El Ladrón de Cuentos.
El ventilador del portátil comenzó a rugir en cuanto lo puse en marcha. Sobre las cuatro de la tarde, mi hora predilecta para escribir, la modorra empezaba a hacer su aparición. Estaba ilusionado con la idea de terminar mi primer relato: “La Alegría vestía de azul”. Tracé la ruta acostumbrada: MiPC/c:/cosillas/escritos, y clickee sobre el documento de Word.
No cupe en mí tras la sorpresa. Habían desaparecido todos los fragmentos del texto en los que aparecía el personaje de La Alegría… ¿Quién podía haberlos borrado? O, lo que es peor, ¿quién había entrado en la habitación aquella mañana, mientras yo dormía? [[No seas paranoico, xung0, el ordenador que tienes está para el arrastre; con un poco de suerte, en una tienda de segunda mano te lo permutarían por un cargador de móvil. Será algún fallo informático]]. Pero…qué casualidad; realmente, una extraña coincidencia que el “fatal error” afectase únicamente a las partes en donde aparecía ella.
Decidí no hacer un mar de aquel charco e intentar rellenar las lagunas de la historia; con calma, tenacidad y unos cuarenta y cinco minutos fui capaz de reconstruir el transcurso de la acción y añadirle nuevos retoques, otras facetas, al reaparecido personaje.
Esa misma noche me acosté intranquilo. Guardé conscientemente la máquina en su funda, y cerré la cremallera; antes de depositar el conjunto bajo la cama. Pude conciliar el sueño.
“Grrrrrrrrrrrrrriick”. [[¡Dioooos! ¡No puede ser, es imposible!]]. El ruido de la cremallera me sobresaltó, y no pude más que entornar los ojos, acojonado por la situación. En un rincón de mi habitación, de pies cruzados sobre el suelo, se hallaba una extraña y pequeña criatura. Abrió el portátil y, sin encenderlo, plantó su mano sobre el teclado, al tiempo que su palma irradiaba una luz azulada. El resplandor cesó de pronto y, ágilmente, recolocó todo en su primigenia posición; aquella “cosa” de menos de metro veinte de estatura, con su capa marrón y su capucha encubridora, no tardó en traspasar el umbral de mi ventana. Como un resorte me puse en pié, asomándome por la ventana pensé: [[Dónde vas cabronazo]]. Me calcé las deportivas, cubrí el pijama con el chaquetón y bajé a la planta baja de la vivienda. No me importó llevarme por delante la silla del pasillo, completamente a oscuras, ni la posibilidad de despertar a mis padres. Al llegar a la cochera, trinqué mi bicicleta “California” y salí calle arriba, intentando seguir los pasos del ladronzuelo.
La clara luz lunar me facilitó la tarea de divisar al pequeño bastardo; ahí estaba, unos doscientos metros por delante, andando tranquilamente por la carretera. Decidí bajarme de la bici y esconderla entre unos matorrales, para continuar mi persecución a pié. Habíamos dejado el barrio atrás, el campo estaba sereno y sólo los grillos parecían estar despiertos. Logré recortarle distancia campo a través, pero no quería delatarme todavía; esperaba la ocasión idónea para explicarle el modo de entrar en una casa ajena sin contravenir la intimidad de los demás. Llegamos a un bancal; en la esquina más alejada, hacia la que se encaminaba el enano, había un bidón metálico de los que se utilizan en las obras. Mi sorpresa fue mayúscula cuando el enclenque hombrecillo saltó a su interior. [[¿Cómo, guardaba allí la información que sustraía?]]. Perplejo, froté mis ojos…un par de veces. Aquella noche no había tomado ni una mala cerveza, ni una calada de canuto. [[Si xung0, la realidad supera a la ficción. ¡Ya lo creo!]]. Aguardé paciente, pudo transcurrir un cuarto de hora; conmigo en cuclillas, en pijama, apostado tras unos arbustos, en medio del monte. Me decidí. Tantee a mi alrededor en busca de un palo, que finalmente encontré. Hiperventilaba. Tomé aire dos o tres veces, me incorporé e inicié una carrera salvaje hacia el bidón. Mientras lanzaba un alarido, a modo de grito de guerra, me sentía un espartano en la peli de “Troya” o, como si estuviera siguiendo a William Wallace, en “BraveHeart”.
