************************* Parte 1 *************************
Parecía una idea excelente. Por qué no: la cabaña llevaba sola varios años, y al parecer a nadie le importaba el lento deterioro que sufría. Yo la veía cuatro a cinco veces en el año, cuando viajaba desde Puerto Montt a Coquimbo a ver a mi familia. Como hacer el viaje en un día era realmente destructivo, me quedaba en la casa de mis tíos cerca de la Quinta de Tilcoco, al sur de Rancagua. Me bajaba en la mañana del bus y caminaba tranquilamente los 11 kilómetros desde la carretera hasta el fundo de don Agustín, el hermano de mi mamá. Aunque principalmente lo hacía para estirar las piernas, disfrutaba mucho el recorrido por el "camino largo", como tan originalmente lo llamaban los lugareños. Es un camino recto cercado por árboles gigantes que refrescaban la caminata cuando con una mochila de proporciones considerables a la espalda caminaba sintiéndome mejor en cada paso. En la mitad del Camino Largo hay un cruce con otro camino que va desde el río hasta los cerros. Los caminos a izquierda y derecha eran un misterio para mí, ya que nunca había tenido la necesidad o las ganas de recorrerlos. "Pal río encuentras el río, pal cerro encuentras los cerros, nada más" me decía mi tío con un extraño brillo en los ojos. Si no lo conociera como lo conozco, diría que le daba miedo. La curiosidad pudo más, y un día tomé la bicicleta vieja de mi prima (una Caloy rosada con flecos colgando de los manillares) y enfilé hacia el cruce. Efectivamente, el camino del río llegaba al río. De hecho, ahí se acababa. Me contaron después que ese camino antes pasaba por un puente que acortaba las distancias entre las dos riveras. Después de que un aluvión se lo llevó, el Puente Nuevo (así se llama) está ahora a unos 10 kilómetros río abajo, lo que causó que un pueblito ribereño perdiera su acceso más directo, reduciéndolo a un caserío de gente muy anciana y, según cuentan, muy pobre. La vista es impresionante, y me entretuve en eso por lo menos un par de horas. Deshice mis lastimeras pedaleadas y crucé el camino largo para recorrer el camino de los cerros. Efectivamente, llegaba a los cerros, pero a diferencia del camino del río, este continuaba subiendo por una ladera y se perdía a unos 100 metros de altura entre matorrales y árboles de diferentes tamaños. Preocupado por la femenina bicicleta de mi prima, decidí recorrer los últimos metros a pié. Cuando llegué a los matorrales, me di cuenta que el camino no terminaba ahí, sino que doblaba bruscamente hacia la derecha y continuaba subiendo. "Ya estoy aquí" me dije, y con el buen estado físico que tenía en esos tiempos, continué tercamente mi ascenso sin mucho esfuerzo. Fue así como descubrí la cabaña. Tristemente abandonada, se notaba que había visto mejores tiempos. Estaba construida completamente con troncos, y abarcaba unos 90 metros cuadrados de terreno en el cerro. Sobre ella había otra construcción de madera, un poco mas pequeña, que probablemente servía en sus tiempos como bodega o algo por el estilo, con una ventana de dos hojas justo en medio de la pared que daba hacia el techo de la choza mas grande. Esta estructura todavía retenía un poco del rojo con el que antiguamente estaba pintado, a diferencia de la rústica madera de la construcción principal.
La bodega estaba soportada en parte por el cerro y en parte por la cabaña, lo que formaba frente a ella una especie de terraza sobre el techo de troncos. Subí primero por una escalera tallada directamente en la tierra del cerro hasta la puerta de la bodega. La rodeé con cuidado hasta llegar al techo, al que me subí muy despacio. Descubrí que era mucho mas estable de lo que parecía, así que me senté dispuesto a relajarme con el paisaje mientras me fumaba un cigarrillo. Quedé impresionado. Desde ahí se veía gran parte del valle por sobre las copas de los árboles que ocultaban parcialmente la cabaña, y que crecían mas abajo en la ladera del cerro. Se distinguía claramente el Camino Largo, así como el pueblo y el río. La puesta de sol en las montañas le agregaba un toque dramático a la escena, como pinceladas de una acuarela divina. Los impecables y cristalinos sonidos del viento entre las hojas agregaban la melodía perfecta a la exposición. Me quedé allí admirando el paisaje hasta que anocheció. En realidad un poco antes, porque no había alumbrado eléctrico en la segunda mitad del Camino Largo, y recorrerlo en mi improvisada "mountain-bike" en la oscuridad podría ser peligroso. Llegué sin novedad a la casa de mi tío, cansado como perro, y sin muchas ganas de hablar. Dos días después, continué mi viaje hacia el norte.
