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Eran finales de noviembre de ese mismo año, el ochenta. Un viernes, por la mañana temprano y con un mal tiempo increíble, de los que muchos de nosotros imaginábamos que habían tenido el día de Trafalgar; quizá para sentir menos culpa por la batalla que se libró en nuestras aguas y que tanto dolió a la España de aquella época con un Levante de un par de cojones y fuertes marejadas en el Estrecho.

Apareció de improviso en el pueblo, venían escapando del temporal, y se refugiaron en el puerto. Parecían haber salido de aquella mismísima batalla. Su casco negro brillaba azotado por la lluvia. El mascaron de proa parecía pedir auxilio cuando levantaba el morro al salir de entre las olas que castigaban la bocana del puerto. Venía a motor y llevaba las velas recogidas, pero se adivinaba su volumen bajo las cuerdas de los altos mástiles que lo coronaba.

Era un barco pirata, pero de los de verdad. Su nombre aparecía pintado en enormes letras góticas, en blanco y negro, en un costado, “Marqués”, un nombre masculino a pesar de llevar bandera inglesa.

Siendo como éramos un pueblo de tradición marinera, a lo máximo que estábamos acostumbrados por aquel entonces era a los barcos japoneses que venían cada año para llevarse el atún de nuestra almadraba, y algún yate que llegaba, como ellos, a guarecerse de la tormenta. En el varadero sólo se reparaban los barcos de pesca locales o se construía alguno nuevo de vez en cuando, y aunque en esos momentos tenían más actividad que nunca, nadie había visto nunca, o muy pocos, ningún barco de esas características, el “Juan Sebastián Elcano” era lo más parecido, los otros eran del mundo del cine.

En verdad era un barco pirata, con sus mástiles, sus velas, y todo su cordelaje, construido en madera, con una popa donde se veían las ventanitas cuadradas, de las habitaciones del capitán, su timón impresionante, las cabinas de los tripulantes en el centro, bajo la escotilla que se abría cerca del palo mayor. Su mascaron, representado por la figura de una ondina, y que se erguía desafiante mientras enfilaba la entrada del puerto.

La tripulación que se divisaba desde tierra, nerviosa y ocupada, realizando las maniobras de atraque al puerto, no podía parecer más pirata.

Llevaban el pelo largo, con señales de no haber visto el agua dulce en bastante tiempo, con pañuelos en la cabeza, al estilo más bucanero algunos de ellos, y con enormes aros colgados de las orejas. Otros, ropajes que cubrían con extraños cinturones de cuero, desde donde colgaban raras herramientas para los profanos en los conocimientos del mundo marino. Casi todos eran altos, rubios y fuertes, y proferían unos gritos ininteligibles para los numerosos espectadores que poblaban el puerto aquella mañana.

Como era viernes y hacía mal tiempo, casi toda la flota pesquera del pueblo estaba amarrada en el puerto, aprovechando para reparar redes y asegurar los barcos al muelle. Sin embargo todos miraban atónitos y asombrados la entrada del majestuoso navío.

Pronto se supo que la mayoría eran ingleses, aunque también había un polaco, un americano y algún que otro holandés. Lo más sorprendente era que no sólo venían hombres como parte de la tripulación, sino también mujeres y hasta cinco de ellas, a las que se veían tan ocupadas como el personal masculino, y gritaban como ellos, al unísono.

Las noticias siempre habían volado muy rápidas en el pueblo, y por aquel entonces aún más. Ese mismo día, a la hora del almuerzo, en todas las casas de Barbate donde había un marinero se sabía ya que el “barco pirata” había llegado. Algunos empezaron a hacer conjeturas sobre cuánto tiempo se quedaría allí, anclado al lado de la fábrica de hielo, y sobre cual sería su cometido.

No es de extrañar que aquella misma tarde, con mal tiempo y todo -aunque la lluvia había parado- fuéramos muchos a contemplar aquel misterioso velero. Los que eran más jóvenes, picados por la curiosidad, incluso abandonaron las clases en el instituto para no perderse el espectáculo, encontrándose con la sorpresa de que no sólo hermanos mayores, sino incluso algunos de los abuelos, se encontraban en el muelle cuando llegaron.

