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Lejos del ruido, rodeado por el silencio de su hogar, el Comandante Honorato Segundo Cabrera tomaba su última taza de café del día, mientras Marina serenamente le esperaba, sentada en una esquina de la mesa, para lavar la taza cuando terminara.
No les importaba el carnaval ni los desfiles. El Comandante ya no se preocupaba de lo que pasaba en el mundo desde que lo obligaron a jubilar.
Los mayores seguían a hacerle una reverencia cuando lo veían pasar por las calles. Al fin y al cabo, había estado a punto de ir a la guerra. Algunos incluso decían que alcanzó a estar un día en el frente; era la mayor gloria del pueblo, un héroe, o lo más cercano que se conocía.
Años de matrimonio en habitaciones separadas, un solo hijo, Crescente, y una casa modesta. Honorato era de la opinión que un hombre debía vivir de su propio esfuerzo, de lo que sembrara con las manos. Aunque su jubilación era poca, él se las arreglaba para que le alcanzara.
Marina, etérea, silente, con los ojos tenues y la mirada ausente. No tenía más que dos trajes, los que intercambiaba día por medio, cuidando no rasgarlos. Resignada, pasaba el día mirando, atendiendo a su marido, esperándolo. Él, rara vez le dirigía la palabra.
Crescente se crió en aquél ambiente mesurado y de pocas palabras. Marina solía mostrarse sonriente y cálida, pero el silencio que la acompañaba nunca se ausentaba del todo. Desde pequeño notó que la relación de sus padres era muy distinta a la de los otros; en su casa nunca se discutía. Había intentado hablar del asunto, pero jamás pudo pasar la barrera que interponía el Comandante, con su dureza en la frente. Le exasperaba esa relación de miradas escondidas, de sonrisas guardadas.
Honorato daba órdenes con los ojos. No necesitaba abrir la boca; su mujer siempre sabía lo que él quería pedirle, pero nunca le quedaba claro si había logrado complacerlo. Al comandante las palabras le desagradaban, por lo que no solían pronunciarse en su casa.
Todos los meses, Honorato le entregaba un cheque a su mujer, antes del día cinco, el que recibía ceremoniosamente y guardaba en su cartera. Marina decía que era el dinero para el mercado. Sin embargo, la solemnidad que rodeaba aquél pago, del cual Crescente nunca había logrado ver monto, indicaba que había algo que él no sabía al respecto. Receloso, el muchacho llevaba años intentando averiguar algo más, escabulléndose en la cartera de su madre. Pero ella, muy cuidadosa, nunca dejó algún detalle al descubierto.


Aquella tarde, Crescente entró silenciosamente en su casa. No encontró a su madre en la cocina. Subió las escaleras sin hacer ruido, y sintió sollozos desde la pieza de ella. La encontró tendida sobre la cama, con lágrimas en sus ojos, abrazada a su almohada.
-No te oí llegar –fue su débil saludo, mientras se secaba las mejillas -no me hagas caso, tu madre es una llorona.
Se acercaban sus bodas de plata. Crescente pensó que eso tendría algo que ver con su llanto. Disimuladamente puso la vista sobre un delgado fajo de papeles que yacía en el suelo, cerca de la cama.
Ella los había estado mirando. Rápidamente el joven los tomó y comenzó a leerlos.
Era el contrato de matrimonio de sus padres. Pero éste no era un contrato como los demás. En él, Honorato Segundo Cabrera se comprometía a pagar, mensualmente, una suma fija a Marina Cruz, por ejercer ésta las labores de esposa y madre de sus hijos. El contrato tenía vigencia de veinticinco años, los que se renovarían si ninguna de las partes disponía de lo contrario.
La mujer ocultó sus ojos y fue a encerrarse al baño. Crescente mantuvo silencio y se limitó a mirar al horizonte.
El comandante Cabrera llegó al cabo de un rato. Notó que la mesa no estaba puesta, y fue en busca de Marina; ésta no le quiso abrir la puerta de su habitación. Optó entonces por irse al jardín, evitando el contacto con Crescente, sin cena, preguntas o respuestas.
Fue entonces que el Comandante comenzó a oírlos.
Ese día, Honorato Segundo Cabrera pudo escuchar lo que los pájaros se decían unos a otros, la voz sensual con la que las flores llamaban a las abejas. Todo le resultaba entendible. Aquél le pareció un mundo delicioso, en el que podía participar sin riesgos, sin ser amenazado. Se quedó hasta altas horas de la noche en el antejardín, participando de conversas ajenas, y no entró a su casa hasta no haberse asegurado que ya todos estaban dormidos.


El comandante se fue acostumbrando a pasar gran parte del día sentado en el jardín, oyendo a animales y plantas conversar. A veces intentaba comunicarse con ellos, y estaba convencido de haberlo logrado en más de una ocasión.
Crescente debía tolerar el silencio de su madre, que no había vuelto a salir de su pieza desde el día en que descubriera su contrato. Y él quería respuestas. Se vio en la obligación, entonces, de acudir a su padre.
Le costó captar su atención. El comandante se hallaba muy entretenido intentando dialogar con un grupo de hormigas; cuando se percató de la presencia de su hijo, y que lo miraba con intenciones de abordar una conversa, sintió un gran nudo en el estómago, y el nerviosismo le produjo tartamudeos.
- Necesito hacerle una pregunta. Es sobre su matrimonio.... encontré el contrato.
El comandante se mantuvo mudo, inmóvil.
-.Quiero que me explique- dijo finalmente el muchacho, buscando mirarlo de frente. El comandante esquivó la mirada con un leve giro de rostro.
-Yo no puedo hablar de eso, Crescente...

