El rítmico taconeo resonaba monótono en la bocacalle. Las amarillentas y apesadumbradas luces de la avenida delimitaban lo que era el inicio de una estrellada noche de luna nueva. Ella permitía a su mente vagar entre apuntes y cátedras mientras el viento aullaba fresco entre los plátanos.
Un golpe de realidad la asombró al encontrarse en un desierto de asfalto y hormigón. La ciudad parecía haber sido abandonada hasta por las aves que todavía trinan en otoño, no prestó más atención que la necesaria para notar el detalle y siguió caminando enajenada.
Levantó la mirada perdida en sus pensamientos y notó que oscurecía entre nubes moradas como racimos de uvas maduras, anticipando la tormenta de la que había escuchado hablar. Apuró el paso y ya no se alejó de la inminente realidad que la asechaba.
Aunque estaba muy alerta, no escuchó el crujir de la rama y la presencia repentina del linyera recostado en la corteza, la sobresaltó. Lo miró fijamente como un acto reflejo, despeinado, sucio y maloliente, le sonrió ampliamente con lo que alguna vez fue su dentadura. Impresionada, reaccionó y después de transformar su hermoso rostro en una mueca de desprecio y asco, se alejó murmurando por lo bajo.
No fueron más de 200 metros los suficientes para remover de su mirada aquella desagradable sensación. Pero cuando creía haberlo olvidado, lo volvió a encontrar afirmado en un tapial. Esta vez no la tomó por sorpresa, pero la insistencia del desagradable ser la comenzó a asustar. –Me está siguiendo?- lo increpó sin acercarse y tratando de mantener la mayor distancia que le era posible. La risa a carcajadas del vagabundo resonó como un trueno estrepitoso rompiendo el silencio de la noche. –Es usted la que me sigue, bonita, yo sólo le marco el camino- volvió a sonreírle con sus encías oscuras y enfermas esperando una reacción.
Con el corazón a punto de estallar y un nudo en el estómago, aterrada, corrió hacia la siguiente calle hasta que quedó sin aliento, más por el susto que por el esfuerzo físico. Sus ojos azules de mirada traviesa se habían vuelto grandes y redondos reflejando el pánico que la asolaba, miró hacia todos lados buscando alguien que la ayudara; era inútil por más que buscara con la mirada no hallaría persona que pudiera acompañarla. Una segunda carcajada irrumpió la inquietante tranquilidad de la noche, acompañada por relámpagos y truenos que ya se presentaban amenazantes. Fuera de si misma y con la piel erizada por el miedo, tomó una bocanada de aire fresco y siguió corriendo.
El encuentro con el linyera le había hecho olvidar el rumbo, y comenzó a zigzaguear entre calles y pasajes buscando con desesperación a alguien que la proteja. Tocó timbres en casas y edificios mas nunca alguien atendió su llamado. Desconsolada, agotada y envuelta en un llanto nervioso se detuvo un instante para orientarse, y como si de un milagro se tratase vio unas lejanas luces brillantes en el fondo de la calle. Suspiró aliviada y con raudo paso se dirigió en sentido contrario al de aquellas luces.
Una corriente de aire helado le recorrió la espalda cuando sitió aquella huesuda y fría mano en el brazo que detuvo su marcha, con felina destreza dio un giro y se deshizo de su captor. Allí estaba por tercera vez, desaliñado y nauseabundo, con la misma sonrisa burlona –No cruces la calle, niña bonita... muy bonita- sentenció con tono amenazador y brillante mirada lasciva, que acompañaban a la tetricidad de las oscuras nubes que ya habían logrado cerrarse cubriendo todo el cielo.
Con el terror dibujado en todo su cuerpo y sin dejar de observar al vagabundo, toscamente dio dos o tal vez tres pasos hacia atrás, hasta lograr bajar de la vereda hacia el asfalto. Un giro de 180 grados rápido y preciso la puso nuevamente en carrera hacia la vereda opuesta. Una luz y otro trueno ahogaron la nueva advertencia, esta vez gutural –Te lo dije, chiquilla imbécil!- y después silencio y oscuridad.
El frío llegó hasta su frente y corrió por su cien, escuchaba murmullos apagados y una nueva gota le golpeó esta vez la mejilla. Lentamente y con extraña dificultad abrió los ojos, intentó ordenar su mente y pensamientos, pero no podía recordar ni entender lo que había ocurrido. Sus ojos se adaptaron y su visión retomó claridad, estaba con ella arrodillado a su lado un joven muchacho, de cabellos negros y prolijos, ojos del color de la miel y mirada aún más dulce. La observó en silencio durante un tiempo. Intentó preguntarle que había ocurrido, pero la sed había secado tanto sus labios que no pudo articular palabra alguna. Él le sonrió raramente y le preguntó si quería saciar la sed que le quemaba, ella con un lento movimiento de la cabeza asintió.
Una gota cayó sobre sus labios y pensó un milagro, antes de que el muchacho se reclinara sobre su rostro. Algo le molestó y sintió un calor intenso en la espalda, tendió la mano y sintió el asfalto mojado pero no pudo terminar con su observación. El muchacho la besó tiernamente en los labios, larga y dulcemente. Su sed se sació pero un gusto amargo y ardiente le comenzaba a fulminar las entrañas. Se sentía agotada y dolorida, pero esto no evitó que con un sobreesfuerzo observara a su alrededor y se encontrara con su mano teñida de rojo carmesí. Volvió la mirada al muchacho, comenzó a balbucear cuando él la interrumpió –Si hubieras escuchado al viejo destino... no sientas culpa, nadie lo hace- Sonrió nuevamente, pero esta vez con complacencia e ironía. Comenzaba a llover y aterrada comprendió, las luces... la calle... ululaba una sirena a lo lejos –No quiero...- comenzó a murmurar, pero los sonidos se apagaron y los amorosos ojos azules se clavaron inertes en los del muchacho que la observaban expectantes. |