Desde que descubrí la cabaña, fue mi parada obligatoria en mis caminatas hacia el fundo. Generalmente llevaba pan y una lata de jurel en la mochila, para almorzar en el techo. Así que cuando me preguntaron si conocía algún lugar para hacer la fiesta, no lo tuve que pensar dos veces. La mayor parte del grupo era de Santiago, por lo que quedaba en el camino, y así la fiesta de fin de año podría ser con escándalo, sin temor a la fuerza pública ni a los vecinos... o eso pensamos.
Todos estuvimos de acuerdo en que la idea era excelente. Durante esa semana nos organizamos con los autos, los comestibles y los bebestibles. Una pareja se consiguió una parrilla y una camioneta. Otros se consiguieron baterías, e incluso un generador, el que descartamos por temas de comodidad y presupuesto. Alguien ofreció un equipo de música, con amplificadores y luces, el que también descartamos por temas energéticos y de sentido común. Finalmente la música salió del mini componente de mi abuelo, que usaba ocho pilas tamaño "D", además de tres guitarras, un pandero, un par de maracas (musicales, por supuesto) y un bombo. Todos estábamos acomodados dentro de varias carpas y con sacos de dormir. Aunque no había un terreno muy bueno para colocarlas, siempre estaba el fundo de mi tío y su antejardín de medio kilómetro.
La noche anterior a partir, como un funesto presagio de lo que venía, se incendió la residencial "Las Luces", donde vivían y dormían siete de nuestros compañeros. Aunque ninguno sufrió heridas graves, perdieron todo lo que tenían en sus piezas. El resto de nosotros decidimos postergar la fiesta para más adelante, pero los "quemados" prácticamente nos obligaron a hacerla igual. "Aparte de mal, me voy a sentir culpable, así que si no hacen la fiesta les voy a sacar la cresta a cada uno de ustedes!!!". Ante semejante amenaza, el plan siguió su curso con siete bajas, por lo que además nos quedamos sin parrilla y sin maracas (de nuevo, de las musicales), además de sin camioneta y dos autos, que aunque no les pasó nada con el incendio, no se prestaban para carretear a menos que el dueño estuviera dentro.
Así, quedamos trece personas listas para la fiesta: La Paula, primera guitarra. El Chito en el bombo. El Jano con una parrilla rescatada de una antigua estufa a parafina. Los mellizos Ancho y Pancho, que en realidad no se llamaban así, y que en realidad no eran mellizos, pero andaban siempre juntos para todos lados. El Jerry y el Yuyo encargados de los líquidos. La Vero y la Jo, compañeras de curso desde primero básico. El Oscar, encargado de los comestibles. La Claudia, encargada de las risas y del pandero. La Flaca, que nadie estaba seguro cómo se llamaba, siempre nos sorprendía con sus comentarios extraños y su facilidad para encontrar ropa negra tan variada. Y finalmente yo, encargado del mapa y segunda guitarra. Ese era el grupo. Aunque nos conocíamos desde hace tres años, eran raras las ocasiones en que salíamos todos juntos. Generalmente formábamos grupos más pequeños, casi siempre unidos por el Jota o el Perrín, que eran una especie de "anfitriones designados". Lamentablemente, ambos se quedaron en Puerto Montt recogiendo cenizas.