El comandante se sentó en el suelo y ocultó la vista.
-¿Es cierto lo que leí? ¿Usted le ha estado pagando a mi madre?...
-Yo, a tu edad, no era un tipo atractivo, Crescente –contestó sin alzar la vista –sigo sin serlo. Fuera del campo militar, soy un fracaso.
-Eso no es excusa.
-Me pediste una explicación, no una justificación.
Crescente calló un instante. Honorato miraba al horizonte al hablar, eludiendo los ojos de su hijo
-Cuando conocí a Marina era muy bella, aunque tímida y pobre. Siempre supe que mi única posibilidad de tenerla se daría por esto último. Para Marina soy un contrato. No tengo quejas en su contra, es eficiente y responsable, ha cumplido muy bien su parte. Pero ahora el contrato expira. Han pasado veinticinco años, y no he querido tocar el tema, porque temo que me diga que no desea renovarlo, que juntó suficiente dinero y ya no me necesita
El comandante calló y volvió a sus plantas, de donde no levantó cabeza durante el resto del día. Crescente observó a su padre, humillado por la confesión. Sintió compasión por él; era un cobarde de los grandes, por mucho que casi hubiese ido a la guerra.


Crescente golpeó en la puerta de su madre; ésta no le respondió. Volvió a insistir, hasta que la mujer no tuvo más remedio que abrir.
Ella tenía los ojos llorosos. Él entró en la pieza y cerró la puerta. Marina se sentó en la cama, ocultando su rostro entre las manos.
-Siento que te hayas enterado de esto, Crescente....-dijo ella al fin –Si alguna vez hubieses visto lo que tuve que soportar en mi casa, me darías la razón. Es cierto que me casé por dinero, pero también me casé por amor.
Crescente la miró con una ceja en alto
-Tu padre es un soldado, un hombre de valor ¡Casi fue a la guerra! Era todo lo que una niña como yo soñaba. Pero Honorato necesitaba una mujer que se encargase de la casa y le diese hijos, nada más. Fue mi oportunidad para poder tenerlo cerca. Y ahora, que ya estás grande, él retirado...tengo miedo de que me diga que fui una empleada muy eficiente pero mis servicios ya no son requeridos.
-Hable con él, mamá. Dígale lo que siente.
-No me atrevería. Ante sus ojos, siempre seré la muchachita que sacó del barrio.
Crescente silenciosamente se retiró del cuarto.


El comandante Cabrera había terminado por convertirse en una planta más. Su comunicación con las flores resultaba armoniosa, y su relación con los insectos complaciente, como jamás lo fuera con los humanos. Llevaba tantos días descifrando el lenguaje de las plantas, que terminó por olvidar el propio
Tarde fue, entonces, para Marina. Aquél día expiraba el contrato. Honorato estaba en el jardín, sentado, oyendo a una hormiga conversar con una cuncuna. Su esposa surgió silenciosa y delicada, como siempre. Él aún no se percataba que había asimilado un nuevo idioma, pues el silencio consumía gran parte de su vida.
Fue sólo cuando ella quiso hablarle que lo notó. Al verla con esos ojos emocionados habría dado cualquier cosa por comprender lo que trataba de decirle. Pero no pudo. Él sólo entendía en flora. Y cuando se esforzó por decirle que le tuviera paciencia, que por algún motivo no lograba entender lo que ella le decía, fue Marina la que no comprendió. Porque él hablaba en fauna.
Entonces los ojos de Honorato también se llenaron de lágrimas. Ambos se miraron por un momento, intentando sacar palabras a través de sus retinas, él, con el miedo que siempre lo había frenado, pero con una extraña sensación al observar la mirada melancólica de su mujer. Luego de un instante, cediendo nuevamente ante la cobardía y el temor, el comandante dio las espaldas a su esposa y volvió a concentrarse en el único dialogo que podía comprender de veras, el de la hormiga con la cuncuna.
Marina jamás había visto aquella mirada en su esposo. Pensó que tal vez su hijo podría tener razón. Entonces se le acercó, silenciosa y mesurada, intentando no tocar demasiado su cuerpo para no asustarlo, y delicadamente reposó la cabeza sobre sus espaldas. El comandante, sorprendido, cerró los ojos un instante y luego siguió mirando a la cuncuna, que a esas alturas ya había terminado por devorarse a la hormiga con la que estaba conversando.

Texto agregado el 07-02-2007, y leído por 193 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
10-02-2007 "seguían a hacerle" seguían haciéndole? Dices "miradas furtivas", aunque furtivas significa a escondidas tiene una connotación de complicidad que no es muy atingente al contexto. " sintió sollozos desde la pieza de ella. La encontró tendida sobre la cama, con lágrimas en sus ojos, abrazada a su almohada. -No te oí llegar –fue su débil saludo, mientras se secaba las mejillas -no me hagas caso, tu madre es una llorona." Aquí le diste un énfasis excesivo al llanto. Lo mencionaste cuatro veces, cuando ya quedaba claro con una o dos. "y el nerviosismo le produjo tartamudeos." qué raro, después el diálogo le salió de corrido ;) "Crescente silenciosamente se retiró del cuarto." Esta salida de escena me parece innecesaria. "con esos ojos emocionados" otra vez los ojos. Tal vez otro recurso vendría mejor. Como ves son detalles. Te lo dije en el taller y lo repito, me encantó este cuento. La lectura sobre el miedo al desamor y también el miedo a no amar al otro como lo merece es muy sutil y certera. Mis felicitaciones. eride
07-02-2007 Se disfrutó la lectura... churruka
07-02-2007 Más que la historia (muy buen, por cierto) y tu estilo (excelente) me agrada la facilidad y naturalidad de los diálogos. Felicitaciones 5* theotocopulos
 
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