Los extranjeros nos miraban y sonreían desde el barco, mientras ordenaban un enorme montón de cuerdas desparramadas por la cubierta; algunos vestían unos enormes chubasqueros amarillos sobre la ropa, que les protegía del fuerte viento. Se veía también a algunas de las chicas, por lo menos un par de ellas, estrafalariamente vestidas. Parecían llevar sus ropas como las cebollas, capa tras capa, y extremadamente delgadas, sentadas sobre algunos fardos de loneta, usados para el velamen.

La barrera del idioma no detenía a los curiosos, quienes con mímica y a grito pelado les preguntaban quienes eran.

Bastaron muy pocos días para que nos enterásemos del origen del Marqués. Pero hacia dónde se dirigían y cuánto tiempo iban a quedarse tendría que esperar más tiempo. Ni ellos mismos lo sabían. Al menos hasta que las condiciones para la navegación fueran mejores.

Había sido construido en 1917 en Valencia y usado en el transporte de frutas de Canarias a la península hasta que fue abandonado en un viejo astillero. Allí lo encontró un inglés aventurero, en mil novecientos setenta y uno, quien lo compró y lo restauró durante cinco años para más tarde alquilarlo a productoras para rodar algunas películas como “Drácula”, y series de televisión, como “La línea Onedin”, “Poldark”, “el señor de Ballantree” y muchas más. El aspecto actual lo había adquirido cuando hizo la famosa serie de la BBC, “El viaje de Charles Darwin”, en 1977, cuando permaneció varios años rodando por Tierras de Fuego, el Estrecho de Magallanes y otros fantásticos y recónditos lugares, recreando el viaje de aquel famoso velero que fue el “Beagle”, usado por el renombrado científico para su teoría sobre el origen de las especies. Había regresado intacto, era un buen barco. O para pequeños cruceros románticos donde se podía aprender como maniobrar en un barco velero trabajando al mismo tiempo. Tenía unos treinta y siete metros de eslora, y sus velas medían más de seiscientos metros. Realmente era una bonita estampa allí, en el puerto. Parecía pertenecer al lugar.


Iban camino de algún lugar de Marruecos o Mauritania para repararlo, y hacerle algunos cambios, pues había en proyecto una nueva película, algo llamado “Tai Pan”, basado en un libro de James Clavell, y se iba a rodar en la aún llamada Yugoslavia, pero el mal tiempo les había obligado a guarecerse aquí, y parecían estar encantados con los posibles cambios de planes. En un principio les habían dicho que se quedarían una o dos semanas, pero el capitán cambiaba con frecuencia de planes, y el destino también nos sorprende siempre de la manera más insospechada.

En aquellos tiempos se abrieron muchos “pubs” en Barbate. Siempre serán recordados el Zodíaco, el “GorFock” “el Sitio”, “bar Nelinger”, “pub Royal”, “el Géminis”, “Bora-Bora”, las discotecas “Madison”, “Isadora”, “el Atarraya”, “el Patio”, y para muchos, uno de los mejores, “Los Mitos”. Fue inaugurado en aquellas fechas, en un escondido callejón de una de las calles más antiguas, la de Agustín Varo, donde estaba el cine Malia, y cuyos patronos, Paco y Paqui, siempre fueron unos abanderados de la música y la cultura en el pueblo. En pocos días se convirtió en el lugar favorito para las reuniones.

Estaba decorado con carteles de películas antiguas y de actores y actrices como Marilyn Monroe, Humphrey Bogart, Clark Gable, “Lo que el viento se llevó”, etc., y de músicos de renombre, como “ The Beatles”, que nos miraban y sonreían desde sus paredes mientras sonaba la música y circulaban las cervezas y los “cubatas”. Mucho Lennon, Dylan, Supertramp, Eagles, y por supuesto Miguel Ríos y Serrat, siempre presentes en nuestras vidas desde aquel entonces.

Como el dueño había vivido gran parte de su vida en Barcelona, no sólo su conocimiento sobre “lo más”, musicalmente hablando, sino su facilidad por hacerse con los últimos hits y su propio aspecto físico -dotado de una larga y poblada melena- además de su destreza en tocar la batería que le había llevado a formar varios grupos de música, habían hecho de Los Mitos el lógico lugar donde recalaban toda la juventud dotada con algún tipo de inquietudes, no sólo del pueblo, sino de los alrededores. Su mujer, que fue la precursora de la igualdad de sexos y de las asociaciones de mujeres, trabajaba siempre codo con codo junto a él.