Y así partimos, antes de que amaneciera. Uno de los "conocidos" de la Claudia nos consiguió pasajes en un "bus pirata" hacia Santiago, que en realidad era una liebre de color verde, en la que cada cambio de marcha parecía ser el último. Viajamos con un equipo de Basquetball que participaría en un torneo inter-escolar. Aunque amablemente nos cedieron los últimos asientos, el viaje fue realmente incómodo. Era como estar atrapado dentro de un tarro con piedras rodando colina abajo.
Después de varias horas de "c-h-i", "vamo vamooo" y "el que no salta es..." finalmente llegamos a la Quinta. El chofer se ofreció a acercarnos por el Camino Largo, y un poco ofendido por nuestra a lo mejor demasiado efusiva negativa, finalmente retomó la carretera y se alejó. Probablemente era nuestra imaginación, pero seguimos escuchando los cánticos de los niños durante varios minutos más. Era la hora de almuerzo. El amable chofer tenía pie de plomo, pero no logramos sorprendernos porque para nosotros el viaje había sido igualmente largo y agotador. Por votación unánime (a excepción de la Flaca, que con una extraña expresión en el rostro, votó en blanco) se decidió ir al fundo de mi tío a descansar y a comer algo. Tal vez un chapuzón en la piscina y una vuelta a caballo, ya que estábamos ahí. Al llegar al cruce la curiosidad fue más fuerte. Tanto les había contado sobre mi cabaña mágica que todos querían verla, así que nos desviamos y recorrimos el camino hasta las faldas del cerro.
- De aquí son como 10 minutos de subida, doblamos en esa esquinita que se ve allá, y llegamos.
Seguimos subiendo, ignorando las protestas y los resoplidos de Ancho. Cuando llegamos a la cabaña, a todos se nos quitó el cansancio como por arte de magia. Siempre causaba el mismo efecto en mí, y al parecer también en mis compañeros. Dejamos los bultos a un lado, y uno a uno nos fuimos subiendo al techo. Ante la sorpresa de mis compañeros, la cabaña ni siquiera se quejó bajo nuestro peso.
- Adentro debe estar horrible! Podríamos aprovechar de ordenar ahora, antes de irnos al fundo - sugirió sorpresivamente la Claudia.
- Emmmmm.... adentro?
Todos me miraron incrédulos.
- Me vas a decir que todos estos años sentándote acá arriba, y nunca se te ocurrió entrar???
- Y para que? Mira la vista! Si quisiera encerrarme me quedaría en la pensión. Cuando llego acá, jamás se me ha pasado por la cabeza meterme adentro.
- jajaja! Jamás se te va a quitar lo volao.
Esa era mi fama. El Yuyo siempre me lo recordaba, a veces de las formas más inoportunas imaginables. "Por qué no te llamai a la Paula pa que salgamos a carretear?" Me dijo un día. Cuando a la media hora la Paula tocaba el timbre, el Yuyo reprochaba mi estupidez: "Te dije que la llamarai pa avisarle que íbamos a salir nosotros solos, no con ella!!!". "Yuyo, si tuviese una bola de cristal, a lo mejor adivinaría tus pensamientos... si tuviera las dos bolas de cristal, andaría tintineando" le dije tratando de hacerme el simpático. La verdad disfrutaba mucho mi tiempo carreteando con el Yuyo, pero la Paula tenía algo que él no. En realidad le faltaba "algo", que era lo importante. Cuando ella terminó conmigo ni siquiera me dio tiempo de hacerme el simpático.
- No te voy a pedir que sigamos siendo amigos - me dijo -, simplemente porque no nos queda otro remedio.
Y eso fue todo. Un año, dos meses y tres maravillosos días pasamos juntos como pareja. Ahora sólo lo somos cuando nos sentimos solos, o necesitamos algo más que un apretón de manos, un abrazo o un beso en la mejilla.
- Paula - le digo, lo más seriamente que puedo - necesito hablar contigo.
Después de descargar todas las ansias y deseos acumulados en alguna cama arrendada, me decía al oído:
- El día que desaparezca el brillo en mis ojos cada vez que me dices que necesitas hablar conmigo, será el día en que nos separemos de verdad.
