La magia de las letras
Como cada día a las cinco se citaron en el gabinete. Antes de subir, en la churrería de la sabrosa neblina, paladearon un cremoso y humeante chocolate, en el que unos pecosos bizcochos de almendra dulce protestaron con mil burbujas y doscientos gorgoritos.
Él, ataviado con un terno gris adornado por millones de minúsculas arrugas, tomó por el brazo a la mujer de porcelana. Ella lo miró y sus ojos, escondidos, brillaron desde un rostro que no desentonaba con el traje del hombrecillo. La ayudó a levantarse de la silla y, como dos gorriones anquilosados, se dirigieron a la consulta.
“No te preocupes, ya verás como hoy te saldrá mucho mejor”, afirmó el hombre gorrión, entre pausas de la voz de hojalata del ascensor, que anunciaba los pisos en los que se detenían. La mujer de porcelana se mordió los labios y arqueó las cejas, asintiendo con imperceptibles cabezazos.
Pulsaron un dorado timbre y se arreglaron las ropas mientras esperaban en el rellano. Una sonrisa, de gato de cuento, abrió la puerta y los acompañó a una sala, rebosante de hermosos y exóticos paisajes orientales, en la que aguardar su turno. “¿Crees que algún día seré capaz de conseguirlo?” preguntó la mujer retorciendo la borla de su gorro de lana. El hombre gorrión le hizo un gesto para que se acercase. Suavemente, recorrió con sus dentadas yemas las pequeñas tuberías azuladas que se perfilaban en el dorso de las manos de la mujer. “Sí, lo conseguirás, pero creo que no es necesario tanto esfuerzo” El silencio se hizo un hueco en el sofá, entre los dos, y no huyó de su lado hasta que la cantarina voz de un blanco uniforme les indicó que podían pasar a la consulta número siete.
Lentamente, como si fueran imágenes congeladas, se levantaron y acariciaron el manillar de la puerta, hasta que escucharon un “pasen, pasen” camuflado entre los sones de una música neutra. Se auparon a sus sillas y esperaron a que un brazo, que se escapaba de una bata blanca, les ofreciera un folio, una pluma y un tintero mientras les preguntaba: “¿Seguimos con lo del último día?”. Las retinas de la mujer sonrieron cuando tomó la pluma que, por un momento, pareció dibujar por su cuenta garabatos en el aire.
La lengua escarlata de la mujer de porcelana se le escurrió de las encías y escapó por la comisura de sus labios. Acercó su mano temblorosa y, entre rítmicos tintineos, empapó la pluma de tintura añil. Comenzó a dibujar letras, al tiempo que explicaba lo que eran: “mira, esta u es un puchero; la j parece una foca jugando con una pelota; qué b tan hermosa, está preñada; esta p es una escandalosa corneta; la f es igualita que un caballito de mar; la ñ es el garaje de una guagua” y así, una a una todas las letras del abecedario, entre sonrisas y aplausos del hombre gorrión.
Como cada día a las cinco se citaron en el gabinete. Antes de subir, en la churrería del humo grasiento, el hombre gorrión aguardó infructuosamente. Mientras esperaba, engulló un grumoso y gélido chocolate y estranguló un reseco bizcocho de amarga almendra, que protestó con estruendosos crujidos.
Subió en el ascensor parlanchín, sin escuchar sus metálicas palabras de hierro oxidado. Paseó cabizbajo por el rellano, desesperado por la ausencia de la mujer de porcelana. Tocó el timbre y una sonrisa, de gato mustio, le indicó que esperase en la sala de los marchitos almendros, las altivas pagodas y el orgulloso volcán. Escuchó su nombre y entró a hurtadillas en la consulta número siete. Unas palabras, que se escaparon de una garganta rota, le revelaron que la mujer de porcelana ya no iría nunca más a la consulta. “Me dio este sobre para usted”
El hombre gorrión lo abrió y leyó el mensaje interpretando las letras: “la g es la corbata de un payaso; la r, mira, es la paloma del ala rota; la a nada como una oca gigante; la c, mi luna menguante; la i es un santo arrodillado; otra a, el macho de la oca; la s, vamos zigzagueando por el camino de la playa.
Siguió descifrando: la m es igual que los muelles de mi cama; la i, vaya, otro santo. El hombre gorrión restregó la bocamanga de su traje contra sus ojos y siguió leyendo, sumergido en las humedades de sus pupilas. La a, y ya van tres ocas; la m, otro muelle de recambio; la o, el aro, mi juguete preferido; otra vez la r, y se entristeció al imaginar otra paloma herida.
La garganta rota volvió a susurrar mientras le entregaba un familiar gorro de lana: “y me rogó que le dijera que quería aprender a escribir para usted; porque así, sus palabras no se las llevaría el viento”
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