Como era de esperar, después de los primeros días los nuevos visitantes del pueblo no tuvieron mucha dificultad en dar con el lugar, y había varios de ellos que ya lo habían visitado, así que, aquel domingo siete de diciembre, “los Mitos” estaba más concurrido de lo normal.

La camaradería más genuina reinaba en el ambiente sobre las ocho de la noche. Era temprano y entre los amigos y familiares de los dueños, que eran muchos y de todas las edades -incluyendo una abuela octogenaria- se mezclaban muchas chicas, solteras y estudiantes la mayoría, y algunas de edades casaderas que no se atrevían a entrar y aguantaban estoicamente el frío de aquella tarde de diciembre. Mientras, un grupo pequeño de tres ingleses se encontraba situado en el fondo de una de las dos habitaciones con las que contaba el local, rodeados de botellas de cerveza vacías y llenas, tatareando algunas de las melodías que se dejaban oír entre el ruido.


Ninguno de los que nos encontrábamos allí teníamos idea de la repercusión que aquel barco y muchos de sus pasajeros iban a tener en las vidas de algunos de nosotros, ni del impacto que produjo, a nivel cultural, a los mayores del pueblo. Todavía no sabíamos que pasarían allí más de dos años, trayéndonos un aire nuevo. Volvieron a rodarse escenas de una película en nuestras playas, dividida en varios capítulos, para una serie de televisión, que contaba las peripecias del Marqués de Bradomin, del insigne Valle Inclán. Una jovencísima Amparo Muñoz, quien ya había sido miss Universo, sería la protagonista, con un no menos joven Manolo Sierra, que lo pasó bastante mal en sus cortas travesías a bordo del velero.

Los días de rodaje no fuimos pocos los que nos concentrábamos alrededor de la playa de la Yerbabuena o del puerto, dependiendo donde se rodase aquel día, riéndonos como locos cuando los grandes ventiladores semejaban una tempestad de viento que azotaba el barco. Se hacía para no rodar los días de Levante, pues todo el mundo se ponía muy malo a bordo del Marqués, aunque estuviese simplemente fondeado en medio del puerto.

Tampoco sabíamos entonces que muchos de los pisos más cercanos a la playa, que permanecían vacíos durante los largos inviernos, serían alquilados a los muchos tripulantes que pisaron las maderas del noble bergantín, significando una pequeña bonanza económica para mucha gente del pueblo. Ni que los comercios y las pequeñas tiendas de ultramarinos, junto a los pequeños restaurantes y bares de tapas florecieron por aquel entonces, impulsados por la alta consumición de cervezas y tapas -no sólo por parte de ellos, los tripulantes, sino por muchos de sus amigos y familiares que venían a visitarles de vez en cuando-. Algunos de los que tuvimos la suerte de mezclarnos con ellos, llegamos a conocer, especialmente a unos cuantos de sus hijos pequeños. Sam, pelirrojo, pecoso y mimado por todos, locales y foráneos. Fiona, pequeña, rubia y frágil como una hada pequeña. Muchísimas litronas se vendieron en todos los kioscos del pueblo en aquellas fechas.

Tampoco teníamos constancia, de que a algunos de nosotros se nos abriría un abanico de posibilidades, pues tuvimos la oportunidad practicar un idioma que se enseñaba en el colegio de la manera más básica, y allí teníamos un batallón de nativos dispuestos a enseñar, a cambio de aprender español.

Unos meses más tarde, recibiríamos la llegada de otro velero más, hermano del que ya convivía con nosotros, y propiedad de la misma persona, llamado “Ciudad de Inca”, y que en vista del éxito alcanzado con la llegada del Marqués, decidieron traer para repararlo y cambiarlo a su vez, en el mismo varadero, que resultó ser más económico que el previsto anteriormente.