- Lo único que me duele es que sé que no falta mucho para que dejes de quererme de una vez, Pau... y a mí me queda un largo, largo camino. Te voy a echar más de menos que la cresta.
- Yo no.
Me respondía con una sonrisa.
Ya de vuelta en el presente, me encontré solo en el techo de la cabaña, mirando a la Paula hacia abajo con una estúpida expresión en mi rostro. Los demás estaban todos tratando de abrir la puerta. Aunque parecía estar sosteniéndose con telas de araña, no cedió con ninguno de los intentos menos violentos. Cuando Ancho y Pancho se pusieron de acuerdo para darle una patada al unísono, tuve que intervenir. Si bien sabía que la cabaña estaba completamente abandonada, no nos daba derecho a romperla. En realidad, esa era mi excusa. La verdad era que no quería romper nada de aquel lugar que me gustaba tanto. A regañadientes, me encontraron la razón. Tomamos los bultos, y continuamos el camino hacia el fundo de don Agustín.
Nos recibieron como se recibe a la gente en el campo. Un gran abrazo de mi tío, muchos gritos de su segunda señora y de los trabajadores. Mi prima me saludó como de costumbre, con un tímido beso en la mejilla y roja como un tomate.
- Sofía! Cada día mas bonita! Ya me imagino como mi tío debe andar correteando con la escopeta a los jotes que te persiguen!
- Córtala Chalo! Que van a pensar tus amigos!
La Sofi era una dama. Como su madre, chapada a la antigua y con modales perfectos. Mis inocentes referencias a los "jotes" que la perseguían sonaban en sus oídos como la perorata de un maestro de construcción que se machaca los dedos con un martillo. Al darme vuelta para presentarla, me di cuenta de algo que no había considerado. El Jerry (se ganó ese apodo por su impecable imitación de Jerry Lewis, además de un lejano parecido) se había transformado en un lobo hambriento, como el que aparece generalmente en las caricaturas de Droopy. Ojos saltones, sonrisa socarrona y casi un hilillo de baba corriendo por la comisura de la boca. Ancho y Pancho fueron mucho más respetuosos, aumentando mis secretas sospechas de una incipiente relación homosexual. El Chito, preocupado por el bombo de su madre, fue poco lo que alcanzó a notar en ese momento. El Oscar no supo ni de la parrilla cuando vio a mi prima. Fue casi vergonzoso verlo acercarse a tropezones, cual película de los tres chiflados, ocasión que el Jano aprovechó al máximo para estrenar su nueva risa (cambiaba de estilo de risa cada dos o tres meses). El Yuyo no pescó. Era su forma de conquistar a las mujeres. "Que no sepan que te gustan! Así después se acercan solitas!" solía decir cuando nos amanecíamos en LA disco (si, LA disco, porque era la única que había... en realidad se llamaba L.A., así como Los Angeles, pero todos la conocíamos por LA... es decir, LA disco), y aunque nunca le resultó su estratagema, siguió siendo fiel a ella hasta estos días. Las niñas saludaron como de costumbre, y con la excepción obvia de la Flaca, entraron en confianza de inmediato.
Así transcurrió el día, entre piscina, cervezas, vino y un asado aparentemente "de la virtud", porque no parecía terminar nunca.
- Ayer no más matamos un animal - nos contó don Agustín -. La muy bruta se cayó en una zanja y se rompió el pescuezo. Cuando la encontramos todavía estaba viva, así que si alguien encuentra una bala, me la devuelve para reciclarla.
Increíblemente, el chiste sólo pareció tener buena acogida en la Flaca, que casi bota la cerveza por la nariz. Los demás se quedaron súbitamente sin apetito... por alrededor de dos minutos.
