de los autos, y los autos con sus bocinas, suben de tono. La madre de familia logra incorporarse, aproximándose hasta las piernas de don José Moreira quien no se percata de este hecho al momento de lanzarse.
En la caída ya lo puede ver mejor a su amigo, lo ve joven, como lo recordaba, con la ceja levantada, con la palma abierta extendida convidándole el paso. Sobre él, como asomada a una ventana está su esposa sonriente, cree escuchar que le dice: Ya creí que no venías…
En el recorrido de dos segundos y medio que hace el cuerpo hasta el momento de quedar suspendido, con el cuello quebrado sobre el río, en el severo freno. La mirada de la madre de familia, lo acompaña; trata de llevarse las manos a la boca para ahogar el grito, pero lo hace a medias, en vista de lo temblorosa que está su mano. La policía de tránsito y las ambulancias han llegado solamente para atender a la madre de familia, que en un estado de conmoción profunda es atendida, también han llegado para retirar la silla de ruedas del lugar. El departamento de Criminalista después de seis meses no tiene pruebas concluyentes sobre el homicidio agravado perpetrado por el Señor José Moreira y cree entender que se ha matado “por error”, como concluye el perito informe.
Dos días después de la fecha de los muertos, un mensajero toca la puerta de madera llena de comején, del domicilio de don José Moreira. Las vecinas le informan de la muerte del remitido, dos días antes, y le convidan un café que él rechaza, para contarle la historia familiar del fallecido. Sin embargo logran que éste les de la dirección de la hija que aparece en el sobre para informarle de la muerte de su padre.
Incluso se quedan con la carta, aduciendo que son los únicos familiares que tiene el Señor, a pesar de que José Moreira nunca las había tratado más allá de un saludo.
Con su horrenda voz de chirrido, una le lee a la otra el final de la carta de Dayana:
Pronto estaré en casa, pero antes quiero terminar de hacer algunas cosas, ¡estoy enamorada! Viejito, seguro te gustará mi próximo novio. ¡Es un sueco precioso! No tanto como tú, no te pongas celoso… Nos casaremos y tú me llevarás de la mano, por la iglesia a la que solíamos ir con mamá. Sería bueno que aprendieras a recibir mis mensajes por computadora… pero igual me gusta escribirte así. Quiero que sepas que te extraño mucho, Te quiero mucho viejito…
En el cuarto de la clínica privada número 42, para pacientes poco enfermos pero sujetos de crédito, los doctores retienen a la Madre de familia con la excusa de que necesita una semana para recuperarse, ella quien aún no se repone del trauma, pero que apenas ha cobrado la calma y la conciencia, ha manifestado la voluntad de preguntar por la hija del fallecido José Moreira. Le ha agarrado de la solapa de la bata del doctor practicante, y le ha dicho: -Don José quiere que le diga a Dayana que la quiere mucho, que ya está con su madre y que se case, que ella se merece ser feliz, que me ha elegido a mí para despedirse, por favor díganle eso, él me lo ha dicho… por favor-
Esa manifestación de severa locura es la que la tiene allí postrada en la cama, con la mirada fija en la lámpara de la habitación del hospital.
En un cuarto alquilado en España, amanece la figura desnuda de Dayana Moreira, con los efluvios de su licor aún frescos, a los costados de sus muslos, escuchando el furioso golpe de una mano contra la puerta. A su costado, con los ojos entrecerrados, está el cuerpo del sueco con quien ha hecho el amor esta mañana y al cual se lo nota muy cansado, por su poco hábito de estar con latinas. Un torpe: -Te quierro- le suelta, al tiempo que ella con su pijama, baja las escaleras del ático donde reside, junto a otros tantos emigrantes que se hospedan como pueden en ese lugar.
Estática ante una carta referida por las vecinas y muy mal redactada, le informa de su padre suicidado. Luego de asumir el fardo de esas palabras que son indudablemente más duras que cuando alguien de su boca te las dice y abraza, Sube como un semoviente taciturno, y se postra sobre el alféizar de la ventana circular del ático, que emula las ventanillas de las cabinas de los barcos. Allá afuera, el sol esplende detrás de unas nubes que hacen gaseoso el efecto del resplandor, desde ella, en cambio, se va una idea, que le deja vacía la puerta del estómago. Una caricia en el adusto rostro es este rayo de sol que le calienta la cara, y el que hace que le brille, tiernamente, una lágrima.
La tarde del día siguiente escucha luego del timbre del teléfono, detrás del auricular, una voz dulce de una desconocida, que le habla de su padre, y de lo que le dijo mientras se elevaba hacia la luz de luna, contra la noche, en esa lejana y escéptica ciudad, a la que llaman Guayaquil.
Antes de acostarse, Esa noche, En el reflejo de su figura contra el espejo, cree ver dos formas que la abrazan.
FIN
Bitter Bierce.
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