Nadie podía imaginar aquel día las muchas aventuras y peripecias que acontecerían a muchos de los estrafalarios personajes que allí vivieron. Ni la cantidad de historias que se formarían a raíz de su llegada, unas de amor, otras de amistad, historias de fiestas y problemas pero siempre con un denominador común: la camaradería. No siempre fue fácil combinar el trabajo de los ruidosos barbateños, con los pacíficos y metódicos británicos, que trabajaron codo con codo en la reconstrucción de ambos barcos.


La característica predominante de aquella larga visita fue sin duda el extraño humor que gastaban los hijos de la Gran Bretaña, quienes pasaban mucho tiempo maquinando bromas y gansadas entre ellos.

Una de las más sonadas, fue una broma que le gastaron a Chris, uno de los bromistas más pesados que nadie hubiese pensado en conocer y del que todo el mundo huía para no ser blanco de sus cada vez más truculentas bufonadas. Estaba éste esperando una de las pocas visitas que le podía hacer su esposa, quien vivía en Inglaterra y no era muy pródiga con los viajes a España. La fecha de llegada siempre se sabía de antemano, para poder organizar una de las dos furgonetas para ir a recoger a los pasajeros al aeropuerto bien de Málaga, o de Jerez. Pero una semana antes algo se movilizó entre los restantes compañeros del susodicho.

A las afueras del pueblo, en el llamado “lao yá”, tenían los ingleses una especie de taller, el antiguo varadero al otro lado del río donde se fabricaban los enormes mástiles que en esta ocasión coronarían al Ciudad de Inca. Allí también se cosían las enormes velas que serían desplegadas un día para navegar una vez más en mar abierto. Había varias naves, donde se almacenaban incontables enseres marinos y donde se guardaban también los materiales y herramientas usados mayormente por estos peculiares piratas.

En un rincón de una de estas naves tenían habilitada una pequeña cocina, con un fogón de gas, donde hervía casi todo el rato una enorme cafetera llena de agua caliente que ellos usaban para su inquebrantable té, y que intercalaban con decenas de litronas de cerveza que siempre se encargaban de traer fría.


Durante la semana previa a la llegada de Fafa, que así se llamaba la señora del bromista, alguien se había encargado de conseguir uno de esos sacos de tela de arpillera, de los que se usaban de cuerda para envasar las patatas en el campo. Marrón y áspero, lo colocaron sobre una pila de cartones, en una de las esquinas más escondidas del enorme taller, poniendo buen cuidado en no visitar esa zona, durante una de las cortas visitas que hacía Chris, quien pasaba más tiempo a bordo que en tierra.


A lo largo de esa entera semana, cualquier cosa que fuese susceptible de corromperse o de ser arrojada a la basura, fue a parar encima del saco. Bolsas de té, cáscaras de fruta, algún resto de café o cerveza…

Y sobre todo, lo más importante, cuando alguien tenía ganas de vaciar la vejiga, lo más normal era dirigirse a algún rincón de la inmensa nave, y todos, incluyendo algunos pocos españoles que pasaban el día cosiendo redes, decidieron por unanimidad, ir a hacerlo encima del pobre saco, que absorbía todas las inmundicias. Chris, ignorante de todo, proseguía con su quehacer diario, gastando de vez en cuando alguna broma, como la de llamar a alguien una vez que se hubiese alejado del barco lo bastante, teniendo que regresar a la carrera, para escuchar algún insulto del calibre de ¡gilipollas!, que después gritaba a grito limpio desde la cubierta.

Otra favorita suya era arrojar agua, o pis, según le diera, desde lo alto de los erguidos mástiles, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, a los pobres incautos que pasaban por debajo suyo sin guarecerse.

Pero pronto todo iba a cambiar, el “Día C”, como lo llamaban entre ellos, se acercaba muy rápido, pronto habría que ir a recoger a Fafa, y ellos harían que Chris no olvidase nunca ese día.

Era primavera, y había amanecido soleado y caluroso, y como casi todos los días, los ingleses se habían levantado temprano. No importaba a que hora se acostasen, siempre estaban de pie a su hora. Chris era un tipo muy alto y recio, con el cabello oscuro, rizado, que le cubría la nuca, nariz perfilada, y un pequeño bigotito que le daba aspecto de pillo sinvergüenza, era joven, de unos treinta años, y con un humor tremendamente sarcástico y cínico; era de los que menos se mezclaba con los españoles, no tanto por su torpeza para aprender la lengua como por gustarle mucho el silencio; siempre andaba sólo por los barcos, aunque la verdad, cuando se relacionaba socialmente podía ser muy simpático.

