Esa mañana, entre legumbres del supermercado, encontré sus manos, que se cruzaron entre tomates y espárragos, liamos un gran tomate escarbado entre la ruma roja. Se lo cedí, sonrió y lo echó en mi bolsa. Era, notoriamente mayor que yo y mas alta, pero joven y muy hermosa, blanca y de rasgos afilados. Agradecí el gesto y atiné a sonreír, como de costumbre, la sonrisa mas estúpida que encaja en un rostro; pero sonrisa al fin, decía mi padre.
La ví perderse entre canastas y gente gris, extrañamente sentí una pérdida al ver su silueta mezclarse y confundirse entre los jirones de desinfectantes y detergentes.
El día siguiente volví a verla, tan hermosa, tan fresca, dueña de sí, de su espacio, su cabello recogido mostraba los lunares de su cuello perfecto.
Me acerqué y saludé, sonrió y preguntó mi nombre. Asimismo me dijo el suyo, Jen.
Esa tarde almorcé con Jen en los altos de Wong, me contó de sí, de su posible viaje a Chile. Noté su personalidad definida, como de quien tiene las cosas claras. Me miró fijamente hasta la incomodidad, la acompañe a casa. Era ya entrada la tarde, tomamos vodka y naranja (no me gusta el vodka, pero me gustaba Jen).
Volvió a mirarme, como en el comedor, pero esta vez sentí que traspasaba mi alma, no sé por qué sentí temor al ver sus ojos. Tal vez porque ya el dominio era de ella, como la casa, como el licor que fue cómplice de mi voluble corazón.
Me llevó de la mano a un corredor, luego a un zaguán y a una puerta que golpeó a mi espalda.
En la media luz de la habitación, mis manos bordearon sus pliegues. Entre el vértigo de su olor embriagante descubrí su pecho perfecto, su terso vientre. De pie, junto a la ventana, ya en la mejor claridad de esa feliz penumbra, desnudé sus formas. Me detuve en sus muslos para que la piel de mi rostro y de mis dedos alcanzara lo que hace unos momentos fue de mis ojos. Era, aún mi deseo, de amante iluso.
Ella se sumergió en las formas de mis prendas de una manera implacable y desesperada, rasgó mi piel con ardiente deseo, entre ese dolor impregnado de lujuria, de vértigo y desesperación imploró mi socorro, su liberación.
Hay un momento del día o la noche de los amantes donde el tiempo parece decirte algo, ese tiempo paso entre mi deseo y mi posible amor, entre mis dedos y sus ojos de límpido cielo.
Caímos agotados entre las sábanas humedecidas, me dijo con suave firmeza que este sería nuestro primer y ultimo encuentro. No le pregunté si me quería, sabia que no era el primero ni seria el último para esa incansable amante incierta.
No puedo negar que esa noche me enamore de ella, ni que su olor se metió dentro de mi piel. No puedo olvidar la frialdad de sus palabras al despedirse de mí.
Han pasado tres semanas desde aquella noche. La veo correr todas las mañanas, pasa por mi acera y nunca mira mi ventana, pero todos los viernes hacemos el amor hasta el amanecer.
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