El “Corazón Inglés” es un bar ubicado en el centro del antiguo casco de la metrópolis. Es el último después de la histórica Revolución Binaria del 2095. Desde entonces, los ciudadanos prefirieron permanecer encerrados en sus departamentos ante el miedo de ser detenidos por los agentes del Nuevo Orden. El movimiento antagonista era legal e intimidatorio. Frente a esto, los dueños de locales nocturnos clausuraron uno a uno. Era el amanecer de un nuevo tiempo.
Al final de la Avenida Prage, el “Corazón Inglés” mantenía abierta sus puertas de forma clandestina para beber un trago, escuchar una canción de nostalgia o enamorar a una zurrona de media fama.
La escena es la misma casi todas las noches: dos hombres vestidos de negro arreglan las mesas desocupadas y guardan en sus bolsillos las propinas. Los otros sirven a quienes en la soledad de sus mesas buscan un vestigio de lo que fue la antigua metrópolis. Están también los que esperan la compañía momentánea de alguna de las chicas que atestan la barra. Y como siempre, junto a ellas, una pareja conversa de oído a oído. Es un gordo y una rubia platinada, cuya minifalda sucumbe ante las manos trepadoras del hombre sobre el que está sentada. La muchacha juega mientras tanto con los gruesos anteojos del tipo, como si no sintiera la invasión de la mano gruesa en su entrepiernas. El gordo se muerde el labio y con los ojos fijos en el busto, explota en una sonrisa de placer.
Así es el “Corazón Inglés”. Un resabio de libertad en las sombras del Nuevo Orden.
El local mantuvo su estilo aún después de la Revolución Binaria: las paredes atiborradas de fotografías y pantallas en las que aparecen mujeres bailando desnudas. Los movimientos las hacen ver tan reales que muchos, después de un par de tragos, se excitan y se acercan a los muros en busca de una húmeda caricia. El techo del lugar está sostenido por una maraña de cables y luces, algunas ya quemadas y otras que tartamudean esperando una reparación. El piso casi desaparece entre las mesas hexagonales y los sillones rojos, sobre los cuales reposan algunas chicas junto al cuerpo inquieto y febril del cliente de turno.
Como cada jornada, un foco amarillo se enciende el fondo de la taberna. Los meseros se hacen a un lado y les piden a los clientes que tomen asiento, las chicas detienen su cortejo para escuchar y el gordo de la barra envuelve con sus brazos gigantes la cintura cadenciosa de su rubio trofeo. Casi todos giran a mirar al guitarrista sentado sobre una silla en la tarima, mientras éste afina su vieja compañera. La estridente música ambiental se desvanece. Las bailarinas de la pared se detienen como si también quisieran observar al artista. El ritmo del lugar es más lento. El vozarrón del gordo de la barra cruza el espacio del “Corazón Inglés”
“Toca lo de siempre, Balton”.
Luego de unos segundos, el guitarrista sube la cabeza y saluda con las cejas. Comienza a tocar y todos miran fijamente sin pestañear. El barman sirve un último trago a su robusto y anteojudo cliente y continúa secando una que otra copa azul. Las luces y el frenesí bajan. Es hora de escuchar al guitarrista.
La melodía es un llanto nostálgico y solitario que brota desde el fondo de la guitarra. Balton mueve con letargo los dedos sobre la superficie listada que tiene en sus manos. Sin despegar la mirada de las falanges, canta una vieja canción, que nadie corea, pero que todos parecen conocer. El guitarrista viste una camisa blanca y pantalones perfectamente negros. El sombrero de paño cubre en todo momento sus ojos, que deben ser vacíos y tristes como su voz. Todas las noches viste de la misma manera, siempre con los pies descalzos, una excentricidad propia de un músico.
El guitarrista termina su melodía. Con la cabeza agradece los aplausos, pero nadie ha movido las palmas. La rubia de la barra mira a su acompañante y sonríe. El gordo solamente acomoda sus lentes. Nadie se mueve o se va a esas horas de la noche.
