Resulta que el payaso del circo que está a la vuelta de la esquina no podía hacer reír a ningún niño. Era el payaso triste. Desde los colores que usaba, todos opacos, hasta el diseño de en su boca, mirando los extremos hacia abajo y la parte central hacia arriba, daba la impresión de un dolor tan grave que le permitía reír.
De niño siempre fue así. Nunca quería jugar con sus demás amigos, ni con sus hermanos. Conforme fue creciendo, se relacionaba mejor con los demás pero de igual forma se sentía demasiado triste para jugar, pensar y hacer cualquier actividad.
-“Quiero ser feliz, quiero ser payaso”- pensó un día. Siempre había visto a los payasos hacer reír a los demás. Necesitaba eso, hacer reír a los demás, demostrar que su tristeza no era natural, no era inherente a él, como decían muchos, incluso sus padres.
Esa no fue la solución. Siendo payaso, seguía sin hacer reír a alguien, nunca encontró la feliz. Luchaba, y sí que lo hacía, para lograr hacer reír a alguien especial: él mismo.
Pero cierto día, sin saber él cómo, tuvo una de las mejores funciones. Muchos niños y niñas llenaban aquel circo que tenía espacio para quinientas personas. Estaba tras bambalinas lleno de miedo por ver tantos niños.
-“Tienes que hacer el mejor show… hazlos reír un poco”- le dijo el dueño.
El payaso triste estaba lleno de pavor, no sabía qué hacer. Pero llegó el momento. El presentador empezó con un redoble de fondo y luces blancas que se proyectaban al telón. –“Recibamos con fuertes aplausos al Payaso Tristeza”
Salió.
El payaso nunca había hecho un espectáculo así. Todos los niños estaban contentos, se reían a carcajadas. El dueño quedó contentísimo… de risa. El payaso, hasta hoy, no sabe cómo pudo haberlo hecho.
Se sintió feliz, por primera vez.
Ahora siempre hace sentir felicidad a cuanta persona ve, con maquillaje o sin ella.
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