Al caer el sol, nadie tenía ganas de irse. Aunque todos quedaron maravillados por la cabaña, pero las cervezas heladas, las pipas sin fondo y la comida interminable eran una tentación muy grande, además de la Sofía compartiendo con nosotros como una más del grupo, que era como un frasco de miel rodeada de abejorros. Mi tío nos convenció (no le costó nada) para que nos quedáramos con él. Dijo que las carpas eran una tontera, y nos designó cuatro piezas de la casona para que nos acomodáramos. Aprovechamos de ponernos ropa mas abrigada, y desempaquetar algunos bultos. Cuando volvimos junto a la piscina, don Agustín había sacado unas pocas brazas de la parrilla del asado y las había arrojado dentro de un medio-tambor que estaba semi-enterrado.
- Aquí quemábamos la basura antiguamente, pero por culpa de este cabro lo transformamos en "hogar" como le llama él.
Miré a la Sofía y la sorprendí mirándome. No supe si fue por el reflejo de las llamas que empezaron a brotar del tambor o algo más, pero nuevamente parecía sonrojada. Evadió mi mirada con una sonrisa. Los recuerdos de nuestros momentos juntos llegaron flojos a mi cabeza, como caballos cansados de tirar la misma carreta.
- Tengo frío - me dijo al oído, tiritando.
- Hagamos una fogata! - le dije entusiasmado. Sus ojos se llenaron de lágrimas por las que en ese momento culpé al frío aire que bajaba de la montaña. Yo tenía dieciocho, y ella dieciséis. En ese tiempo no existía la piscina, y el medio tambor se ocupaba realmente para quemar desperdicios. Junté madera y diarios viejos, y encendí la fogata para espantar el frío que hacía temblar a mi querida prima. Ella se me acercó y me abrazó de la cintura. Yo hice lo mismo con ella. Poco a poco se fue acercando más y más, hasta apoyar cómodamente su cabeza en mi pecho. Lentamente fue girando el cuerpo para quedar frente a mí, y al levantar la cabeza volví a ver sus ojos llenos de lágrimas.
- Pa qué soi mi primo? - me dijo, con una voz suave pero cargada de rabia y de pena. Le acaricié su negro pelo, y con mucho cariño la besé en los labios. Le sequé las lágrimas con el revés de mi mano.
- Por lo menos estamos juntos. Si no fuésemos primos, ni siquiera nos hubiésemos conocido.
- Que vamos a hacer? Tu te vas mañana para el sur... me voy a morir si me dejas sola.
- No mi niña, no te vas a morir. Vas a estar triste unos días, igual que yo. Después se te va a quitar la pena, vas a juntarte con el Pedro y vas a seguir haciendo lo que hacías hasta antes de que llegara yo. En dos semanas ya ni te vas a acordar que tienes un primo, que te quiere demasiado y que te está echando muchísimo de menos en Puerto Montt.
- Me voy a morir.
Eso fue lo último que me dijo esa noche. Al rato salieron mis tíos con una botella de vino y un trozo de cabrito. Colocó el vino junto al fuego, mientras ensartaba la carne en un palo y la acercaba al hogar improvisado. Tomamos vino caliente con asado al palo, una cena digna de un rey.
- Mijo, mi casa es su casa. Venga cuando quiera, que ni siquiera tiene que avisar. Y que lo pille yo gastando plata en hoteles, que pa eso tengo este caserón tan grande, para darle alojamiento al que me lo pida, más todavía si es mi familia.
Me sentí un poco traidor. Aunque con la Sofi jamás pasó de un beso apasionado, los dos sabíamos que lo que hacíamos estaba mal. "Si está mal, por que chucha se siente tan rico?" me preguntó un día con rabia. Todavía no sabría responder esa pregunta.
Mientras más entrada la noche, más dentro de la botella nos metíamos. Hablamos de muchas cosas, del campo, de las grandes ciudades, de música y de cine. La Sofi se veía feliz. La Paula no tanto. Aunque nunca le conté nada de lo que pasó entre mi prima y yo, pareció adivinarlo sin mayores dificultades. Aunque me dolía verla triste, un extraño y perverso placer me recorría por dentro. "Un poquito. Sólo un poquito, para que sientas un momento lo que yo paso cada día" le decía para mis adentros.
El Oscar se fue a acostar. El compartiría una pieza con los mellizos, así que ellos aprovecharon para retirarse también. La Vero decidió que ella y la Jo estaban muy cansadas y que se irían a acostar.