Había organizado la noche antes que a eso de las cuatro saldría en la furgoneta azul con Steve hacia Jerez, a recoger a su mujer y a otro par de marineros que se incorporaban a la plantilla.


Se sentía feliz, y no sospechó absolutamente nada cuando los muchachos le dijeron hacia el mediodía de ir hacia los talleres al otro lado, para llevar unas cuantas cosas que ocupaban espacio en la furgoneta. De esa manera podrían limpiarla un poco.

Con él fueron tres hombres más, y poco sospechaba lo que le ocurriría una vez llegasen allí.

Nada más parar el vehículo, mediante bromas y empujones le metieron en la nave principal, hacía la esquina donde reposaba el maloliente saco.

Entre los recién llegados y otros dos que ya estaban allí, cogieron al pobre Chris, y le dejaron en calzoncillos. Alguien sacó una gran bola de hierro, del tamaño de un balón de fútbol, de la que colgaba una cadena con grillete, y se la colocaron en el tobillo. Acto seguido, y antes de que le diese tiempo a recuperarse, le vistieron con el saco, al que le habían hecho unos agujeros para la cabeza y los brazos, y que colgaba seco y duro de una puntilla en la pared.

Lo tuvieron muy difícil, porque no dejaba de patalear y les costó bastante trabajo meterlo otra vez en la furgoneta para dejarlo a la entrada del vecino pueblo de Zahara de los Atunes, donde le recogió la guardia civil casi dos horas después, cubierto además con brea y plumas de gallina.

No fueron tan malos, y le dejaron ir hasta el aeropuerto; claro que tuvo que llevar la bola con el grillete, y pasar la noche con las dos, ¡la mujer y la bola!

Hubo otro acontecimiento que también marcó mucho la estancia de los barcos en el pueblo, aunque esta vez el suceso ocurrió en el vecino pueblo de Vejer de la Frontera, donde se había instalado un circo con motivo de las fiestas de la patrona del pueblo. Esta vez fue el otro Steve, un enamorado de los animales, quien con su correspondiente borrachera, le dió por pasar por algunas jaulas y abrirlas. Menos mal que sólo abrió la de los monos y ¡la de los perritos saltarines! Entre llantos y palabras de arrepentimiento consiguió escapar con una multa por alboroto público. Los dueños del circo prefirieron no poner una denuncia.

Ocurrieron infinidad de cosas, no todas tan buenas, y hasta hubo un incidente que hizo peligrar la pacífica armonía en la que convivían la pequeña comunidad de ingleses en el pueblo.

Dos de las chicas del barco, que habían salido a pasear por las afueras, cerca de lo que era el matadero, fueron atacadas a las cuatro de la tarde por un grupo de adolescentes, y aparte de asustarlas, manosearlas y romperles un poco la ropa, afortunadamente no les hicieron nada más. Todos los hombres de los barcos, en coches, furgonetas, y hasta en moto, armados con palos, fueron a por ellos, pero no llegó la sangre al río. Hasta los padres de los menores tuvieron que pedirles a la comunidad inglesa que les perdonaran, y que no pusieran denuncia. Nadie más intentó nunca propasarse con las británicas.

Fueron muchas las fiestas y celebraciones que festejamos codo con codo, y algunos de nosotros aún podemos recordar aquella fiesta que se hizo en “el Chorro”. Un día que, como siempre, había mucho Levante. Todo el mundo estaba “emperrao” en que el cumpleaños del cocinero, Plum, que parecía la estampa de Neptuno, gordito y de una furiosa melena y barba roja, era un gourmet cocinando, y al que todos adoraban, se celebrase allí.



Había que hacer una fogata, y se habían traído toneladas de comida y bebida, pero el viento era desapacible y al caer la noche seguro que haría frío. Así que entre todos ellos idearon un plan. Tres fueron con una de las furgonetas hasta el barco, volviendo al cabo del rato con una de las enormes velas del Marqués que montaron a modo de “jaima”, y donde nos guarecimos todos hasta bien entrada la madrugada, frente a una enorme fogata.

