Todavía están recogiendo los papeles en la plaza. Ya pasaron tres días y aún faltan ciento cincuenta registros que no aparecen por ningún lado. Para colmo, se dieron cuenta que tampoco había copias en los archivos. Manuel era el encargado de fotocopiar los reportes a medida que iba terminando su trabajo. Por lo visto, esa es otra de las cosas que no pudo terminar.
Recuerdo cuando lo contrataron. Un muchacho callado, un poco tímido. Había llegado a la capital buscando trabajo. A todos nos sorprendió cuando el jefe lo presentó como su nuevo asistente, destacando que era profesor de castellano y literatura. Los mal intencionados decían que lo trajo para que le corrigiera los errores de ortografía que lo habían hecho famoso en toda la compañía. Otros, con mejor voluntad, suponían que quiso ayudarlo. El sueldo no era gran cosa, pero se notaba que el muchacho lo necesitaba con desesperación. Daba pena verlo en su escritorio, detrás de una pila de papeles que no lograba dominar. No es que fuera haragán, pero era evidente que su cabeza estaba en otro lado. Quizás imaginando historias, las mismas que escribía, a escondidas, en la hora del almuerzo.
Su trabajo consistía en verificar los reportes que preparaban las distintas áreas de la empresa. Chequeaba cada cifra, fecha y detalles con las fuentes originales. Uno por uno, cientos de registros, en miles de reportes.
Recuerdo haberlo visto muchas veces, aflojándose la corbata y desbrochándose el cuello, como si no pudiera respirar. Después iba hacia la ventana y se quedaba allí, con la cara aplastada contra el vidrio y la mirada perdida en los árboles de la plaza que está frente al edificio.
Sé que durante un tiempo estuvo buscando otro trabajo, había escrito a varias universidades, incluso a un colegio secundario postulando como professor. Pero había muchos otros en la misma situación y con mejores antecedentes que él.
Al final, se rindió. Cada día que pasaba, la pila de papeles en su escritorio se veía más alta. O tal vez , él estaba achicándose, doblándose sobre sí mismo en un gesto inconsciente, reflejo de su estado de ánimo. Cada vez más callado, más triste, más ahogado.
El viernes pasado, cuando me iba a casa, estaba todavía en su escritorio, tapado de papeles, como siempre. Cuando lo saludé, me dedicó una sonrisa que no le había visto en todo el tiempo que estuvo aquí.
- Manuel ¿cómo vas con esto? , le pregunté.
- Ya lo tengo resuelto - contestó, mientras se desabrochaba el cuello de la camisa -el lunes termino con todo, aunque tenga que pasar el fin de semana aquí.
Ese lunes todos llegamos temprano. Había una reunión para presentar los resultados del trimestre, y todos teníamos que estar presentes.
Manuel entró a la sala con su pila de papeles, la documentación de respaldo que el jefe siempre quería tener a la mano. Cuando vi su aspecto cansado, comprendí que el comentario sobre pasar el fin de semana en la oficina había sido literal.
La conferencia estaba demorada. Mientras se conectaban telefónicamente las oficinas del interior, muchos empezaron a abanicarse con lo que tenían a la mano. Una secretaria entró para avisar que el aire acondicionado se había descompuesto durante el fin de semana y aún no lograban encenderlo. Explicó que se habían destrabado los cierres automáticos de las ventanas, en caso que necesitáramos abrir alguna.
Unos minutos después, cuando se completaron los enlaces, el jefe se puso de pie y comenzó su presentación. El calor aumentaba. Ahora no solo Manuel luchaba con su cuello, sino también varios gerentes.
La presentación no iba bien, aparentemente había cifras que no cuadraban y comenzó a elevarse un murmullo cada vez más intenso. El jefe, mirando a Manuel le dijo:
- Aquí tenemos un problema.
- Sí, déjeme que yo lo arreglo. Fue la respuesta.
En un segundo estaba de pie, junto a la ventana, con un movimiento que parecía haber ensayado cien veces. La abrió de par en par y tomando su pila de papeles, saltó con ella hacia la plaza, 34 pisos más abajo.
En ese momento una brisa refrescante invadió la sala.
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