En el DF es raro ver estrellas, y todos los que habitamos aquí lo sabemos de sobra. Pero puede ocurrir que lo olvidemos, y más si se está contemplando la ciudad desde el atardecer en la ventana de un séptimo piso.
La vana magia de las luces y el color de la ciudad de noche hacen creer que hay ángeles cerca...que pronto llegarán (¿o es acaso el leer la palabra "Ángeles" en cada sábana, toalla y vaso del hospital lo que me indujo a pensarlo?).
Tras pasar casi todo el día en la misma habitación, comienza a llegar la noche. La gente se va, los ruidos se pierden y siento la imperiosa necesidad de vaciar mis pensamientos ya no sólo en estas cuatro paredes, sino en el amplio y expectante paisaje nocturno que mis ojos contemplan extasiados.
La noche abriga a cada uno de los duendes que conjuro, prometiendo darles un camino que seguir el día de mañana. Mi corazón, niño pequeño y sin razón, corre libre probando dulces placeres de la confitería que más le atraiga...
Los duendes corren desbocados entre azoteas y fuegos artificiales, peleando por ganar la carrera de sobrevivencia hasta el día de mañana, mientras la noche hace uso de sus mágicos sortilegios para hacernos soñar.
Súbitamente, entra una enfermera y toda la danza se detiene, temerosa, mientras los duendes contienen la respiración, el corazón se esconde y todo entra en suspenso.
Tras su salida, el vertiginoso e irreal ritmo de la noche retorna.
Mi voluntad se despide con un beso, dejándome presa fácil de la inquietud y confusión.
Al asomarme a la ventana veo al pequeño niño de castaños cabellos debatirse entre un dulce pastel de sentimientos dulces y profundos, y un helado de tempestuosos e inusitados ardores.
Los duendes pelean por no perderse en el camino, la noche ciega los ojos del incauto con falsas recompensas, y las estrellas, ociosas en otra parte de la bóveda celeste, atinan a mandar una vacuna de sueño y esperanza antes de que pierda de vista la escena. |