Juntos asistimos a la primera gran transición de un pueblo olvidado en la costa de Cádiz, y hasta vivimos la crisis de las Malvinas, con un semi-apoyo a los dos bandos; unos por el habla común, y otros porque los teníamos en casa; pero en realidad no hicieron demasiado alarde de su nacionalismo británico. Estos eran una casta diferente y simplemente decían que la “dama de hierro” estaba loca, por eso no vivían allí.

Poco a poco se introdujeron en la vida del pueblo y para nosotros no eran “guiris”, eran “los ingleses del barco”. Los mismos que consiguieron arrastrar con ellos a dos chavales del pueblo, Mariano y el Bravo, que se fueron a surcar las aguas con el Marqués cuando partió. Dejó corazones divididos en ambos lados, unos decidieron quedarse y otros marcharse, pero a todos les quedó la huella del paso de aquellos barcos por sus vidas.



Pero nada de esto se sabía aún aquella noche de diciembre, en el bar Los Mitos, y todos empezábamos a conocernos, ajenos a los avatares que nos deparaba el destino.























Habían dado las once de la noche, y los mayores habían abandonado ya el local, igual que los más jovencitos. Quedamos los más trasnochadores, los que nos deleitábamos oyendo a Serrat, o a Dylan, y los que entonces empezábamos a hacer nuestros pinitos con los idiomas, sobre todo el inglés, que era lo más cercano en esos momentos. Charlábamos con los tres tripulantes que llevaban allí desde la tarde, cuando llegó un nuevo grupo, esta vez más numeroso.

Parecían alterados y tristes, el más alto, Brian, se acercó a la mesa y les dijo algo a los otros. Sólo entendimos: “Lennon”.


Parecía ser grave, pues todos se pusieron serios y pidieron más cerveza. Nosotros nos mirábamos sin entender, cuando el más extrovertido, nos dijo así:
- ¡Ahora, esta noche, John Lennon “finito”! Muchos ¡bang, bang!, en “Niu Yó”.

Habían asesinado a John Lennon. Ellos lo habían escuchado por la BBC, cosa a la que muchos no teníamos acceso entonces. Las noticias siempre llegaban primero allí. Un loco le había disparado a bocajarro en la puerta de su casa, cuando volvía de una fiesta, delante de su mujer, Yoko. ¡Era increíble! Un icono de la paz muerto de la manera más violenta.

La atmósfera en el garito cambió por completo y a los más sensibles le brotaron las lágrimas. Otros teníamos el corazón encogido. En ese momento, Paco cambió la música, y la inconfundible voz de Lennon, cantando su himno de paz, “Imagine” empezó a sonar a través del potente equipo.

Todo el bar al unísono entonamos la canción, incluyendo los que no hablaban inglés, que tararearon el estribillo con el mismo calor que los marineros ingleses. Entonaban en pie la famosa balada, formando un grupo compacto cogidos por los hombros, con todos sus sentimientos en cada palabra.

Allí fue cuando nos dimos cuenta que esta gente de apariencia tan ruda y fuerte sentían como nosotros y que la convivencia con ellos era posible. La música unía fronteras y aquella noche, la madrugada del 8 de diciembre de 1980 -aunque el hecho de que alguien tan famoso y tan querido en todo el mundo muriese asesinado no implicaba mucho para el pueblo, excepto para los que más de cerca vivían la música, si lo era que fuese inglés y un héroe para todos ellos, sus paisanos- hizo que viviéramos el acontecimiento como algo más intimo de lo normal.



Se repartieron muchos besos y abrazos, se intercambiaron todas las muestras de condolencias posibles y nuestros sentidos pésames provocaron el llanto de más de un inglés. Se abrazaron a nosotros como si tuviesen miedo de irse ellos también, como si supiesen lo que iba a pasar en el futuro…





4.30 a.m. Domingo, 3 de Junio de 1984.
75 millas al norte del Triángulo de las Bermudas

La tormenta que ha zarandeado y vapuleado al Marqués durante catorce horas ha remitido. Dieciocho de sus tripulantes y todo el pasaje se encuentran plácidamente dormidos en sus camarotes. Otros diez se preparan para hacer el cambio de guardia. Unos se van a descansar y otros vigilarán, la zona es peligrosa, a pesar de la calma en el mar.