El guitarrista comienza a tocar por segunda vez. Es el mismo puntilleo anterior. Todo parece un dejavù, excepto por una mujer vestida de gris que ha entrado al bar. Tiene el cabello perfectamente amarrado y las manos en los bolsillos. Busca un asiento lejos de la muchedumbre. Mira al guitarrista y al regordete de la barra. Con frialdad enciende un cigarro y en silencio observa el espectáculo.
La segunda melodía del guitarrista tiene las mismas notas, los mismos gestos, la misma melancolía. Nadie dice nada. Ni siquiera el hombre de la barra que ahora sólo abraza con fuerza a su chica rubia. La mujer de apariencia andrógina, sin embargo, apaga su cigarro y se pone de pie en medio de la oscuridad que la rodea. El barman sirve un último trago, sin despegar los ojos de la mujer de abrigo gris. Ella sólo mira a Balton, el guitarrista. Minuto después, abre su chaqueta y saca una extraña arma. Sin titubear, apunta y dispara certeramente entre los ojos del guitarrista.
El músico no para de tocar y la herida en medio de su frente no sangra. El espacio sigue igual de estático por los segundos siguientes, salvo por la transformación impávida en el rostro del gordo de la barra. Al fondo del bar, sobre el escenario, el guitarrista se desvanece al ritmo de su cántico como la imagen de un televisor con problemas de sintonización.
La mujer de gris no baja el arma. Alrededor del guitarrista surgen chispas y humaredas espontáneas. Sin dejar de tocar, el artista de la noche desaparece detrás de cientos de líneas horizontales. La imagen ya no está y apenas sobreviven las últimas notas de la tonada. Todo el lugar se inmerge en un lento terror. Uno a uno, como una cadena de eventos, los hombres de las mesas comienzan de deshacerse del mismo modo que el guitarrista. Van desapareciendo, sin darse cuenta, como fantasmas de una época ya pasada. Los que estaban en los sillones rojos se desvanecen con el continuo movimiento de sus caderas sobre la de sus chicas. Los meseros se diluyen en la oscuridad y las chicas de las pantallas se disipan junto a ellos.
La imagen de la mujer en las piernas de Benny, el gordo de la barra, también se pierde en su última carcajada. El hombre permanece con los brazos enlazados, como si sostuviera aún la cintura de su holográfica compañera. Sólo queda él, Josh el barman y la mujer de gris que mantiene extendido el brazo del arma.
Benny ve como todos los demás “se han ido” de su bar y por un largo momento explota en un llanto desolador. Luego, el gordo retorna al silencio absoluto. Josh lo mira entristecido y con los brazos extendidos sobre la barra trata de enlazar algunas palabras:
“Lo siento, Benny…”
“En algún momento nos descubrirían…”
“Debes entenderme, gordo”
Benny deja caer sus lentes al suelo. Se mantiene cabizbajo hasta que la agente, quien ha enfundado su arma, se dirige a él:
“Ciudadano Bennedict Doo. Está detenido por sedición al Nuevo Orden”
La voz metálica de la agente rebotó en el espacio del “Corazón Inglés”. Otros dos entraron y detuvieron a Benny Doo y a su barman. Luego otros tres, quemaron y destruyeron los aparatos de proyección holográfica instalados en todo el lugar. En la barra de Josh, los controles del sistema reproducían un disco rotulado como “Benny/Cumpleaños/2095”. Como cada noche, Bennedict Doo pedía a Josh que programara esa grabación para mantener con vida el famoso “Corazón Inglés”. Esa noche, el lugar ardió por dos horas.
En un rincón oscuro y húmedo de la ciudad el cuerpo sin vida de Benny cayó y rodó hasta quedar estático y con los ojos abiertos sobre el asfalto frío de la metrópolis. En otro extremo de la ciudad, Josh camina en libertad por su cooperación con el Nuevo Orden.
Avenida Prage permanece en la oscuridad desde entonces. El “Corazón Inglés” estuvo cerrado hasta su demolición dos meses más tarde
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