-¡¡¡¡Aaaaaaaaaarrrrrrrrggg!!!!- Cuando estaba a un metro del barril, salté con mi pierna derecha por delante para derribarlo.- ¿Ahora qué, enanito?- Aporreaba el bidón.- ¡Saluda a “Gran hombre blanco”!
Por desgracia para mí, y suerte para él, estaba vacío. [[¿Qué?]]. Pero no tardé en darle una explicación. El barril, era la tapadera de una madriguera, verticalmente excavada, en el suelo. [[Tonto…eres tonto, tío]]. Rápidamente tomé el barril y lo repuse tal y como estaba, corriendo después a esconderme de nuevo. Y menos mal que lo hice. Pues, como si estuviera propulsado a reacción; el enano salió, desenvainando algo que me pareció un corvo chileno. Me cagué las patas, de verdad. Apreté mi cuerpo contra la tierra, tiritando de miedo; mordía el puño derecho, apretado con fuerza; y miraba de reojo la figura del pequeño ser que, de repente, había pasado de ser alfeñique, a predador.
Con las luces del crepúsculo, decidió marcharse; sorprendiéndome el hecho de que no volviera a su cubil, sino que marchara hacia el monte. Rondando las nueve, conseguí rehacerme y decidirme a recuperar aquello que me pertenecía.
Raudo, deshice mis pasos rumbo al agujero; quité de en medio la chatarra que lo cubría e intenté deslizarme por la cavidad. Masticando algo de tierra y contoneándome como una culebra, conseguí acceder a la pequeña gruta que, por fortuna, se ensanchaba considerablemente. Extraje el mechero del plumífero y lo accioné. Recorrí el pasaje lo más rápido que pude, hasta llegar a una sala que me dejó mudo.
El recinto parecía un museo. Tomé una de las antorchas alineadas a mi derecha y la prendí. Frente a mí, no podía creer lo que estaba viendo: Una gran espada mandoble colgaba mimosamente con un letrero debajo; “Excalibur” y, junto a ella, un pedestal que sostenía un tomo, en cuya cubierta se podía leer “Excalibur, Bernard Cornwell”. Más allá, en una vitrina, se hallaba expuesto un garfio oxidado, junto a otro montón de hojas: “Peter Pan, J. M. Barrie”. Un hermoso vestido de época era sostenido por una especie de maniquí de madera: “Cenicienta, Charles Perrault”. [[Joooooderrrr, ¿qué es esto?]]. Y, así, multitud de piezas de coleccionista que ilustraban la historia de la fantasía literaria. En una de las esquinas, igualmente dispuesto, había un pomposo vestido azul; pude leer “La Alegría vestía de azul, David Antuña” [[¡Guau…el enano estaba hasta documentado!]].
Sin perder tiempo, tomé el vestido, también el relato; los hice una pelota y los guardé como pude en mi chaquetón. Debía parecer el muñeco de Michelín, pero la situación no demandaba estética precisamente. Retorné a toda velocidad por el pasillo, llegué hasta la cavidad del techo, lancé mi botín al exterior y, agarrándome como pude, logré salir a la superficie.
De camino a casa, con el traje en brazos, me asaltó un pensamiento ante el que tuve que doblegarme…Bien visto, no estaba nada mal que las historias de uno lucieran en lo alto, junto a obras maestras de los grandes más grandes: Berne, Poe, Shakespeare, Lewis… [[¡Qué carajo!]]. Di la vuelta, eché a correr hacia el escondite, volví a deslizarme y estiré el vestido de modo que quedara impecable sobre su percha, dejé el escrito donde lo hallé y salí de aquel lugar; que no he vuelto a visitar.
En casa, tras una ducha caliente y las consiguientes ficticias explicaciones, me encerré en mi cuarto, encendí el ordenador y le di un giro a la historia…a ver si dejaba de gustarle al Ladrón de Cuentos. Se ve que si, porque no ha vuelto a desparecer y, si tenéis unos minutos que perder, y os gustan los relatos cortos, podéis leerla en esta misma web.
Buenas noches.
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