De repente, un golpe de viento, junto con una enorme ola, golpea al ahora frágil e indefenso velero. El agua se cuela hacia las entrañas del barco, lo arrastra hacia el fondo con todas sus velas desplegadas. En menos de cuarenta y cinco segundos, en medio de una aparente calma y frente a otros barcos que participaban en la carrera Cutty Sark de veleros, el Marqués desaparece engullido por el mar, con todas sus luces iluminando la oscuridad de las profundidades del océano. Sus únicos supervivientes, nueve de los que se encontraban en cubierta, son algunos de los que estuvieron en Barbate aquel día en que mataron a John Lennon.



30 de Mayo de 1995. Inglaterra.
El Ciudad de Inca, ahora con su nombre original de Maria Asumpta, quien ya había estado semihundido en los Grandes Lagos en Canadá, perece finalmente frente a las salvajes costas de Cornualles, junto al pueblo de Padstow, de donde había salido originalmente el Marqués en su aciago camino hasta Barbate, con la pérdida de tres vidas más.





















En memoria de Paqui Callado,
de Antonio González, “el Glé”,
de los barcos Marqués e Inca,
para que allá donde estén, sigan juntos surcando las aguas del infinito.

Octubre 2004

Texto agregado el 03-02-2007, y leído por 541 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
25-10-2008 Mira, Lola, sólo te digo que me has hecho volver a Barbate, que he visto entrar al Marques por la bocana del puerto, que me tomé unas copas en Los Mitos, que pude volver a Chris con el grillete, y que he vuelto a lagrimear por Malvinas, por Lennon y por los dos veleros. Pero mientras revivía todo eso nuevamente, una voz me decía adentro: "Por Dios que no termine nunca". Sos un monstruo. permiso
07-06-2007 Precioso este racimo de recuerdos, bien anudado, bien llevado y bien presentado para su disfrute. Me ha encantao. Saludos. nomecreona
03-02-2007 increíble relato. Son un montón de recuerdos, tan bien narrados que parecían los míos (como si eso fuese posible). Mis 5 estrellas son unas piratas sobre el barco, creo que tengo otras bajo la mar. 5*. fefnerbermellon
03-02-2007 Acabo de notar que tu cuento ya está publicado por Editorial Atlantis. Lo siento. Pero nada obsta a que en futuras reediciones hagas lo mismo que Borges o mi estimadísimo Hugo Mujica, quien supervisó su Poesía completa y revisó pequeñísimos y sutiles errores. Publiqué un libro llamado Retablo de duelos (puedes verlo en Internet, editorial Dunken) en una pequeña tirada de ejemplares pero un verso correspondiente a uno de los poemas "se esfumó" No pierde tanto sentido pero yo puedo notar la diferencia de sonoridad porque le pegaba un buen palo a la cofradía de poetas lesbianas que se aglutina en clanes y no permite que una heterosexual -que para colmo ni siquiera es judía -pueda estar en la lista de los intelectuales elegidos por las musas para clarificar las pobres mentes de los lectores... en fin... sigue siendo mejor hacerlo con hombres. Lu_Folino
03-02-2007 "Una jovencísima Amparo Muñoz, quien ya había sido miss Universo, sería la protagonista, con un no menos joven Manolo Sierra, que lo pasó bastante mal en sus cortas travesías a bordo del velero." Manolo Sierra, Pancho Sierra o Manolo Tena??? Te faltó nombrar a Joaquín Sabina en Inglaterra viviendo como okupa y a Lucía Folino en Argentina, (desgañitándose en sus clases de Formación Cívica de una escuela pobrísima de Villa Corina de Avellaneda) que la toma de Malvinas, ordenada por un Presidente de facto, beodo consuetudinario, a uno de los países más poderosos del mundo en cuanto su poder de defensa y con el apoyo mentiroso de los EEUU, que evidentemente iban a inclinar la balanza a favor de su madre patria: la monarquía inglesa, era uan verdadera locura de delirium tremens, una demencia inconstitucional) y el cumple hubiera estado completo. Lu_Folino
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