(c) Juan Manuel Torres Moreno http://juanmanuel.torres.free.fr
Yo siempre he pensado que el teléfono es un excelente medio de incomunicación humana. No hay nada peor que escuchar la voz y no ver la cara del sujeto que nos llama. No saber si nos quiere mentir cuando nos dice que todo está bien o que todo va mal. Desde luego, excepto en los cuentos no hay ninguna situación en la que siempre todo esté completamente bien o en la que siempre todo vaya completamente mal, pero eso lo podemos adivinar fácilmente solamente si vemos la buena o mala cara del sujeto que nos lo dice. El teléfono por otra parte, nos muestra sólo un mísero aspecto de la comunicación: aquella que se hace «de oídas».
La situación empeora a cada momento: hoy en día la epidemia de un nuevo virus recorre el mundo inalámbrico: pululan como avispas africanas los llamados ”teléfonos portables” (En Francia o Québec) o ”teléfonos móviles” (en la España más conservadora por su inmovilidad) o los ”teléfonos celulares” (En México y Estados Unidos; a los que pienso que el exceso de uso les puede causar celulitis aguda), además de las micro-japonecedades que casi siempre pueden instalarse en un discreto recoveco de la muela del juicio, y que permiten –además– un cómodo enlace satelital a la Internet para recibir los indispensables e-mails (que ya empiezan a tener voz)
En la actualidad los jóvenes enamorados prefieren llamar a las jóvenes enamorables en lugar de movilizarse para visitarlas. Les basta “portar” una monótona lista de números, y “digitar” uno de ellos para sentirse “celularmente” amados del otro lado de la línea. Este virus causa graves estragos en las facturas telefónicas de las personas, sin hablar más sobre los problemas de accidentes al volante de los dueños de esos sucios aparatejos o de los irreprochables daños cerebrales causados por la nueva acústica mega-hertziana.
Los teléfonos celulares invaden vidas privadas peor de lo que lo puede hacer la televisión, la Internet o el gobierno juntos. Big Brother se queda corto ante su poder, o quizás era también esclavo de uno de ellos. Son una verdadera plaga tecnológica que gana adeptos minuto a minuto. Las llamadas de esos aparatos suenan repentinamente en los lugares más improvisados.
¡Riiing…! ¡Riiiing!
Los sujetos portadores de este nuevo virus son en todo tiempo localizables. He escuchado que reciben o hacen llamadas en los ascensores, en la calle estando ambos interlocutores a medio metro uno del otro, en la oscuridad del cine, en el supermercado, en el autobús, en el automóvil, en el Metro, en el salón de clases,… y el colmo: en las casetas telefónicas, con la bocina pública lamiendo la oreja izquierda y el celular mordiendo insistentemente la oreja derecha, en un estrabismo auditivo incomparable.
¡Riiing…! ¡Riiiing! ¡Riiiing!
Y no hay modo de evitar que suenen: la única manera sería probablemente de mantener apagado al pequeño engendro y permanecer así inlocalizable unos instantes, pero eso significaría ir contra la filosofía misma del aparato. Y lo más increíble de todo: he oído gente que recibe llamadas estando sentada en el WC de un centro comercial: en una inmunda célula cerrada, aislada, a un sujeto que porta un dolor en el vientre y que está medio inmóvil sobre la más pública de las tazas, le timbra el teléfono privado. El aparato suena y suena inmisericorde mientras el pobre sujeto se debate heroicamente entre la vida y la muerte... y lo peor no es eso: a esas personas se le podría perdonar el hecho de no tener control sobre las llamadas que reciben. Lo peor es que –juntando algunas fuerzas de flaqueza– todavía se atreven a sacar el maldito teléfono, con el montón de foquitos verdes y rojos que prenden y apagan sincronizadamente sin dejar de sonar con una musiquilla diabólica, y tienen el descaro de contestar –bajita pero muy claramente–:
–Estoy en el baño... ¡te llamo en cinco minutos!...
con la insensatez de transmitir –hasta el otro lado de la línea– todo el conjunto de ruidos y olores extraños que se escuchan normalmente en los WC. Y hacen todas estas maniobras como si nada... como si las personas que están junto a ellos no tuvieran un par de oídos (que desgraciadamente no se pueden cerrar) o un sentido común (que no se puede ignorar).
Así que, –sea cual fuere el momento de agonía existencial que vivan sus entrañas en ese difícil trance humanitario–, adecuan sus delicados procesos digestivos para poder llamar a su interlocutor (que con frecuencia no está lejos) dentro de los cinco minutos prometidos, haciendo trabajar sus intestinos al ritmo de las movilidades intrínsecas de esas inoportunas llamadas celulares que provienen –generalmente–, de otro teléfono portable. |