Al cumplir ocho años, su padre, asombrado, recién se dio cuenta que su hijo tenía un apellido que no era el suyo. Seguramente, una broma de mal gusto urdida por los fabuladores de siempre que se deslizan sigilosos espiando a través de las cerraduras. Más temprano que tarde, toda esa cofradía de resentidos tendrían que tragarse sin arcadas las verdades más duras y restregar sus sarcasmos con un detergente mágico. Los comentarios se diluirían como una raya en el mar.
Examinó una y otra vez los certificados, sin poder explicarse la extraña mutación. Sin duda, el funcionario encargado del papeleo no estaba en su en su mejor día. Pero las averiguaciones posteriores confirmaron la ausencia de cualquier burocrático traspié. Todo estaba en regla, en perfecta concordancia. Las dudas ya instaladas en el territorio de la desconfianza, no hicieron otra cosa que legitimar la frágil e incierta paternidad. Como era previsible, la furibunda cascada de diatribas en contra de su difunta esposa no sólo evidenciaron su inutilidad, sino que prematuramente lo transformaron en un quejumbroso apático crónico.
Recordó con nostalgia a su esposa fallecida al comienzo de su matrimonio. Evocó esa preciosa sonrisa de mujer madura, ofreciéndole orgullosa su virginal desnudez. En sus largas ausencias, él, invariablemente, agradecía que ella lo esperara siempre, como Penélope a Odiseo. También recordó sus quejas, sutiles al principio, perentorias
después, las que ahora con la perspectiva del tiempo le parecieron presagios sagrados. Recién se daba cuenta que por mucho tiempo estuvo llevando las palabras al extremo, creando con insolente desenfado sus propias reglas, sus propias teorías, como aquella en que insistía hasta el cansancio que las mujeres se embarazaban solamente cuando tenían orgasmos. Por eso ahora, le resultaba más difícil aceptar el indeleble ultraje. Se le veía ir y venir en el entrecortado vaivén de los suspiros. Así anduvo por varios días, extraviado, errático, escuchando los comentarios retorcidos, que de tanto oírlos terminó convenciéndose que eran ciertos.
En los días previos a la navidad le enviaron un regalo al niño. Ni siquiera se molestó en entregárselo. ¿Para qué?
Sin embargo, igual esa noche se dirigió a la cama de su hijo, como lo había hecho durante ocho años, en ese ritual casi sacramental en que él procedía a adormecerlo y arrullarlo con sus delicadas y firmes formulaciones teórico- poéticas, en vez de esos trajinados e inverosímiles cuentos infantiles. Pero esta vez, algo hizo entender al niño que su padre ya no era el mismo. Las razones eran las mismas, pero la mirada había cambiado. El lo sabía y callaba. Por eso, no se sorprendió cuando vio a esa figura tutelar acercarse lenta, como sin ganas, con una expresión desbastada, portando un arma en su mano. Al aproximarse vio también que ya no parpadeaba y no dejaba nunca de mirarlo mientras sus dedos empezaban... lentamente... a imprimir sobre el gatillo, la presión justa, provocando con ello una inmensa huella acústica, tiñendo de irrealidad todo el espacio. Después, se sentó en la cama junto a su hijo y pudo ver
como el pequeño telón de su mirada se iba cerrando. El resto del mundo, lo pudo ver a través de las grietas que deja tras de sí el desgarro.
|