- Anda tu no más Vero, que yo estoy entretenidísima!
Todos nos sorprendimos un poco. La Jo jamás se separaba de su buena amiga, y en palabras de mi tío, si una de las dos decía "upa" la otra decía "chalupa".
- No, entonces te espero - dijo la Vero, tratando de ocultar su turbación -. Me da miedo dormir sola en esa pieza tan grande.
- No se preocupe mija, que en esta casa todos los fantasmas son buenos. A propósito, alguien tiene hora?
Con el Jerry y con el Yuyo nos miramos preocupados. En estas situaciones, cuando el dueño de casa pregunta la hora, es porque se acabó la fiesta.
- Las 12:00 don Agustín - respondió alegremente el Chito, que jamás se enteraba de nada.
- No se preocupen niños, que no los voy a echar a acostar todavía. Es sólo para demostrar un punto.
Yo ya sabía lo que venía. Tiempo atrás ya me había demostrado lo que estaba a punto de contar.
- Hace unos cien años, vivía en este pueblo un hombre, un patrón, dueño de toda la tierra. La gente lo quería mucho, porque era justo y bondadoso, pero si había que apretar las riendas, las apretaba sin pensarlo dos veces. Este caballero se llamaba don Carlos de la Peña, descendiente directo de una respetada familia española. Para no alargar mucho el cuento, resultó que un mal día, según cuenta la leyenda, un rayo sin lluvia cayó en el cruce del Camino Largo y le prendió fuego a uno de sus campos. Como era año seco, el fuego se extendió rápidamente a las otras plantaciones. Para cuando le llegaron a avisar, todos los campos del lado del cerro estaban quemados. Muchos de sus inquilinos murieron, ya sea porque los sorprendió el fuego o tratando de apagarlo. Don Carlos estaba destruido. No le importaban las cosechas, que podría volver a plantar. Le dolía ver el sufrimiento de su gente, ver a las madres con sus hijos en brazos, llorando al lado de un negro y humeante bulto que solía ser su marido. Padres con niños pequeños que ya no respiraban. Desesperado, don Carlos se dirigió al cruce, dispuesto a hacer lo impensable...
- Lo impensable? - preguntó el Jerry, obligado por su mente de alcantarilla
- Si señor, lo impensable. Fue dispuesto a venderle su alma al diablo.
- Y todo por un par de campos quemados?
- Jerry... deja que termine la historia por favor - anunció la Jo con voz temblorosa.
- No caballero, no por los campos. Por las personas. Estaba dispuesto a cambiar su alma por la de los inquilinos que habían muerto quemados. Pero el diablo es diablo, y sabe mucho porque mucho ha vivido. Se le apareció a don Carlos justo en el cruce, montado en un gran garañón negro, con espuelas de plata y chamanto bordado en oro. "Hagamos negocios" le dijo don Carlos. "Pide no más" le respondió el cola de flecha, que en ese momento sacaba sus diabólicas cuentas mentales. "Mi alma por la de los que se quemaron hoy" le dijo. "Ese no es negocio, mi amigo. Muchos de los que se murieron hoy acá tenían tratos conmigo. Ese rayo que quemó tus campos fue obra mía. Es a lo que me dedico don Carlos, a cobrar mis deudas. Si los dejo libres, pierdo veinte almas, y gano solo la tuya. Aunque tentadora la oferta, no me conviene". Después de pensar un momento, don Carlos le dijo al malo "Entonces pide tu. Que quieres de mi?" Eso era lo que esperaba el cacho de cabra. Cuando escuchó la pregunta le saltaron chispas por los ojos, y el garañón pareció reírse de la oferta. "Quiero tus campos. Los del lado del río. Me los llevo mañana en la noche. A ti te doy 13 años más, para que hagas lo que quieras. Pero en trece años más, a partir de este día, te paso a buscar acá mismo en el Camino Largo y te vas galopando conmigo al infierno". "Eso a mi no me conviene, malvado" le respondió don Carlos. "De qué vivirían los inquilinos si no tengo campos para trabajar?". "Lo que a mi me interesa es castigar a los del pueblo del otro lado del río, que me engañaron como a un colegial" le contó el oscuro a don Carlos. "Quiero que se mueran de hambre, porque fue comida la que me negaron. Tus campos alimentan a ese pueblo, por eso me los quiero llevar. No es mi afición al trigo y a los choclos la que le ofrece el trato, don Carlos, sino mis necesidades de cobrar mis deudas". "Llévate el puente entonces" respondió don Carlos. "Y te doy mi palabra que no lo reconstruiré en los trece años que me quedan de vida". "Hecho. Firma aquí con tu sangre, y nos vemos en trece años más". Firmó don Carlos su sentencia de muerte, y un estruendo gigantesco lo despertó de su sueño. Al levantarse vio que afuera llovía a cántaros. "Por lo menos se acabó la sequía" pensó el patrón. Se levantó y salió en su caballo a investigar qué había causado tal estruendo, y cuál no fue su sorpresa al ver el puente destruido por la crecida del río. Un aluvión se había dejado caer desde las montañas y había arrancado el puente desde sus cimientos. Supo entonces don Carlos que en 13 años más tendría una deuda que saldar, y que su pesadilla había sido una realidad. Fue así que, transcurridos los 13 años, don Carlos se alejó caminando de la cabaña que se había construido para vivir. La construyó cuando tuvo que vender la casona para recuperar las pérdidas que la lluvia le había dejado.
Todos me quedaron mirando. Esta parte de la historia yo tampoco la había escuchado antes.
- Y así se encaminó al cruce del Camino Largo a cumplir con su palabra. Esa noche, exactamente a las 12:15 de la noche, cabalgó don Carlos por última vez en este mundo, montado en las ancas del negro garañón de don Sata. Y es así como, desde ese día, el viento que arrojó el caballo al llevarse a don Carlos baja nuevamente todas las noches exactamente a las 12:15 de la noche, mientras un conjunto de perros despide nuevamente al patrón mas querido de la Quinta de Tilcoco.
El Chito miró su reloj. Un asomo de sonrisa alcanzó a aparecer en su rostro, justo antes de que el gélido viento nos envolviera a todos por unos segundos. Las llamas de la fogata bailaron asustadas, mientras de fondo ladraban todos los perros de las casas vecinas.
- Adiós don Carlos - dijo mi tío -. Siempre se le recordará con mucho cariño.
Fue la Vero la primera que pudo sacar la voz.
- Dijo que se llamaba don Carlos de la Peña? Así como don Agustín Peña?
- Así es dama. Don Carlos era mi abuelo. Mi padre recuperó la casona, después de sudar sangre para sacarle nuevamente el fruto a estas tierras. Se acortó el apellido, porque dijo que las palabras intermedias se le habían caído con la sangre de sus manos, tanto trabajar con el arado. Don Jacinto Peña, mi padre, recuperó esta casona. La cabaña sigue siendo de la familia, pero ya nadie la ocupa. Dice la leyenda que don Carlos, siendo tan bueno y generoso, se libró de las garras del maluco y se escapó de nuevo a la tierra. Acá vive en su cabaña, para siempre recordando las almas que salvó con su sacrificio. Yo no voy a esa cabaña. Me gusta decir que por respeto, pero es mas temor que otra cosa.
La Sofía puso los ojos como plato. Jamás había escuchado a su padre dar una muestra de debilidad. En realidad todos nos sorprendimos bastante. Nunca es fácil ver a un hombre de 100 kilos y dos metros de alto decir que le da miedo una cabaña destartalada.
- Pero esa es otra historia mis damas y mis caballeros, y este viejo ya los aburrió lo suficiente. Siéntanse como en su casa. Ya tienen todo lo necesario para acomodarse. Cualquier cosa se la piden a la Sofi, que por lo que veo, se va a amanecer con ustedes. Buenas noches jóvenes. Fue un placer.
Una última mirada de don Agustín a la Sofía le advirtió en medio segundo lo que un padre común advertiría en media hora. |